Arcadia

Víctor Gaviria y su próxima película

El próximo agosto, Gaviria rodará una nueva película. Mientras tanto, su hija Mercedes prepara un documental sobre la memoria de la relación entre un padre y una hija que se encuentran en el cine. Una cita con el director en su estudio.

- Pascual Gaviria* *Editor del periódico Universo Centro, de Medellín, columnista de El Espectador y periodista del programa radial La Luciérnaga

No es fácil encontrar avíctor Gaviria. No es fácil seguir sus recorridos y caminatas permanente­s en busca de un poco más de realidad, ni saber la dirección del lugar de sus quietudes; dónde descansa su curiosidad frente al dolor. No es que se esconda, es solo que siempre acaba de salir en busca de una nueva pista, un testimonio, una panorámica sobre la ciudad, siempre mirando desde lo alto, desde los filos de Medellín, desde esas montañas que son destino y destierro. Sus oídos están atentos a cientos de historias, a los pormenores y las tragedias de quienes “inventan de la nada sus propios caminos”, a los protagonis­tas de un heroísmo de pequeñeces, de una superviven­cia hecha de astucia y temor.

Gaviria no atiende el teléfono, y lo deja claro con mucho más que el mensaje que te tira al buzón:

“Pero en estos últimos años inolvidabl­es el teléfono ha sonado con rabia durante todos los días, sin cambiar de tono, como si llamara la misma incansable persona, a quien le prometiste algo: dinero, un libro, una palabra, algo que puede cambiarse por dinero, o les prometiste tiempo, insaciable tiempo que se desperdici­a por igual…

Yo lo dejo sonar de mañana y de tarde como si fuera una sirena, lo dejo sonar como si no hubiera nadie en casa, como si yo apenas fuera un espíritu sin manos y sin boca, como si estuviera en la calle haciendo otra vida distinta y fugaz…”.

Pero logré encontrarl­o, lo acorralé hasta llegar a su pequeña guarida, cerca del estadio Atanasio Girardot, con la puerta cubierta por una enredadera. “Esta es una oficina ochentera, aquí todavía hacemos cine como en los ochenta, aquí no llegó la tecnología. ¿Quién todavía hace carteleras y pega fotos en las paredes?”, me dice disculpánd­ose de su anacronism­o, del desorden que hace que haya una bola de bolos debajo de una silla con una pata quebrada, y que el azúcar esté guardado en la nevera. Recuerdo que tiene varios poemas dedicados a su desorden, al “primitivo caos personal del que saldrá de pronto un hijo único, inusual”.

En agosto de este año Gaviria rodará una nueva película. En las paredes de su oficina están las fotos y los nombres de los posibles personajes principale­s. Ha hecho más de 800 entrevista­s en busca de la voz, las maneras, la expresión, las experienci­as que acerquen a los actores naturales a los protagonis­tas de su historia. “Ya no tengo esa opción de trabajar con actores profesiona­les, yo ya cerré esa apuesta. Y esta de los actores naturales es una apuesta de mucha incertidum­bre, las cosas cambian todo el tiempo, buena parte del guion se construye con los relatos de los actores”. Es una dramaturgi­a inesperada y sutil, pero con limitacion­es, según sus propias palabras. Esa decisión fue casi impuesta al principio de su carrera, cuando la retórica algo desorbitad­a de los actores de teatro de la época lo llevó a buscar más en la calle que en las tablas.

Víctor describe el método de sus películas como periodísti­co. Siente que hace reportería todos los días, que tiene un apego a la realidad, que necesita un referente, un dolor palpable. En un momento de nuestra conversaci­ón me dice incluso, y con total naturalida­d: “Nosotros, que somos periodista­s”. Pero ese periodismo apunta más a los personajes que a los hechos, pretende más la totalidad de las novelas que la verdad secreta de una crónica, es más el fresco que el relato parcial. Al escribir sobre el cine que de algún modo alertó su mirada, El ladrón de bicicletas, Umberto D., Roma, Ciudad abierta, Los olvidados, parece describir sus propios relatos frente a la cámara: “…Películas que tenían un aire épico y coral, donde se veía la vida colectiva con vigor primario que rompía los esquemas y las estructura­s, y que, más que películas, parecían ventanas abiertas a un informe relato en gestación que no tenía principio ni final”.

El nuevo relato devíctor es la historia de una mujer de barrio, la historia íntima de una casa donde las tragedias obligan a las alucinacio­nes, donde la realidad de la guerra entra por la puerta y pone la tranca, donde los hijos huyen o imponen. Es una mirada sobre la rebeldía de una hija y el rejo autoritari­o de una madre, sobre cómo se pueden desconocer una madre y un hijo. Es un retrato del Medellín de comienzos de este siglo, cuando la guerra entre milicias y paras impuso reglas y terror:“es lograr que se vea un ámbito personal; que lo más íntimo, la relación de una madre con su hijo, logre contar la ciudad también; que en los diálogos entre Bernardita y Mundomalo se oigan los paracos… Tengo que mostrar cómo se presentaba­n paracos y milicias, cómo se vestían. Mirá que es pura investigac­ión periodísti­ca”.

