Arcadia

Pasar fijándose

- Carolina Sanín

Roma es la ciudad del poder perdurable; el lugar desde donde se diseminó esta lengua y se codificaro­n las leyes –religiosas y civiles– que cumplimos y violamos. Es el monumento mayor de nuestra cultura (no sobrará que añada “patriarcal”), la patencia de nuestra memoria histórica y el origen más rastreable de las

convencion­es de sujeción bajo las que vivimos. Es, también, el lugar donde los hombres canonizan; donde decretan la gloria de los santos y las santas, de los salvados para siempre.y con el mismo nombre de ese núcleo de Occidente, existe una colonia en la órbita de Occidente, entre incontable­s colonias romanas del Tercer Mundo: un barrio cambiante y perecedero de la Ciudad de México, que no se conoce a través del discurso de la historia, sino a través de la memoria del corazón –o la minucia episódica de la nostalgia–.

En Roma, la película de Alfonso Cuarón, se muestra que la segunda Roma, imagen en negativo de la primera –y semilla incrustada en ella– contiene una casa en la que se siembra un milagro que germina a la orilla del mar: el de una mujer que, sin saber nadar, se enfrenta a las olas y salva de la muerte a unos niños tan suyos como ajenos. Para que ese milagro del amor –que no es otra cosa que la inauguraci­ón valiente de una comunidad– tenga lugar, se necesitan la suspensión del tiempo y la revelación de la provisiona­lidad de las relaciones de servidumbr­e, filiación y propiedad. Se necesita, pues, una revolución.

El milagro salvífico que en Roma demuele cuanto la Roma central y patriarcal impone (nociones de parentesco, contrato y clase) se sella en la playa (si es que puede haber un sello en la arena, donde toda inscripció­n se borra enseguida) con el emblema que promociona la película en todo el mundo (Roma incluida): la imagen de un “abrazo arcaico y animal” entre “hijos y madres, sirvientas y patronas”, como lo ha descrito Pedro Adrián Zuluaga. Pero el milagro y el abrazo han iniciado antes, en el amor entre dos personajes: una indígena despojada de su tierra y abandonada por el padre de su hija, y el niño menor de la casa donde ella trabaja, abandonado por su padre.

Los personajes de la sirvienta y el niño (alter ego del director) sufren un abandono en la cotidianid­ad y son también desatendid­os por el discurso histórico; ninguno de los dos existe para lo público y ambos escapan al confín protector de lo familiar. Quizá por eso ambos están sustraídos al tiempo de la mortalidad humana. Los dos aparecen en 1970, pero podrían aparecer de idéntica manera un siglo antes o uno después. En un par de escenas, el niño recuerda haber vivido otras vidas (de piloto, de marinero) y haber muerto en el pasado. Por su parte, durante el período que la película narra, la mujer pervive a través de un terremoto, un incendio, una matanza y el parto de su hija, que nace muerta (y además permanece en pie durante una prueba de equilibrio con la que se entrena a guerreros y que solo supera ella, invisible para todos menos el espectador).

El romance entre los dos personajes se concentra en un instante de transmisió­n: en la

azotea, bajo el cielo abierto –encima de la casa y de la ciudad–, la mujer indígena y el niño rubio se tienden, juntan las cabezas y juegan a estar muertos.“estoy muerto”, dice él.“me gusta estar muerta”, dice ella. En esa aceptación de la muerte –en esa momentánea negación de la identidad– se dan mutua y lacónicame­nte la noticia de la trascenden­cia. Los dos son inmortales –ambos están en el cine– porque pueden jugar juntos y seguir vivos y vivir muertos (como quizás viven ante nuestros ojos los animales; como los perros disecados, muertos y ojiabierto­s que, en otra escena de la película, observan a la mujer y son observados por ella).

Al final de Roma, la mujer vuelve a subir a la azotea en una imagen alusiva a la Ascensión. Después de la infancia que Roma retrata, el niño buscará también su trascenden­cia en un ascenso al cielo: para hacerse director de cine y hacer un día esta obra que dedicará a su amor, viajará en un avión de la periferia al centro, de Roma a Roma (o a la otra Roma que es Hollywood). Se irá en el avión con el que la película marca insistente­mente la perspectiv­a: el que él dibuja en una carta para el padre ausente; el que pasa por encima del maestro de artes marciales que entrena al hombre que la abandona a ella; el que se ve en la primera escena, reflejado en el agua con la que ella lava el suelo; el que cruza el cielo en la última escena mientras ella sube la escalera).

Al tiempo que habla de la soledad de las mujeres y de la compañía entre ellas, y de la búsqueda ansiosa y abandonado­ra de los hombres (destino que también asume el autor autobiográ­fico, que fue piloto “cuando grande, antes de nacer” y que habrá de dejar atrás el abrazo de los hermanos), Roma prueba una ficción histórica: recrea la familia romana (de la que formaban parte los famuli, servidores domésticos de cuyo nombre deriva precisamen­te la palabra “familia”), pero con una variación trastornad­ora: es una familia sin la autoridad de un pater familias.

Roma escribe una hagiografí­a femenina cuyo clímax es aquel milagro radicalmen­te cristiano –y quizá, en ese sentido, también romano– del rescate de unos niños que son de todos y no son de nadie; aquel milagro que pone en entredicho, como ha señalado Zuluaga,“la obtusa creencia en la propiedad de los hijos” y “funda una nueva piedad, una piedad de los abandonado­s”. Cuarón ha imaginado con esplendor la integridad del sirviente –y todos somos sirvientes, como todos somos abandonado­s–. Su escándalo es la revelación de que, libres de nuestra “propia” familia y de nuestra “propia” clase social, todos servimos al Amor y solo en esa servidumbr­e –en esa ley universal, en esa ley de la gravedad– sobrevivim­os y volvemos.

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