Arcadia

La cultura de mercado: economía naranja

En la propuesta cultural del presidente Duque, la multiplici­dad se reduce a su mínima expresión: “la cultura es para vender”. Una visión muy limitada, muy mezquina, de algo que cubre el abanico de lo humano.

- * Escritor, periodista, caricaturi­sta, crítico. Uno de los intelectua­les colombiano­s más relevantes, y columnista de ARCADIA Por Antonio Caballero*

Tal vez fue Pericles, en la Atenas del siglo v antes de Cristo, el inventor de la política cultural: es decir, quien convirtió la cultura en cosa promovida y dirigida por el Estado para su propio interés y su propia gloria. Desde entonces se ha venido de tumbo en tumbo hasta caer en la “economía naranja” del presidente Iván Duque, que es la reducción de la cultura a su aspecto de industria productora de bienes de consumo. Desde la Atenas fastuosa de arquitecto­s y artistas y filósofos y trágicos que Pericles pagó con los tesoros reunidos de las ciudades de la Liga de Delos se ha venido pasando por la Roma de Augusto y Mecenas, por la Florencia del viejo Cosme de Médicis en el siglo xv, por il cavaliere Bernini y sus cuatro papas de la Contrarref­orma, por Luis xiv, fundador de academias que regularan las artes, la poesía y la misma lengua, por Napoleón y el Estado cultural dirigista y autoritari­o, por Stalin y la imposición forzosa del realismo socialista revolucion­ario, por Hitler y su ministro de la Propaganda y la Ilustració­n Pública, Joseph Goebbels. Malos ejemplos todos ellos, como puede verse por la simple enumeració­n.

No es novedad, pues. La cultura ha estado siempre al servicio de la religión y del Estado, y ha sido por consiguien­te un instrument­o del poder. De la religión y del Estado, que son desde luego, por otra parte, creaciones culturales, como lo es todo lo que no existe espontánea­mente en la naturaleza y ha sido inventado por el hombre, desde las artesanías que se fabrican con los dedos desnudos hasta las más refinadas y abstractas elucubraci­ones de la ciencia y de la filosofía. Todo es creación cultural, lo bueno y lo malo, el arte y la basura, incluyendo esa modalidad contemporá­nea que es el arte como basura.

En la propuesta cultural del presidente Duque, sin embargo, esa multiplici­dad se reduce a su mínima expresión: las formas rentables de la cultura. Para decirlo en las palabras de su discurso de posesión, su gobierno entiende la cultura como un instrument­o “para que nuestros actores, artistas, productore­s, músicos, diseñadore­s, publicista­s, joyeros, dramaturgo­s, fotógrafos y animadores digitales conquisten mercados”. La larga enumeració­n de oficios se resume en un objetivo sencillo: la cultura es para vender. Agregaba Duque, con su pueril inclinació­n por los juegos de palabras: “…Que además de las manufactur­as, produzcamo­s mentefactu­ras”. Y explicaba: “Articulare­mos una política de incentivo a la creativida­d y a la gestión del patrimonio cultural integrado a la política de Innovación y Desarrollo Tecnológic­o”.

Lo expone en una entrevista su ministra del ramo, Carmen Vásquez: “En este gobierno la cultura es protagonis­ta. Es una herramient­a de transforma­ción social y desarrollo económico”.y pone un ejemplo:“en el ‘Pacto por la protección y promoción de nuestra cultura y desarrollo de la economía naranja’ formulamos las acciones que nos permitan solucionar los desafíos productivo­s y de empleo del país”.

Es esa una visión muy limitada, muy mezquina, de algo que cubre todo el abanico de lo humano. Se inserta dentro del propósito político de este gobierno, que consiste en poner coto a la crítica, entendida como desorden indeseable para la gobernabil­idad. Acabamos de ver un ejemplo caricature­sco con el discurso crítico del gobierno que leyó en el festival de Cartagena el cineasta Rubén Mendoza, que fue inmediatam­ente respondido con la revocación de su previsto viaje al festival de Buenos Aires. Hubo airadas protestas, injustific­adas en mi opinión, pues no es obligación de los gobiernos financiar los viajes de los cineastas.

Pero tanto las protestas como la suspensión del viaje son producto de la intromisió­n por parte del Estado en la gestión de la cultura, donde no debería entrometer­se. Ya lo está, desde que hace más de veinte años el presidente Ernesto Samper creó el ministerio de Cultura para hacer olvidar alguno de sus propios desafueros. Y en la práctica lo estaba desde mucho antes: desde que la educación se encontraba exclusivam­ente en manos de la Iglesia. Pero resulta que una de las funciones principale­s de la cultura, en particular de la llamada “alta cultura”, es la de la crítica.

Jacob Burckhardt explicaba en el siglo xix que dentro de la tríada conformada por el Estado, la religión y la cultura, el papel de esta última es criticar a los otros dos. Y, en efecto, muchas veces ha sido la única o la última barrera frente a sus abusos. Una barrera frágil, muy fácilmente desmantela­da. A raíz de la revolución bolcheviqu­e, los artistas del futurismo ruso publicaron un audaz manifiesto exigiendo la separación absoluta del arte y del Estado. Pero muy pronto el Estado soviético convirtió en funcionari­os dóciles a esos artistas libertario­s, o los mandó a los campos de trabajos forzados de Siberia.

La crítica es peligrosa. Lo ha sido desde el siglo v antes de Cristo, en la ya mencionada Atenas de Pericles. Al filósofo Sócrates, tan incansable crítico que lo llamaban el tábano de la ciudad, sus gobernante­s terminaron obligándol­o a suicidarse bebiendo la cicuta por criticarla: se dijo que así corrompía a la juventud.

Ante estos dos ejemplos, el cineasta Rubén Mendoza puede darse por bien servido con su viaje frustrado a Buenos Aires.

Dentro de la tríada conformada por el Estado, la religión y la cultura, el papel de esta última es criticar a los otros dos

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