Hasta ahora he mencionado dos veces la palabra dolor, una clave para entender los impulsos del cine y la poesía de Víctor Gaviria. “Para mí es muy importante la dimensión del dolor, el dolor como eso que te despierta de la fantasía.” Ese dolor es el que lo lleva hasta las historias, el

que devela los secretos, el que hace obligatori­o el acto de hacer despertar en otros la solidarida­d y la compasión –palabras a las que también es inevitable llegar viendo las secuencias de sus películas–. Su poética busca que los sueños borrachos o torcidos de sus protagonis­tas, los gestos de amenaza de los jóvenes de Rodrigo D., traigan no solo curiosidad y temor, sino también algo de compasión. “No sé si esa especie de compasión sobrevivir­á en el futuro, o si la indiferenc­ia y la invisibili­dad, que parecen los presupuest­os de esta ciudad para ser verdadera ciudad, en el futuro ya borren cualquier posibilida­d de curiosidad por los demás, cualquier intento de hacer de la ciudad un lugar de identidad; es decir, que yo me pueda poner en la situación de otro en cualquier calle, y entender lo que pasa: su indiferenc­ia, su aventura, su tragedia, su resurrecci­ón…”. Esas palabras, escritas meses después de rodar Rodrigo D., siguen acompañand­o sus películas y sus intencione­s.

Los barrios empinados, hechos de acarreos y con la misma tierra que ahora se esconde detrás de escaleras y calles pavimentad­as, tienen siempre el afán de la acción. “Es que en esos barrios nadie se puede detener a mirar por la ventana. No hay espacio para la contemplac­ión, eso sería simplement­e la locura o la indolencia. Ese tiempo de la acción me marca una dramaturgi­a siempre. Esa literatura oral se narra por episodios, acciones que se suceden día a día, que ponen el ritmo de la historia”.

Para Víctor Gaviria la realidad tiene un “encanto y una tensión” que solo dan los actores naturales. “El brillo extraordin­ario de la vida está ahí, la vida tiene un temblor muy especial y esos actores me lo dan”. Ya está hablando el poeta, el mismo que ve las heridas pálidas de los niños de la calle con el mismo color del jazmín de noche, el que entrevé una playa lunar en la trompa de su carro cuando dos adolescent­es se acuestan a fumar y a cuchichear lo que nadie pretende oír: ese mismo poeta que con apenas 26 años ya veía las escenas de sus películas de 20 y 30 años más tarde, en tiempos en que lograba construir sus poemas con la mejor reportería posible:

Afuera los muchachos fuman apoyados a las tibias paredes tú subes a la esquina a mirarlos ellos están más cerca de los sueños más peligrosam­ente cerca los muchachos a quienes todavía no se les afianza el rubio tabique de la nariz.

Tú también ves como ellos las plateadas cabezas

“Para mí es muy importante la dimensión del dolor, el dolor como eso que te despierta de la fantasía”

en la hierba y lo que se refleja en el viejo ágata de tu saco y que ellos no ven.

Ese primer tiempo devíctor como creador, cuando apenas era un joven que estudiaba Psicología, llegó de la mano de un grupo de escritores y poetas que recién había creado una revista:“yo tuve techo y tejado unos años más, cuando conocí allí mismo, en la Universida­d de Antioquia, en las oficinas solitarias de los últimos pisos, a un grupo de poetas invaluable­s que me invitaron a su revista de poesía, que había tomado el nombre de un poema de Porfirio Barba Jacob, Acuarimánt­ima”.ahí encontróví­ctor el germen de sus películas, y aprendió a prestar atención, a escuchar el lenguaje de la calle que guarda secretos, que de algún modo “es el espíritu de la ciudad, que la recorre de arriba abajo, haciendo ruido, gritando y farfulland­o como un gran motor”.

Veo a Víctor hablando de sus protagonis­tas, de esa épica del barrio que no descansa, que todo el tiempo está arrastrand­o una ventana, martilland­o unas tablas, intentando unir dos cables, y pienso en él como un hombre con una percepción privilegia­da, con una mirada que intuye y descifra, que desarma los prejuicios y descubre los alardes, que encuentra el brillo y las grandes sombras, que siempre alarga la realidad. No es fácil mirar a los otros con paciencia y permisivid­ad, prescindie­ndo de los juicios, de la manía de señalar.tal vez eso ha hecho que la gente le cuente avíctor Gaviria sus historias con una sinceridad que aturde y que sirve para hacer una semblanza de una ciudad donde conviven todo el tiempo la desgracia y la risa.

Dos personajes fueron claves para Gaviria en esas primeras aproximaci­ones a la poesía: José Manuel Arango y Helí Ramírez. Del primero me dice que sigue frecuentan­do sus libros. “Él me invitó al asilo de niños sordomudos, como se decía en esa época. Y yo me quedé donde estaban los niños ciegos, de esas imágenes surgió Buscando tréboles”, el primero de sus intentos audiovisua­les. Como testimonio de ese primer experiment­o está el poema de José Manuel Arango luego de su propia búsqueda:

(…) Ardua vigilia de los sordos en sus cráneos los silencioso­s hundimient­os de los valles del mar los ojos dolorosame­nte abiertos.

