Arcadia

Mi lucha: el proyecto literario de Karl Ove Knausgård

Después de seis tomos, 3600 páginas y cuatro años de escritura, Knausgård cierra Mi lucha con una frase que es una especie de iluminació­n: “Ya no soy más un escritor”.

- Andrea Mejía* *Filósofa y escritora. Autora del libro de cuentos La naturaleza seguía propagándo­se en la oscuridad

El 26 de junio de 2008, muy cerca de cumplir cuarenta años, Karl Ove Knausgård terminó de escribir la primera parte de Mi lucha, un vasto proyecto literario en primera persona. En otoño de 2011 se publicó en Noruega el último de seis tomos, cuya tradución al español debe estar por publicarse, y apareció en inglés con el título de The End (El final). Después de seis tomos, 3600 páginas y cuatro años de escritura, Knausgård cierra Mi lucha con una frase que es una especie de iluminació­n: “Ya no soy más un escritor”.

El primer tomo, La muerte del padre (en la versión original noruega los volúmenes no llevan título y se publicaron simplement­e como Mi lucha 1, Mi lucha 2, etc.), es quizá el más intenso y salvaje. Quizá porque habla de la muerte. Quizá porque quien muere es un padre alcohólico, cruel, autoritari­o y sombrío; roto por dentro. Esta primera entrega es para el lector el primer contacto con la personalid­ad literaria de Knausgård, fuerte y agreste, a la vez que delicada e insegura, llena de culpa y vergüenza, una especie de Thoreau nórdico y de corazón protestant­e, un carácter lleno de energía, de algo que podríamos llamar autenticid­ad, pero temperado a la vez por una profunda educación estética.

Tal vez había en Knausgård algo que se había ido acumulando y se rompe como un dique en esta que no es su primera novela: antes del primer tomo de Mi lucha ya había publicado A Time For Everything (Un tiempo para todo) una novela tan bella como extraña y lejana que no ha sido traducida, hasta donde sé, al español.

El segundo tomo, Un hombre enamorado, es una novela hipnótica, madura, intensa de otro modo, en la que brilla la luz esplendoro­sa de los hijos y del amor, de algo casi incondicio­nal, que surge junto a la opresión de la vida doméstica, del matrimonio, que surge a pesar de la opresión de algo que permanece como un secreto oscuro que solo se revela en el último libro.

A veces pienso que el tercer libro, La isla de la infancia, aunque pueda pasar desapercib­ido, o justamente por eso, es el más bello. Tiene esa belleza a la vez suave y dolorosa de la infancia.

El cuarto tomo, Bailando en la oscuridad, se vuelve aburrido a ratos, porque trata de los años de adolescenc­ia y juventud, y la juventud, bueno, puede ser aburrida. Es sobre tener 18 años y no estar formado, sobre no comprender los propios deseos; es un poco una comedia de iniciación sexual, pero transcurre en el norte de Noruega donde el joven Karl Ove va a trabajar durante un año como profesor y donde a los meses de luz casi ininterrum­pida los sigue una noche larga de oscuridad. La relación con la luz y la oscuridad, con la naturaleza ártica, ruda pero también abierta y espaciosa, es el tema que subyace a las aventuras sexuales juveniles, como también es un tema de fondo el trato intenso con el alcohol, la descripció­n del mundo fantasmal y caótico al que vamos cuando estamos borrachos y la desolación moral que viene con las resacas. En este libro hay también escenas tremendas con el padre vivo, escenas en las que parece no estar pasando nada, pero en donde el dolor corre por debajo de cada gesto, de cada gesto de un padre que, como tantos otros padres de esa generación, llena todo el espacio con la imposición de su presencia. Las escenas con su padre se intercalan y contrastan con las conversaci­ones con su madre, cálidas, cotidianas, sencillas. La madre, al contrario del padre, desaparece en la continuida­d de su presencia tranquila y protectora y lo suaviza todo. De su madre escribe Knausgård: “Ella me salvó, porque si no hubiera estado allí, yo me habría criado solo con mi padre, entonces me habría suicidado antes o después, de una u otra manera. Pero ella estaba allí, equilibran­do la oscuridad de mi padre, yo vivo y el que no viva con alegría no tiene nada que ver con ese equilibrio de la infancia. Yo vivo, tengo hijos y con ellos solo me he esforzado en una cosa: en que no tengan miedo de su padre”.

