El adorno y la memoria
La sembradora de cuerpos Philip Potdevin Seix Barral | 112 páginas
Frida y Coronado. Ella es una adolescente de Las Brisas (el nombre recuerda inevitablemente la masacre) que recorre su pueblo desolado y derruido después de que sus habitantes fueran expulsados por los paramilitares. Duerme bajo una mesa en las ruinas de la escuela y viste todos los días el vestido que le regaló su última profesora, a quien asesinó la guerrilla tras acusarla de ser colaboradora.
Él es un pescador que recoge fragmentos de cuerpos que bajan por el río para enterrarlos, a pesar de los reproches de sus vecinos, a las afueras del pueblo. Construye un cementerio tan real por los despojos que contiene, como irreal por las identidades y los nombres que les asigna cuando, en un acto de creación, los entierra juntos, imaginando que pertenecieron al mismo cuerpo. Estas poderosas imágenes, sin embargo, les hacen juego a una estructura cuyo centro es que “lo bonito es estar vivo”. Por eso, su fuerza como metáforas del desamparo resulta siendo subsidiaria.
La novela puede leerse como un relato de formación sobre el proceso de autodescubrimiento de Frida: quiere sentirse atada a su pueblo y a sus orígenes afro; sentir que ella también, como los fundadores de Las Brisas, nació de la tierra que habita.aprenderá a vivir en la desolación, a pescar, a navegar el río, a entender el canto de los pájaros y a enterrar los cuerpos desmembrados, y en eso encuentra su realización. Sus raíces, sin embargo, se retratan con escenas costumbristas en que aparecen detalladas las formas de las casas, las comidas, los cantos, los rituales. Esas descripciones, supuestamente fieles, terminan etnificando a la comunidad. Algo parecido sucede con el aprendizaje de Frida, narrado como un proceso de purificación a través del acercamiento a la naturaleza que remite a la idea del “buen salvaje”, en particular a la versión en la que “lo natural” es superior a lo histórico, un lugar común presentado sin suficientes matices.
El rasgo más problemático de la novela es que está construida sobre la idea de que la literatura es una serie de relatos cruciales para un país, que deben ser recordados y por lo tanto contados con un lenguaje que los haga especiales; uno poético, pero vacío, porque es adorno y no pensamiento. Aunque el narrador describe con grandilocuencia los colores de un río y el canto de decenas de pájaros, usa, por ejemplo, un eufemismo para nombrar la menstruación.
La novela, además, parece partir de la idea de que la literatura debe ser “la voz de los que no tienen voz”. Sin embargo, es problemático construir una narración sobre las víctimas de un conflicto bajo la premisa de que la voz es algo que se le presta a alguien inferior, enmudecido, para que diga lo que se supone que debería decir si tan solo pudiera hablar.
Así, la novela puede leerse como una serie de anécdotas maquilladas. Por eso, ni relato ni palabra se muestran en sus realidades más prodigiosas: el relato no es el lugar de las contradicciones y las tensiones (el lugar del tiempo), ni el lenguaje es el lugar de la expresión de la vida, es decir, del símbolo y la mentira. La novela, entonces, transmite una realidad (cerrada y establecida por una única voz) con el objetivo de que “no se repita”, y olvida que está hecha de palabras. Olvida que la literatura es el lugar de la creación, o sea de la ambivalencia, la duda y la bruma originaria, no de la certeza con la que se desea recordar algo como sucedió, aunque paradójicamente se vista de ficción.