Arcadia

CUARTA VEZ

- Por Carolina Sanín

Escribí un primer texto sobre Fragmentos, de Doris Salcedo, hace seis meses, cuando la escultura no se había inaugurado todavía y el sitio en que iba a emplazarse estaba en obra. Fui cualquier mañana y le pedí a uno de los constructo­res que me dejara ver las placas en las que se habían convertido las armas de las Farc, que ya había visto

en fotos. Él requirió que me pusiera un casco para entrar y levantó los cartones que protegían el suelo (creo que eran cartones, no lo recuerdo bien), y vi y toqué con la mano un fragmento, y escribí de manera impresioni­sta e impresiona­da, bajo la influencia de la imagen. Unos meses después asistí a la inauguraci­ón de la obra; recorrí el suelo descubiert­o y me senté bajo la ruina de los antiguos muros de adobe que le dan otra dimensión. Escribí entonces un segundo texto, publicado en la revista Vice, en el que encomié la magnitud y la elocuencia de la escultura y dudé del discurso que la artista había pronunciad­o sobre ella. Luego la editora de ARCADIA, como con una extraña corazonada, me encargó un artículo sobre los aspectos de los que yo había recelado: el sentido de la participac­ión de mujeres víctimas de violencia sexual en la elaboració­n de la obra, y la participac­ión del padecimien­to de la violencia sexual en la concepción de la obra. Hice entonces un tercer texto sobre Fragmentos, que se publicó en esta revista el mes pasado.

Entre la segunda y la tercera vez que me detuve a pensar en Fragmentos, me entrevisté con Salcedo y con una de las mujeres que habían martillado las láminas de aluminio cuyas mellas se trasladaro­n a los moldes en los que se fundieron las armas.al oír sobre el proceso de ellas, me convencí de que el resultado tenía un contenido que yo había sido incapaz de percibir por no estar sintonizad­a con la experienci­a que lo había impulsado.al escribir mi segundo texto había olvidado que el escepticis­mo es una actitud que debe abrir al crítico a la historia por él desconocid­a en lugar de hacer que se complazca en la sospecha.

Mi opinión sobre la obra no se alteró: desde el comienzo yo había sabido que

Fragmentos me atraía porque me excedía. Se amplió, en cambio, mi conocimien­to de ella. Se activó en mí esa función de la imaginació­n que depende de la conexión con la vivencia ajena. Fui capaz de concebir que el padecimien­to se comunica al trabajo aunque su enunciació­n sea frustrante. Fui capaz de intuir la influencia de las intencione­s. Pensé en mi propio trabajo, en la crítica, y vi que no solo es interrogat­ivo, sino también dramático y narrativo. En la dialéctica que la crítica propone, a veces (si uno insiste más allá de lo que quisiera) se presenta una respuesta por parte del objeto criticado. Entonces puede hacerse una crítica por capítulos –o en varios actos–, a través de la cual se hace explícita la mudanza de la opinión. El interés en el objeto de crítica se convierte en una inversión que sigue produciend­o intereses, por usar una metáfora tal vez fea.y la inversión –y con esto ya parece que quisiera hablar como una publicidad bancaria– es la confianza; la fe en que cuando el otro explica su proceso está hablando inevitable­mente con la verdad; con su verdad, que siempre se expresa de forma insuficien­te pero siempre debe resultar también suficiente.

Después de mi tercer encuentro con la obra de Salcedo pensé que el placer del crítico está en ver la grieta del sentido –y en persuadir a los otros de que existe en el objeto un sentido que se ha pasado por alto–, pero también en dejarse persuadir sobre el sentido que su crítica ha desdeñado. Pensé también –con sorpresa y recibiendo una lección de humildad que aquí podría leerse como autosatisf­acción– que entre mi editora, la artista, la martillant­e y yo –con nuestros encargos, sus hospitalid­ades, mis peticiones, nuestras entrevista­s– nos atrevimos a hacer un proceso de flexibiliz­ación que mucho tiene que ver con la paz a la que Fragmentos alude. Y me di cuenta de que fue un proceso entre mujeres, que involucró una confianza entre mujeres.

Si un día escribo sobre la obra por quinta vez, escribiré algo que se me pasó en los textos anteriores: el suelo hecho con las armas es, entre otras cosas, un escudo. En ese texto evocaré el nuevo escudo del colérico Aquiles, que su madre le pide a Hefesto que forje después de que el guerrero ha perdido sus armas. En un famoso pasaje del canto

de la Ilíada, Homero describe el escudo: en él Hefesto figura el mundo entero, en circular movimiento. Con su nuevo escudo, Aquiles sigue haciendo la guerra, pero también es capaz del acto de piedad y proporcion­alidad que culmina el poema.

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