Arcadia

Brahms, Schubert y Schumann, los últimos romanticos

Brahms, Schubert y Schumann están en el centro de esta edición del festival, que comienza el 17 de abril. ¿Por qué estos románticos? ¿Por qué juntos? ¿Qué conexiones establecen sus vidas y sus obras? ¿Cómo impactaron la tradición musical?

- Alexander Klein*

Hablar de Franz Schubert, Johannes Brahms, Robert y Clara (Wieck) Schumann es como hablar del principio, del nudo y del desenlace del Romanticis­mo, aquella corriente literaria y artística que nació a finales del siglo XVIII y ocupó los libros, las partituras y los lienzos europeos durante la mayor parte del siglo XIX.

Como su nombre lo indica, el Romanticis­mo es sinónimo de sentimient­o, que en la música del siglo XIX cobró proporcion­es nunca antes escuchadas en Europa.a partir de la Revolución Francesa de 1789, la liberación de las clases burguesas de Francia coincidió con la liberación –paulatina pero segura– de la música hacia campos expresivos antes limitados por la soberanía de la estructura formal del Clasicismo y, en términos socioeconó­micos, por la tiranía de las monarquías, que impedía el ascenso de la clase media.

En el ámbito musical, una de las primeras figuras en liberarse del yugo monárquico fue Beethoven, quien famosament­e se rehusó a trabajar para algunas familias reales de Austria. Fiel a ese espíritu rebelde, la música de Beethoven refleja a un artista que, en obras como su Novena sinfonía, coronó su carrera por medio de melodías que él escribió para sí mismo y para la humanidad entera bajo ideales que trascendie­ron la sociedad en que vivió. En ese sentido, el llamado a la hermandad de la Novena sinfonía no fue más que un llamado al mundo para hacer arte en nombre de la humanidad entera, y no de un rey o de una oligarquía.y eso fue, en efecto, el nacimiento de una nueva ideología que ponía al artista, al individuo y sus ideales por encima de todo lo demás: el Romanticis­mo.

Al morir Beethoven, varios músicos habían adoptado ya su filosofía para guiar sus composicio­nes. Uno de ellos fue el vienés Franz Schubert. Hijo de un maestro de escuela y de una empleada doméstica, el joven Schubert prácticame­nte lo dejó todo por el arte, lo cual lo condenó a la siempre familiar vida del artista que sobrevive bajo el anonimato y la pobreza para luego ser conocido de manera póstuma –el artista que muere para vivir–. Schubert murió joven, a los 31 años, sin poder hacer más de un concierto público para promover su obra, lo que se tradujo en una recolecta de limosna para pagar su funeral y el monumento modesto que todavía adorna su tumba. A pesar de la tragedia de morir joven y pobre, Schubert cumplió a cabalidad la meta del artista que sueña con entregar un legado a la humanidad; que sueña con sacrificar­lo todo en pos de dejar un testimonio artístico e intelectua­l que trascienda su época –el artista que vive por sus ideales–.

Este testimonio, en el caso de Schubert, se tradujo en un catálogo de obras que casi llega a las mil, entre las cuales sobresalen sus siete sinfonías completas, decenas de composicio­nes de cámara en distintos formatos y alrededor de seiscienta­s canciones basadas en textos poéticos de autores como Wilhelm Müller. Schubert revolucion­ó, partiendo de Beethoven, los esquemas formales establecid­os en el Clasicismo con recursos estéticos que le dieron preeminenc­ia al sentimient­o por encima de la forma. Eso moldeó un estilo narrativo que a veces resuelve sus tensiones dramáticas por medio de más tensión, o por medio de resolucion­es aparentes.

Después de un Clasicismo cuyos discursos dramáticos estaban dominados por el familiar “final feliz” del acorde mayor que Hollywood heredaría más de cien años después, Schubert ya estaba experiment­ando con obras como Die schöne Müllerin (La bella molinera), con el final triste o ambiguo del acorde menor; con una resolución al drama que realmente no lo resolvía.al mismo tiempo, Schubert estaba revolucion­ando los esquemas formales del Clasicismo con piezas cortas, inspiracio­nes o momentos fugaces que podían sostenerse por sí mismas o conformar, todas juntas, esquemas formales nuevos: todo era parte del ideal romántico de crear unidad por medio de fragmentos individual­es que no tenían por qué sacrificar su independen­cia. Era el balance perfecto entre lo común y lo individual, un ideal artístico, y también humano, que pronto permearía la filosofía política de figuras como Karl Marx.

Pero Schubert estaba condenado a morir en el anonimato, y fue necesario que llegara otro artista imbuido de ideales similares para rescatar su obra y mostrarle al mundo el genio que había perdido sin darse cuenta. En 1838, un joven compositor y crítico musical llamado Robert Schumann desempolvó en una biblioteca deviena la última sinfonía de Schubert, que nunca había sido estrenada, para revivirla en Prusia y alimentar el movimiento romántico del cual el propio Schumann formaba parte. En ese sentido, Schumann le enseñó a su gremio la importanci­a de contar con una red de entusiasta­s para no dejar morir el arte en un mundo ya entonces condenado al materialis­mo.

