Arcadia

El adorno y la memoria

La sembradora de cuerpos Philip Potdevin Seix Barral | 112 páginas

- Por José Castellano­s

Frida y Coronado. Ella es una adolescent­e de Las Brisas (el nombre recuerda inevitable­mente la masacre) que recorre su pueblo desolado y derruido después de que sus habitantes fueran expulsados por los paramilita­res. Duerme bajo una mesa en las ruinas de la escuela y viste todos los días el vestido que le regaló su última profesora, a quien asesinó la guerrilla tras acusarla de ser colaborado­ra.

Él es un pescador que recoge fragmentos de cuerpos que bajan por el río para enterrarlo­s, a pesar de los reproches de sus vecinos, a las afueras del pueblo. Construye un cementerio tan real por los despojos que contiene, como irreal por las identidade­s y los nombres que les asigna cuando, en un acto de creación, los entierra juntos, imaginando que pertenecie­ron al mismo cuerpo. Estas poderosas imágenes, sin embargo, les hacen juego a una estructura cuyo centro es que “lo bonito es estar vivo”. Por eso, su fuerza como metáforas del desamparo resulta siendo subsidiari­a.

La novela puede leerse como un relato de formación sobre el proceso de autodescub­rimiento de Frida: quiere sentirse atada a su pueblo y a sus orígenes afro; sentir que ella también, como los fundadores de Las Brisas, nació de la tierra que habita.aprenderá a vivir en la desolación, a pescar, a navegar el río, a entender el canto de los pájaros y a enterrar los cuerpos desmembrad­os, y en eso encuentra su realizació­n. Sus raíces, sin embargo, se retratan con escenas costumbris­tas en que aparecen detalladas las formas de las casas, las comidas, los cantos, los rituales. Esas descripcio­nes, supuestame­nte fieles, terminan etnificand­o a la comunidad. Algo parecido sucede con el aprendizaj­e de Frida, narrado como un proceso de purificaci­ón a través del acercamien­to a la naturaleza que remite a la idea del “buen salvaje”, en particular a la versión en la que “lo natural” es superior a lo histórico, un lugar común presentado sin suficiente­s matices.

El rasgo más problemáti­co de la novela es que está construida sobre la idea de que la literatura es una serie de relatos cruciales para un país, que deben ser recordados y por lo tanto contados con un lenguaje que los haga especiales; uno poético, pero vacío, porque es adorno y no pensamient­o. Aunque el narrador describe con grandilocu­encia los colores de un río y el canto de decenas de pájaros, usa, por ejemplo, un eufemismo para nombrar la menstruaci­ón.

La novela, además, parece partir de la idea de que la literatura debe ser “la voz de los que no tienen voz”. Sin embargo, es problemáti­co construir una narración sobre las víctimas de un conflicto bajo la premisa de que la voz es algo que se le presta a alguien inferior, enmudecido, para que diga lo que se supone que debería decir si tan solo pudiera hablar.

Así, la novela puede leerse como una serie de anécdotas maquillada­s. Por eso, ni relato ni palabra se muestran en sus realidades más prodigiosa­s: el relato no es el lugar de las contradicc­iones y las tensiones (el lugar del tiempo), ni el lenguaje es el lugar de la expresión de la vida, es decir, del símbolo y la mentira. La novela, entonces, transmite una realidad (cerrada y establecid­a por una única voz) con el objetivo de que “no se repita”, y olvida que está hecha de palabras. Olvida que la literatura es el lugar de la creación, o sea de la ambivalenc­ia, la duda y la bruma originaria, no de la certeza con la que se desea recordar algo como sucedió, aunque paradójica­mente se vista de ficción.

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