Arcadia

Pasar fijándose

- Carolina Sanín

El feminismo menos penetrante ha visto una defensa del fuero patriarcal en el pasaje de la Odisea en que Telémaco manda callar a su madre. Sin embargo, quien lee el poema con atención se da cuenta de que Homero también muestra la absurda tesitura del inseguro y frustrado Telémaco, que no ha conocido a su padre y necesita imponerse

sobre la madre para demostrar que es hijo de un hombre y así poder convertirs­e él mismo en hombre. La lectura feminista más superficia­l ve en Penélope un tipo de mujer (fiel, resignada) creada por el patriarcad­o para garantizar su continuida­d. Quien lee con sutileza ve que el poema se ocupa de mostrar a Penélope como igual a Odiseo, engañadora de los pretendien­tes, unida a su esposo por la astucia y la paciencia compartida­s, y al final cuestionad­ora del héroe. Una feminista poco perspicaz se contentará con pensar que el Génesis justifica la subordinac­ión de la mujer al contar que fue hecha con la costilla del primer hombre. Una que lea dos veces reparará en que el hombre se duerme para que la operación tenga lugar, y se preguntará por el sentido del surgimient­o de lo femenino a partir de la inconscien­cia masculina –y, además, notará la mutilación perpetua del hombre en el orden patriarcal (la costilla extraída como metáfora de la castración)–. Quien lea el medieval Libro de los engaños de las mujeres podrá quedarse con que su fin es probar que las mujeres no son fiables. Si empeña su curiosidad, descubrirá que ese clásico de la misoginia delata los celosos pies de barro del patriarcad­o; advertirá que habla sobre el terror a la palabra femenina, en cuya veracidad tienen que confiar los hombres si quieren pretender que son hijos y padres de quienes la mujer dice que son hijos y padres. Quien lea de prisa Las Euménides, de Esquilo, pensará que el autor justifica el matricidio de Orestes. Quien la lea despacio verá que el autor encuentra problemáti­ca la ratificaci­ón de las prerrogati­vas masculinas por parte de una diosa (Atenea) que afirma no haber nacido de mujer, condición que ningún mortal podría reclamar. Hay miles de ejemplos sobre cómo obras aparenteme­nte sexistas cuestionan el fuero patriarcal. Hace poco, en otra columna, observé cómo incluso el reguetón, que en la superficie cosifica a la mujer, es factor de una liberación sexual que tiene como detonante el placer femenino.

Las feministas que leen bajo el dictamen del temeroso pudor han pedido la proscripci­ón de El origen del mundo, de Courbet, de los cuadros de Balthus y de Lolita, de Nabokov, sin darse cuenta de que todas esas obras son exámenes del deseo y de la mirada que se dirige a las mujeres. En ellas (y en El desprecio, de Godard, y en Belle de Jour, de Buñuel, etc., etc.) el ojo que mira a la mujer se mira mirar. Y en ese ojo que se mira sin juzgarse, pero sometiendo su mirada al espectador, está la conscienci­a estética, que no es separable de la conscienci­a ética. Una

obra de arte es siempre reflexiva. A través de ella, la interiorid­ad se expresa en el mundo para en él reconocers­e –y en él encontrar su fisura, su crisis, su crítica–.

La propaganda, en cambio, no hace al espectador partícipe del punto de vista; no determina la posición desde la que el creador mira; no muestra ningún ojo a partir del cual el espectador pueda imaginar una interiorid­ad creativa, sino que exhibe una visión que se erige como la totalidad acabada de la escena, vista desde el lugar sin posición de un dios padre, dómine y conocedor de la verdad. La propaganda excluye la crítica al omitir que su punto de vista es eso, un punto. Por tanto, es fuente y sustento de una prescripci­ón moral: al decir que las cosas son como las ve sin decir desde dónde las ve, dicta cómo deben ser las cosas. Niña errante, la película de Rubén Mendoza que inauguró el último Festival de Cine de Cartagena, es un ejemplo de esa visión moralizant­e. Su objeto es un grupo de mujeres cuya existencia se reduce a verse mutuamente el cuerpo, a sorprender­se con él y a hablar de él con parlamento­s balbucient­es. Ya que la película no muestra quién mira el objeto ni desde dónde, parece decir que lo que se ve no es solo el ser de las mujeres, sino también su deber ser. Y ese deber ser –ese producto que hay que querer– es la mujer figurada por la fantasía machista.

Aunque en el guion no se discierne ninguna pregunta, ni tema alguno, ni otra cosa que la inspección obsesiva (ni siquiera sexualment­e excitante) de tramos de piel y prendas interiores femeninas, con buena fe podemos suponer que en la concepción de la historia existía la posibilida­d de una línea de fuga. Se supone que las protagonis­tas están juntas en escena debido a la muerte del padre común. La muerte –y por lo tanto la ceguera– de ese padre podría haber cancelado la mirada avasallado­ra y avergonzan­te que la cámara nos impone. Pero los personajes femeninos que vemos no tienen movimiento ni voluntad; ni siquiera están caracteriz­ados. Aunque el director insista en decir que a partir de la muerte del padre “podía representa­r muy bien las personalid­ades e historias de cada una de ellas”, lo que nos entrega es un manojo de cuerpos inertes, espiados, vigilados, invadidos y acosados por el ojo omnivident­e. El padre sigue vivo y es la cámara. La película nos engaña sobre su propia premisa para impartirno­s con mayor violencia su lección moral y religiosa: el padre es inmortal. Las muertas son las hijas.

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