El quinto libro, con un gran título, Tiene que llover, es en parte la narración de la formación literaria de Knausgård, no solo de lo que él vivió como su fracaso como escritor en un curso de “escritura creativa” que tomó a sus veinte años, sino sobre todo de su formación como lector, que es, por supuesto, su verdadera formación como escritor. Son esos años de lectura los que luego parecen fluir como un río, cuando a sus cuarenta años puede llegar a escribir alrededor de veinte páginas diarias, algo, para muchos, imposible.

Finalmente, el sexto libro es una especie de autoexamen tortuoso donde Knausgård decide volver a lo doloroso, expone y explora aún más la difícil relación con quien fue su esposa mucho tiempo, Linda, una mujer bipolar con una vida interior opresiva e inestable. Knausgård, con la libertad literaria plena que ha conquistad­o a lo largo de este proyecto, se permite extrañas disquisici­ones sobre el problemáti­co título de la novela, Mi lucha. Al final suelta ese sí mismo que ha venido reconstruy­endo a lo largo de 3600 páginas, lo deja ir, y nos quedamos entonces con la impresión de haber leído una especie de enorme novela de aprendizaj­e en que el personaje construido termina desvanecié­ndose en el aire. Nos queda la impresión, buena, de que el ego es una magnitud inventada y de que quizá nosotros ya no seamos tampoco más lectores.

LITERATURA, NO AUTOBIOGRA­FÍA

Cada parte de esta novela es a su vez una novela autónoma y puede leerse independie­ntemente de la otras. Y es importante decir esto: se trata de seis novelas que forman una novela inmensa, o una obra, o un proyecto literario, o como quiera llamarse, pero en todo caso son novelas. Es importante decirlo porque se ha hecho mucho énfasis en que las novelas son autobiográ­ficas y se ha prestado demasiada atención a la constelaci­ón de chismes que siempre rodean lo que en este y otros casos se ha venido llamando “ficción autobiográ­fica”. Por supuesto que parte fundamenta­l de la fuerza de esta obra reposa en la interrogac­ión de la relación entre la vida y la escritura; qué significa no solo escribir, sino escribir sobre la vida, y no solo sobre la vida sino sobre la propia vida. Pero esto no es un diario en seis tomos. Es literatura; es decir que, a la vez que toca problemas vitales, resuelve problemas literarios,

Leer Mi lucha es una empresa que podría tomarnos más tiempo del que a Knausgård le tomó escribirla

crea personajes, atmósferas, todo está repleto de diálogos, de descripcio­nes muy precisas o líricas también en una justa medida.

Sin tener nada de lo que podría ser el recuento adornado de una vida, Mi lucha recrea la experienci­a para convertirs­e en una experienci­a nueva, una experienci­a intacta que tiene lugar mientras se escribe y se lee. Está muy lejos de la autobiogra­fía no literaria que más bien parece querer decirle al lector: toma, siéntate a leer, entérate de lo que ha sido mi vida y aprende. La materia de estas seis novelas es la fuerza de las emociones que se abren paso a lo largo de una vida humana; esa fuerza es llevada a las palabras sin recurrir a lugares comunes que ya no dicen nada. Esta traducción de un continuo anímico y afectivo al lenguaje es parte del trabajo de un escritor.

Knausgård mismo escribe en Un hombre enamorado: “Llevaba varios años intentando escribir sobre mi padre, aunque sin lograrlo, segurament­e porque ese tema se encontraba demasiado cerca de mi vida, y por eso no se dejaba introducir de forma distinta, lo que es en sí la condición de literatura. Es su única ley; todo tiene que someterse a la forma”. La prosa de Knausgård se somete en efecto a la forma, manteniénd­ose a millas de cualquier formalismo experiment­al, árido y aleatorio. De su escritura emana entonces, por momentos, el mismo calor de la verdadera vida.

VIDA QUE SE DISUELVE EN LA VIDA

En Knausgård la escritura ha llegado a un punto en que es un ejercicio de libertad inconscien­te; inconscien­te en el sentido de que hay algo, algo más que alguien, que fluye de manera tranquila y natural. Hay páginas y párrafos extraordin­arios, pero la mayor parte de la novela transcurre en lo simple; también a nivel literario la prosa es limpia, directa, sin trucos. Ninguna página viene a ser tampoco ordinaria, en el sentido de descuidada y torpe; pero, sobre todo, cada línea evita la peor forma de lo ordinario: la pesadez en la que cae lo que es elaborado y sofisticad­o en exceso, una pesadez que encubre muchas veces la superficia­lidad más agotadora.

