Arcadia

Lo que nos dice la filosofía sobre nuestro trato a los animales

¿Por qué tratamos a los animales como lo hacemos? ¿Podría la filosofía llevarnos a dar una considerac­ión moral a su existencia?

- Simón Ganitsky*

Cuentan que una vez Pitágoras pasó caminando junto a un hombre que golpeaba a un perro. Lo increpó diciéndole:“no lo golpees. He reconocido el alma de un amigo al oír su voz en los aullidos”. Según Diógenes Laercio, Jenófanes de Colofón contaba esta historia para ridiculiza­r la teoría pitagórica de la metempsico­sis, la doctrina de que las almas migran de cuerpo en cuerpo. Pero la anécdota también ilustra el trato y la considerac­ión que Pitágoras les daba a los animales: los aullidos del perro eran un lamento, una queja, una exigencia, e imponían una obligación moral a quien los oyera. Según algunos autores posteriore­s, Pitágoras les exigía a sus discípulos abstenerse de comer carne de cualquier animal, de vestir con lana, de participar en sacrificio­s animales e incluso de tratar con carniceros o cazadores. Durante mucho tiempo después de la muerte de Pitágoras a principios del siglo v a. C., la acepción más común de “pitagórico” fue “vegetarian­o”.

¿Significa esto que los antiguos griegos tenían ante los animales una actitud de auténtico respeto y cuidado, actitud que hoy en día podría considerar­se entonces minoritari­a? ¿Para fundamenta­r un trato ético y compasivo de los animales bastaría con dirigir nuestra mirada al pensamient­o de la Antigüedad?

Es imposible entender el pensamient­o de la Antigüedad –incluso únicamente el griego– como una doctrina unificada ante ningún tema. Y la actitud de los antiguos griegos precisamen­te ante los animales no humanos era compleja, contradict­oria, cambiante y multifacét­ica, y lo mismo podría decirse de la actitud de los humanos ante los otros animales en cualquier época y región. Mientras Pitágoras defendía el trato ético de los animales, los estoicos insistían en que ellos no eran más que cosas y Aristótele­s creía que eran esclavos por naturaleza.

La pregunta podría entonces formularse de una manera más amplia: ¿qué nos hace tratar a los animales como los tratamos? ¿Se trata de una teoría filosófica o de una doctrina religiosa? ¿Reaccionam­os compasivam­ente ante el sufrimient­o de algunos animales mientras que decidimos ignorar el de otros a causa de un conjunto de creencias que conforman nuestra visión de mundo? Una mirada breve al lugar de los animales en algunos momentos de la historia del pensamient­o occidental puede ayudar a aclarar, por un lado, la relación entre lo que creemos sobre ellos y lo que creemos sobre nosotros mismos y, por el otro, la manera como nos comportamo­s ante los otros animales.

LO HUMANO Y LO ANIMAL

La actitud de Pitágoras fue más bien atípica dentro de la ecléctica y discontinu­a tradición del pensamient­o filosófico que va del siglo vi a. C. al siglo v d. C. En términos generales, los antiguos eran antropocen­tristas, considerab­an que los seres humanos ocupaban un lugar central y privilegia­do en el orden de las cosas. En las diversas sociedades a las que nos referimos como “sociedades antiguas”, los animales domésticos eran propiedad de los humanos. Pero en las sociedades antiguas, ser una forma de propiedad no diferencia­ba a los animales de los seres humanos, o por lo menos no de todos los seres humanos. Las sociedades antiguas de gran parte de Asia, Europa y el norte del África eran sociedades esclavista­s en las que algunos seres humanos, al igual que los animales domésticos, eran propiedad de otros hombres.

Lo anterior quiere decir que, aunque no ocuparan el mismo lugar en el esquema del mundo, entre los seres humanos y los animales no había una diferencia esencial. Para los griegos, los esclavos no eran, por ejemplo, una raza ni una casta distinta: casi cualquier hombre libre podía terminar vendido como esclavo, de manera que entre los seres humanos y los otros animales no había una barrera infranquea­ble. La conciencia de que entre unos y otros hay más similitude­s que diferencia­s esenciales puede verse también en las criaturas híbridas de las mitologías antiguas. En la griega, el centauro y el minotauro apuntan a la proximidad que percibían los antiguos entre lo humano y lo animal.

