LA MIRADA DEL DIABLO
Este año el FICCI presenta una nueva muestra de cine indígena. Y al igual que con el cine sobre las comunidades negras, muchos pueblos afirman que los demás no han sabido entender –y por ello, representar– su visión del mundo. El cine sobre temas indígenas ha planteado en muchos casos una apropiación distanciada y una interpretación injusta.
Episodios en la vida de un marqués viajero”, así debería titularse este texto, porque hay un documental que se exhibirá en el ficci, El marqués de Wavrin, del castillo a la selva, que muestra imágenes que un aristócrata europeo recopiló desde 1913, y durante tres décadas, en diferentes viajes a Suramérica. Allí el marqués de Wavrin accedió a decenas de comunidades indígenas, desde Argentina hasta Colombia, y las grabó. Y este texto nació de esa película, en la que Grace Winter y Luc Plantier recuperaron el archivo de aquel hombre que, hasta el nacimiento del cine sonoro y a color, fue famoso y aclamado en Europa por obras como Au centre de l’amérique du Sud inconnue (1924) o Au Pays du Scalp (1931).
Este año, además, el ficci tendrá una nueva muestra de cine indígena, que incluye ese documental entre sus títulos. Ambas cosas llevan a algo necesario: a hacerse preguntas sobre lo que estamos viendo. ¿Cómo es y ha sido la mirada que el cine ha dado a las comunidades indígenas? ¿Cómo ha sido esa mirada en un país como el nuestro? ¿Puede hablarse de cine indígena?
Para comenzar, el inicio del documental del marqués: silencio, pantalla negra y esta frase: “Si un hombre se encuentra a otro, dirá: soy un hombre, ¿quién eres tú? El otro responderá: yo también soy un hombre”. Aquí, varias claves: el hombre, quién se es, cómo vemos a alguien que es distinto y cómo nos ve él. El otro, por supuesto; la fascinación y el miedo por el otro que ha guiado al mundo por guerras y odios.
El propósito de estas páginas no es explicar esos conceptos, ni dar respuesta a las preguntas antes mencionadas. Estas páginas serán más bien un acercamiento a cómo se han registrado o representado los pueblos indígenas.
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Antes del marqués de Wavrin, los primeros en registrar fotográficamente a grupos indígenas en Suramérica fueron hombres como el etnólogo alemán Theodor Koch-grünberg, que documentó comunidades en Brasil y Venezuela, o el cineasta portugués Silvino Santos, que realizó diferentes documentales en el Amazonas, como No Paiz das Amazonas (1921). Tal y como lo prueban las imágenes recuperadas de la Cinemateca Real de Bélgica, Wavrin es uno de los pioneros en registrar a comunidades indígenas en esta parte del mundo y, quizá, el primero en grabar en movimiento a indígenas colombianos, como lo hizo con los guahibo o los motilones.
Mirar los intentos iniciales de estos viajeros por registrar a un hombre “distinto” a ellos conduce necesariamente a pensar en la idea de la antropología clásica, que plantea tres conceptos para entender el mundo: salvajismo, barbarie y civilización. Los primeros acercamientos de Europa con África, Asia y América se sustentaron en, como dice el crítico de cine Carlos Mario Pineda, “estudiar al otro, pero en la medida en que es muy diferente a mí”. De ahí que muchas miradas etnográficas de comienzos del siglo xx estén sustentadas por la curiosidad de encontrar en el otro un ser extraño, misterioso, oscuro, muchas veces malo: el extraño salvaje.
Pero, como ya es ampliamente conocido, esta mirada clásica comenzó a reevaluarse con aportes como los del antropólogo polaco Bronisław Kasper Malinowski, quien a partir de sus acercamientos a los pueblos de las islas de Trobriand (Nueva Guinea), entre otros lugares, les legó a los estudios sociales lo que se conoce como “trabajo de campo”. Mientras este filósofo de formación introducía su concepto de “observador participante”, el marqués Wavrin comenzaba a hacer lo propio de manera intuitiva, como quedó registrado en los libros que escribió y en sus apuntes de viaje, al punto de buscar intérpretes cercanos y locales como una manera de ingresar a una comunidad, y respetar los pasos que cada una le exigía para convivir con ella.
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“Uno se pone a charlar con el prójimo, y trata de saber qué está pensando. Parece imposible llegar a averiguarlo si no es por una larga serie de inferencias. ¿Qué hay más encerrado y mediado que la actividad psíquica? Y aún así, esta se expresa en el lenguaje, que está en el aire y solo pide ser oído. Uno se estrella contra las palabras, y sin saberlo ya ha llegado al otro lado y está en el cuerpo a cuerpo con el pensamiento ajeno”. Esto escribe César Aira en su novela Un episodio en la vida del pintor viajero (2005), en la que narra las aventuras en la Argentina del pintor Johann Moritz Rugendas, en el siglo xix, y su deseo por encontrar en sus dibujos y pinturas la llave que le permitiera ver con amplitud y verdad el mundo nuevo que sus ojos observaban. Y nada parece ser más adecuado para hablar de lo que hablamos en este texto que aquellas palabras. Parece imposible, y a veces nos empeñamos en que lo sea, llegar a averiguar qué piensa el otro, cuál es su mundo. Pero todo “está en el aire y solo pide ser oído”. Solo pide un poco de atención, generosidad, desarme, empatía.
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En el libro El indígena en el cine y el audiovisual colombianos: imágenes y conflictos, de Angélica María Mateus, la autora concluye que hasta su publicación, en 2013, en nuestro país se habían desarrollado más de 150 producciones relacionadas con las comunidades indígenas. Además, Mateus divide esta historia en tres periodos: en el primero, de 1929 a 1964, los acercamientos iniciales intentaron redescubrir desde la imagen en movimiento el mundo indígena (entre los pioneros se menciona al marqués belga); el segundo, de 1968 a 1980, coincide con el protagonismo de los indígenas en la lucha nacional por la protección de sus territorios y la defensa de sus derechos; y durante el tercero, de 1980 hasta el presente, se han dado los cambios más profundos en las maneras como se representa al indígena, a partir de las grabaciones realizadas por ellos mismos y las aprobaciones necesarias que debe cumplir cada producción realizada por alguien no indígena, todas ligadas a las costumbres propias de cada grupo.
Además, Mateus dedica un capítulo a los temas que han sido fundamentales en las últimas décadas en el cine sobre indígenas: tierra, violencia y conflictos culturales.
Una obra fundamental de nuestra cinematografía muestra esa problemática: Nuestra voz de tierra, memoria y futuro, de Marta Rodríguez y Jorge Silva, ganadora en 1982 de múltiples premios en festivales –ganó, por ejemplo, cuatro premios en el Festival Internacional de Cine de Cartagena de ese año, incluyendo Mejor película–, y considerada uno de los mejores documentales del cine latinoamericano. Ese filme acaba de ser restaurado y exhibido nuevamente en la sección Forum del Festival de Cine de Berlín. Rodríguez y su cine son un capítulo importante para comprender las miradas a lo indígena desde lo audiovisual, principalmente por esta película y sus símbolos. A ello volveré más adelante.
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“Para entender la mentalidad de los indígenas hay que ponerse en su piel: olvidar nuestros conocimientos y percepción del mundo, y observarlos con los conocimientos de quienes aspiramos a comprender”, se oye en el documental del marqués, se lee en alguno de sus libros.