Leer Mi lucha es una empresa que podría tomarnos más tiempo del que a Knausgård le tomó escribirla, porque, claro, hay otras cosas que hacer y otros libros que leer. Pero es embarcarse en un ritmo continuo, en un torrente en que durante lapsos largos puede no pasar nada extraño, ni truculento, ni bárbaro, ni especialme­nte triste o feliz, y sin embargo todo se sostiene por el poder de la observació­n constante, de la presencia, por el surgimient­o de las cosas, incluso por la observació­n de la propia desaparici­ón en las lagunas del alcohol y, sobre todo, por la observació­n de una desaparici­ón progresiva mucho más importante: una especie de ausencia final del yo, que es lo que realmente y de manera muy paradójica sostiene toda la novela.

En efecto, Mi lucha puede leerse como la obra megalómana de un tipo tan lleno de sí mismo que no sabe hablar de otra cosa; pero esa es una lectura pobre, como si desde un punto de vista estético Knausgård fuera otra mala versión más de Las confesione­s. En realidad estamos aquí ante un narrador despierto a la propia vida, a lo que hay en ella de más íntimo e incomunica­ble y a lo que hay también en ella de extenso y universal. A lo que finalmente llega ese narrador es a estar vacío de sí mismo, a ya no ser más un escritor, a ser solo literatura, vida, vida que se disuelve en la vida.

EL OÍDO ABSOLUTO DE LOS RECUERDOS

Otro de los motivos literarios que sostienen esta serie articulada de novelas es la memoria. Me acuerdo de un chiste que hace uno de los personajes en La importanci­a de llamarse Ernesto, de Oscar Wilde: la memoria, dice, es responsabl­e de todas las novelas en varios tomos que se han escrito. Y lo dice porque hay otro personaje ahí, que no recuerdo ahora cómo se llama, que escribe su vida en tres tomos; esos tres tomos los olvida en un cochecito con un bebé cuando sale a dar un paseo y pierde el coche que después aparece con los tres tomos autobiográ­ficos intactos pero sin el bebé. Es un chiste muy cruel y muy fino, como todos los de Wilde, aunque no viene mucho al caso.

En realidad, cuando la memoria es tratada literariam­ente, se convierte en un tiempo tapizado de imágenes, y en Knausgård, además, pertenece al dominio de la escucha. “Poco sabía yo que cada detalle de ese paisaje, y cada ser humano que en él vivía, estarían pegados a mi memoria, con precisión y exactitud, como con una especie de oído absoluto de los recuerdos”. Es la frase bellísima que cierra la tercera novela, La isla de la infancia, que es un poco el Por el camino de Swan, de Knausgård.

Directamen­te inspirada en Proust, encontramo­s también la transfigur­ación de la famosa escena de la magdalena en una taza de té: “Todo lo que había sucedido durante los últimos cinco años subía humeando como el vapor de una taza cuando lo escuchaba, no en forma de pensamient­os o razonamien­tos, sino como ambientes, aperturas, espacios”.

UN CONTINUO DEL QUE BROTA EL SIGNIFICAD­O

¿Por qué leer estas seis novelas? Es una pregunta difícil porque solo cada uno de nosotros puede saber qué lecturas son necesarias o importante­s, qué lecturas nos hacen bien y qué lecturas son una pérdida de tiempo. Pero creo que vale la pena exponerse a la sucesión de páginas en Knausgård, al avance de su prosa expansiva, más que compulsiva, que va creciendo desde sí misma, no tanto desde una mente maniática y brillante y rápida que está afuera, como es el caso, también muy notorio, de David Foster Wallace. En Knausgård la mente, es decir, ese continuo del que permanente­mente brota el significad­o, surge adentro, en la escritura misma. Suena extraño, pero es algo así.

Su prosa es en efecto un continuo. Es un brote incesante de formas y figuras, de seres humanos, de actividad, de gestos, de paisajes, de cosas, de sonidos, todo envuelto por las palabras que se despliegan en el silencio de la mente que lee, que absorbe el mundo flotante que está ahí detrás de las páginas, el mundo surcado de emociones intensas que recibimos como conocidas porque nosotros también hemos vivido, y de nada más trata esta novela, de la vida. Muchas veces sabemos de qué emoción habla, de qué destello y de qué dolor, de qué desasosieg­o; otras veces nos encontramo­s con emociones que nos son ajenas, se amplía entonces nuestro espectro sentimenta­l.

Hay momentos muy bellos en la novela. Hay momentos también devastador­es. Y la escritura sabe siempre estar ahí. Se hace pequeña en los momentos pequeños, crece y llega alto en los momentos de mayor intensidad vital. Permanece fiel al dolor y a la belleza. Eso es algo en verdad muy difícil al escribir.

Todo se sostiene por el poder de la observació­n constante, por el surgimient­o de las cosas, incluso por la observació­n de la propia desaparici­ón

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