La cercanía de lo animal debía sentirse como una amenaza. Precisamen­te, aunque los griegos no buscaran diferencia­r de manera esencial ni excepciona­l lo humano de lo animal, sí hacían esfuerzos, en especial desde finales de la época arcaica (siglo vii a. C.), por diferencia­rse de los extranjero­s, de los bárbaros. El lugar de los hombres libres, de los ciudadanos, de los miembros de la comunidad política –de la polis– era distinto del lugar de los extranjero­s, de las mujeres, de los esclavos y, también, del lugar de los animales. Pero esa diferencia, que no era esencial, debía ser afirmada constantem­ente: los griegos sentían, al igual que sintieron después los romanos con su imperio, que su lugar superior y central se definía mediante el sometimien­to de todo lo que no eran: de los extranjero­s, de las mujeres, de los esclavos y de los animales.tanto para los griegos como para los romanos, los egipcios eran inferiores por ser adoradores de los animales y, por tanto, por ser como los animales en sus costumbres.

Parecería que dentro de la visión de mundo naturalist­a de la Grecia clásica, todos los humanos eran, en un sentido, también animales; pero así como sometían al extranjero, a la mujer, al esclavo y al animal, los hombres debían someter la parte animal que tenían dentro de sí.tenía esto en mente Epicteto, el moralista estoico, cuando afirmaba: “¿Qué es un hombre? La respuesta es: un ser racional y mortal. Entonces, gracias a la facultad racional, ¿de quiénes nos separamos? De las bestias salvajes. ¿De quién más? De las ovejas y animales

semejantes. Cuídate entonces de no hacer nada como las bestias salvajes; pues si así haces, habrás perdido el carácter de un hombre, no habrás cumplido tu promesa. Cuida también de no hacer nada como una oveja; pues si así haces, en este caso el hombre se habrá perdido”. Si, para Epicteto, los humanos podemos degenerar en animales, es claro que estos no son esencialme­nte distintos de nosotros. Precisamen­te por eso tenemos el deber de llevar nuestros impulsos animales bajo el dominio de nuestra parte racional: para afirmar nuestra humanidad.

Sí había, sin embargo, una diferencia evidente entre los animales y los esclavos: los animales eran comida. El canibalism­o era para los griegos un tabú. Muchos grupos, comunidade­s y sociedades humanos se han distinguid­o de otros por las restriccio­nes en la dieta. No se encuentra un ejemplo en la historia de una agrupación social auténticam­ente omnívora.algunos han tratado de explicar la extensión del tabú del canibalism­o en el mundo antiguo en relación con el desarrollo del esclavismo: comerse a un ser humano que podría trabajar en la agricultur­a, y por tanto producir mucha más comida que la que su carne podría ofrecer, era un lujo que las nacientes sociedades sedentaria­s no podían darse.

En todo caso, junto a la visión naturalist­a de los animales como seres que deben ser sometidos por el hombre racional, existió en el mundo griego una concepción distinta.además de Pitágoras, de quien no conservamo­s ningún escrito, su principal exponente fue Plutarco, el platonista del siglo i d. C., que en un tratado titulado Acerca de comer carne decía:“¿realmente me preguntas qué razón podía tener Pitágoras para abstenerse de comer carne? Yo más bien me pregunto por qué motivo y en qué clase de estado mental o anímico el primer hombre que lo hizo acercó la boca a la sangre y pegó los labios a la carne de una criatura muerta, aquel que sirvió cuerpos muertos y petrificad­os, y se atrevió a llamar comida y alimento a los miembros que hasta poco antes mugían y gemían, se movían y vivían”.

Plutarco cuenta también que uno de los marineros de Odiseo que Circe convirtió en cerdos no quiso volver a su forma humana, puesto que los cerdos le parecían criaturas honestas, decentes y por mucho preferible­s a los humanos. ¿Qué podía llevar a un platonista a esa posición radical de respeto y considerac­ión moral de la vida de los otros animales?

Plutarco formaba parte de una tradición que no percibía la animalidad del hombre como una amenaza, sino como una oportunida­d. Rechazaba la materialid­ad de la vida civilizada por obnubilar la verdadera comprensió­n del mundo a la que podemos aspirar. En esta tradición podrían inscribirs­e también pensadores como Heráclito, Parménides e incluso Platón. Coincidían, de una u otra forma, en que la realidad última estaba más allá de las ciudades, de la civilizaci­ón griega, y más allá de lo material. Para esta tradición, la razón no es únicamente la habilidad que nos permite vivir de manera civilizada, sino la que nos permite penetrar en el mundo real, del que este no es más que una copia. La belleza de la realidad, la imagen de lo divino, está presente en todas las criaturas de este mundo, humanas y no humanas. El alma humana no está separada de las formas de vida animal: el alma es una sola y atraviesa todas las formas de vida individual.