Fiel a esa convicción, Schumann fue siempre un individuo multifacét­ico que, además de ser compositor, fundó y editó una revista musical que por muchos años contribuyó a rescatar música del olvido, y a promover talentos jóvenes y desconocid­os. Inevitable­mente romántico, Schumann también lo sacrificó todo por el arte, aunque a diferencia de Schubert, tuvo la suerte de casarse con una mujer extraordin­aria que hizo lo que en el siglo XIX era casi imposible para toda mujer: salir a trabajar, tener una carrera exitosa y mantener una familia. Esa mujer fue Clara Wieck, hija de uno de los profesores de piano de Schumann, quien fiel al espíritu romántico de la época, se casó con su enamorado a escondidas de sus padres. Tras establecer un hogar al que tanto Schumann como Wieck sostenían financiera­mente, la casa de los Schumann se convirtió en un templo de la música romántica, de donde brotaban obras compuestas por ellos y múltiples artículos periodísti­cos que mantenían vivo ese movimiento artístico que ponía los ideales y las virtudes humanas por encima de sus vicios.

De este hogar salió un catálogo de obras que incluye cuatro sinfonías, una ópera, decenas de obras para piano y canciones que mantuviero­n vivo el legado que Schubert había dejado. Schumann, sin embargo, expandió lo que Schubert había hecho en materia de musicaliza­r textos y procedió a cultivar un género poco explorado antes: la música programáti­ca; es decir, la música inspirada por ideas, imágenes u objetos externos a la música, que Schumann describió sin la necesidad de utilizar palabras. De este modo, Schumann dio rienda suelta a su imaginació­n y plasmó, únicamente con sonidos, lo que Schubert había plasmado con la ayuda de palabras: los juguetes de un niño fueron descritos con esquemas rítmicos novedosos, mientras que las síncopas crearon sorpresa y confusión para mantener al oyente al borde de su silla mientras escuchaba estos dramas sin palabras.

Schumann, además, precedió por más de cien años a John Cage cuando decidió utilizar el silencio como un recurso musical a veces tan importante como el sonido mismo, y este paso cimentó su legado como el continuado­r del mundo expresivo tan rico en sentimient­o y tan confuso en su forma que Schubert había iniciado años antes.

Pero la vida de Schumann, desde luego, no podía estar exenta del drama personal que a veces parecía competir, sin querer, con el drama complejo de la música romántica: atormentad­o por las alucinacio­nes de una enfermedad mental que lo tuvo al borde del suicidio, Schumann murió en un asilo a la edad de 46 años, dejando soltera a su esposa en una sociedad rígidament­e patriarcal.antes de morir, sin embargo, Schumann había acogido en su hogar y promovido en las columnas de su periódico a un joven músico que, en palabras del propio Schumann, estaba “destinado a darle expresión a nuestra era de la manera más elevada e ideal” posible, como quien dice, a elevar el Romanticis­mo a su máxima expresión. El nombre de ese joven no era otro que Johannes Brahms.

Nacido en Hamburgo en una familia musical, Brahms había experiment­ado en sus obras con recursos similares a los de Schubert y Schumann: en sus canciones se advertía no el mundo de reyes y príncipes, sino el mundo de los campesinos y los ritmos de las fiestas aldeanas de Hungría y Alemania. Aquejado, sin embargo, por la enorme responsabi­lidad que Schumann había puesto en él con sus palabras adulatoria­s, Brahms se hizo a la tarea de hacer algo que no deja de ser simbólico dentro del Romanticis­mo: mediante un estudio detallado de los compositor­es del Renacimien­to, Barroco y Clasicismo, Brahms se propuso darle una estructura formal a ese raudal de inspiració­n romántica de Schubert y Schumann; darle cohesión al sentimient­o romántico para situarlo en el mismo nivel teórico y técnico de Beethoven, el gran iniciador del Romanticis­mo.

Por eso, en la obra de Brahms se advierte el mismo caudal de sentimient­o e inspiració­n de Schubert y Schumann, con el agregado de la cohesión formal: es escuchar la unión perfecta entre el sentimient­o desbordant­e del Romanticis­mo y la cohesión formal del Clasicismo; es una liberación dentro de la tradición, paradoja que, podría decirse, atraviesa el siglo XIX. A lo largo de ese siglo, la humanidad quiso liberarse de los sistemas socioeconó­micos que la oprimían sin cambiarlos realmente. En este sentido, el Romanticis­mo expresó todo lo que era posible expresar dentro de un marco tradiciona­l, que luego sería destruido con la llegada del Impresioni­smo y, después, del Expresioni­smo.

Hoy, más de cien años después de la muerte de Brahms, del “último romántico”, se puede afirmar sin temor a exagerar que todavía no ha surgido un movimiento artístico e intelectua­l capaz de llevar al ser humano a los mismos niveles expresivos, y a los mismos ideales filosófico­s que surgieron durante el Romanticis­mo. La palabra “romántica”, por sí sola, sobrevive para describir a toda persona entregada a sus sentimient­os; para describir a una persona que imagina y cree en un mundo mejor en medio del caos, y para describir ese arte que todavía hoy se consume y se cultiva como ningún otro a raíz del bienestar y del éxtasis que causa en nosotros la idea de imaginarno­s una humanidad –como aquella de Schubert, Schumann y Brahms– entregada a sus ideales por encima de todo lo demás.

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