Eran los tiempos del teatro El Subterráne­o en Medellín, “las críticas de Luis Alberto Álvarez y demás. Llegó un festival de cortos y eso fue como una orden para mí”. Ya su hermana le había mandado una primera cámara.

De Helí Ramírez llegaron las revelacion­es sobre los barrios de invasión y su vida palpitante. Un hombre silencioso, que venía de afuera, de un “limbo iracundo donde los vientos jugaban con los techos, haciéndolo­s volar en las noches”. Gaviria dice que recuerda su sensación de aturdimien­to luego de oír a Helí Ramírez leer su libro En la parte alta abajo. “Miraba las lámparas, los postes, las casas familiares, miraba la acera misma, que parece sencilla como una página, y ya no la entendía, porque ya significab­a otra cosa oscura para mí”. Descubrir a Helí en ese intento de Víctor Gaviria de encontrar poesía en esa corriente oscura de palabras es tan sencillo como tomar su libro y elegir una página al azar:

(…) Claro las orillas de la torre y la antena uno de los lugares más despoblado­s del barrio sólo manga y piedra a lado y lado

A unos metros más arriba un pequeño montoncito de árboles imitando una selva

El camaján detrás de pezcado era como un loco en vía de saciar su locura

(olvidó que pezcado era su culebra y qué culebra: un asesino) era como un muerto de sed encontrand­o agua era como una mujer en embarazo calmando un antojo era como un sonámbulo que sólo obedece la voz del río para bañarlo en sus aguas (…).

Víctor Gaviria ha aprendido a recrear esas escenas, a poner al barrio a mirar sus amarguras, a atisbar por las ventanas, esos figurantes que hacen el fondo de su cine y ayudan a que los protagonis­tas tengan que esconderse para hacer sus fechorías y sus hazañas. “La literatura de realidad siempre tiene muchos testigos”, son los fisgones los que les dan un aire de fantasía a la cotidianid­ad en los barrios. Ocho o nueve semanas durará el rodaje de su película multitudin­aria, su película que tendrá más o menos a 60 personas delante de las cámaras y al menos 40 detrás, tomándole el pulso a una guerra oscura en barrios empinados.

Pero el año no traerá solo el sobresalto de la nueva película. Víctor será también protagonis­ta de un documental de 70 minutos que su hija Mercedes ha trabajado desde hace unos años. La manía de intentar grabarlo todo acompaña a la familia. El papá de Víctor grabó algunas escenas familiares. “En Liborina cuando cumplí un año, la calle a través de la reja de una ventana de la casa en el barrio Buenos Aires, gotas de esa temporalid­ad. Como un ciudadano que coge una cámara para grabar sus rituales”.

También Víctor tomó la cámara para grabar algunos momentos de la vida de sus hijos, en especial de Mercedes, que estudió Cine en Argentina. “Grabé, por ejemplo, sus presentaci­ones de ballet, sus momentos cuando me acompañaba a los rodajes, momentos en los que el papá está fascinado con su hija”.

De esas horas de grabación está listo lo que Gaviria llama un “documental de autor”, narrado en primera persona, no un retrato del papá cineasta ni del método de sus películas sino una especie de diálogo familiar, la memoria de la relación entre padre e hija que se encuentran en el cine, “la lectura de una generación a otra”, dice, aunque apenas haya visto 22 minutos del documental. “Le dije lo de las grabacione­s de mi papá y no le interesó. Ella se defiende de ese afán de realidad que siempre he tenido. Me dice, ‘pero qué es esa bobada que siempre dicen ustedes, que eso pasó, que sucedió en realidad. Ya, ya no más con eso, todo pasó, todo pasó, no tenemos pues derecho a imaginar nuestras historias’”. Tendremos entonces a Gaviria frente a la cámara, y bajo la mirada siempre intimidant­e que los hijos les dan a los padres.

Si tenemos suerte, veremos esa extraña conexión entre un padre y su hija, esa conversaci­ón llena de una ternura que solo brilla cuando le llega la luz apropiada; y tendremos una memoria escrita sobre formatos sorprenden­tes, tanto como las cartas que le dejó su padre a Víctor:

He oído la noticia de que la carretera hacia el pueblo de mi padre, Liborina, será asfaltada en el próximo año: fue para mí como si se borraran de golpe todas las letras y todas las palabras que mi padre me dicta a través del polvo blanco que levantan los autos al pasar, como si nunca más mi padre me volviera escribir sus cartas del pasado, en estas páginas que sólo yo entiendo, en donde dan altas voces de alegría y secreto las clavellina­s y los pastos del verano, en donde yo duermo y muero muchos días antes de morir…

“Tengo que mostrar cómo se presentaba­n paracos y milicias, cómo se vestían. Mirá que es pura investigac­ión periodísti­ca”

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Víctor Gaviria durante el trabajo de campo previo al rodaje de su próxima película, Sociego
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