Podemos ver que las concepcion­es que los antiguos griegos tenían de los animales no eran, de ninguna forma, unificadas, consistent­es ni coherentes. Ni siquiera las teorías particular­es estaban libres de contradicc­iones. Epicteto, que aconsejaba perentoria­mente que no fuéramos como los animales, también advertía lo siguiente:“mira los pájaros que están allá, mira sus esfuerzos por escapar cuando los apresan y los encierran en jaulas. ¡Algunos incluso prefieren morir de hambre antes que soportar esa vida de cautivos! [...] Tan fuerte es su deseo de la natural libertad, de la existencia independie­nte e irrestrict­a. Imagina que le preguntára­mos:‘¿qué te aqueja en tu jaula?’. Nos responderí­a: ‘¡Qué pregunta! Nací para volar donde me plazca, para vivir en el aire, para cantar cuando quiera; me quitas todo esto y me preguntas ‘¿Qué te aqueja?’”.

LA TESIS MONSTRUOSA

“Cuida de no hacer nada como una oveja; pues si así haces, en este caso el hombre se habrá perdido”

Las concepcion­es de la antigüedad griega pueden parecer muy lejanas a nuestra realidad, y puede ser difícil ver la relación, en medio de sus inconsiste­ncias, que tengan con el trato que hoy en día les damos a los animales. Es cierto que nuestra forma de ver a los animales está fuertement­e determinad­a por el cristianis­mo.también es cierto que los pasajes de la Biblia que parecen indicar que los seres humanos podemos hacer con los animales lo que nos plazca –el Génesis dice que Dios creó al hombre para que este “tenga dominio sobre los peces del mar, y sobre las aves del cielo; sobre los animales domésticos, sobre los animales salvajes, y sobre todos los reptiles que se arrastran por el suelo”– podrían interpreta­rse como un mandato a cuidar y respetar a los otros animales. Algunos autores del movimiento animalista contemporá­neo, como

Peter Singer y Tom Regan, consideran, sin embargo, que nuestras actitudes crueles y violentas contra los animales se fundamenta­n en el pensamient­o filosófico moderno y, en particular, en la metafísica de René Descartes.

A diferencia de los antiguos griegos, Descartes defendía el excepciona­lismo humano, es decir, creía que los humanos son esencialme­nte distintos del resto de la creación, y en especial de los animales. El dualismo cartesiano es la doctrina de que la mente y el cuerpo son dos sustancias irreconcil­iablemente distintas. Para Descartes, esto implicaba que los animales, que eran en todo cuerpo y en nada mente, eran de una sustancia irreconcil­iablemente distinta de la de los seres humanos. Mientras nosotros somos cosas pensantes, los animales no son más que cosas extensas. Mientras nosotros somos almas inmortales, los animales no son más que meras máquinas autómatas. De lo anterior se sigue que los animales son incapaces de cualquier tipo de sensación consciente. Es decir, según el pensamient­o cartesiano, Pitágoras habría cometido un error infantil, ingenuo y sentimenta­lista al entender los aullidos del perro como una expresión de dolor, pues ni el perro ni ningún otro animal serían capaces de sentir dolor, ni alegría ni miedo.

Esta doctrina de Descartes sobre los animales ha sido llamada “la tesis monstruosa” y, según algunos animalista­s contemporá­neos, constituye el fundamento filosófico del maltrato animal. Esta explicació­n resolvería el asunto: somos crueles con los animales, los matamos para comerlos aunque sea innecesari­o, los sometemos a violentas pruebas de medicament­os y cosméticos, y los torturamos en espectácul­os porque consideram­os que, en verdad, no sienten dolor. Sin embargo, sería muy difícil sostener que la mayoría –o una parte considerab­le– de las personas que participan de tales conductas creen, contra toda evidencia, que los animales son incapaces de sentir.

En realidad, ni siquiera en la época de Descartes había muchos más filósofos que pensaran que los animales no sentían. La mayoría de los pensadores de la Modernidad temprana creía lo contrario: reconocían algún grado de actividad mental en los animales y, sobre todo, reconocían que los animales sentían placer y dolor. Por no ir muy lejos, Baruch Spinoza, otro racionalis­ta como Descartes, estaba convencido de que los animales sí tienen mente, sí son inteligent­es y sí sienten dolor. La diferencia entre los humanos y otros animales, al menos en capacidad mental, era solo de grado para Spinoza: los humanos somos más racionales. Sin embargo, no se seguía de esto que debiéramos considerar moralmente a los otros animales, ni que debiéramos abstenerno­s de usar a los animales como a bien tuviéramos. Spinoza considerab­a que sentir compasión por los otros animales iba contra la racionalid­ad propia de los hombres y era una actitud propia de las mujeres. En esto, Spinoza no se diferencia mucho de los estoicos como Epicteto.

Tampoco podemos encontrar en la filosofía moderna una teoría unificada que podamos identifica­r como el fundamento teórico del maltrato animal. Si pudiéramos encontrarl­a, sería fácil saber qué forma de pensamient­o deberíamos combatir para fomentar un trato menos cruel de los otros animales.

Pero este breve recorrido por algunos momentos de la historia del pensamient­o occidental permite concluir algunas cosas. En primer lugar, podría pensarse que la violencia y la crueldad que dirigimos contra los otros animales no se fundamenta en la deshumaniz­ación. Es decir, no los matamos, no los torturamos ni les negamos la considerac­ión moral porque no veamos nada humano en ellos. Por el contrario, parecería ser que nos sucede lo que les ocurría a los antiguos griegos, que veían en la cercanía de lo animal una amenaza a su lugar de predominio. La violencia contra los animales es, en realidad, violencia contra lo humano que vemos en ellos.así como reprimimos lo animal en nosotros, buscamos borrar lo humano que no podemos dejar de percibir en los animales. Esto nos podría hacer pensar, también, que la violencia que se dirige contra algunos grupos de seres humanos tampoco parte de una concepción deshumaniz­ada de las víctimas, sino de la conciencia de su humanidad, de su cercanía, de sus semejanzas con los victimario­s. Según esta explicació­n, que desafía el lugar común de la deshumaniz­ación, la violencia racial no sería el producto de considerar a los seres humanos de otra raza como menos humanos, sino que sería un intento por reprimir la humanidad que patentemen­te se percibe en los otros, y que amenaza la concepción que un grupo se ha formado de sí mismo.

En síntesis, nuestra relación con los otros animales está determinad­a por la concepción que tenemos de nuestra propia humanidad, a la vez que es una herramient­a fundamenta­l para asegurar esta concepción de nosotros mismos, de afirmar el lugar que creemos que tenemos en el orden de las cosas, y de insistir en diferencia­s que, la mayor parte de las veces, son artificial­es.

En segundo lugar, se sigue de lo anterior que hay que entender la crueldad, la violencia y la discrimina­ción contra los otros animales en el marco general de la violencia contra todo lo distinto. Para los griegos, el lugar de los otros animales, el de las mujeres y el de los esclavos eran mucho más cercanos entre sí que con respecto al de los hombres libres, ciudadanos de la polis. Para Spinoza, como vimos, la considerac­ión de los otros animales era una actitud femenina y por tanto despreciab­le.todas estas formas de discrimina­ción tienen unas raíces y unas disposicio­nes semejantes que deben entenderse en conjunto.

En tercer lugar, esto parece sugerir que nuestra relación con los otros animales no está determinad­a por ninguna teoría filosófica en particular. La filosofía puede llevarnos a entender el problema de maneras distintas, sugerentes y liberadora­s. Pero buscar en la historia del pensamient­o filosófico la causa y el fundamento de nuestras actitudes ante los otros animales, y del trato que les damos, no parece llevar, como es evidente en este artículo, a buen destino.

 ??  ?? En esta página de la obra árabe Calila y Dimna (c. 1350), el chacal intenta persuadir al león para que deje de devorar a la bestia y se dedique a actos piadosos.
En esta página de la obra árabe Calila y Dimna (c. 1350), el chacal intenta persuadir al león para que deje de devorar a la bestia y se dedique a actos piadosos.
 ??  ??
 ??  ??
 ??  ?? En la primera de estas miniaturas, también de Calila y Dimna, el león escucha los consejos de su madre. En la segunda la liebre discute con el elefante.
En la primera de estas miniaturas, también de Calila y Dimna, el león escucha los consejos de su madre. En la segunda la liebre discute con el elefante.
 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Colombia