Columnista invitado
Decía el sociólogo francés Pierre Bourdieu que desde la perspectiva de una ciencia de la cultura es imposible dar cuenta de la trayectoria de un agente social sin referenciar, al mismo tiempo, la totalidad de las redes de poder dentro de las que este se constituyó. Es una tarea compleja, particularmente si el agente social configuró su “biografía” en
medio de procesos de transformación social y, en consecuencia, estuvo marcado por tensiones ideológicas y políticas de grandes proporciones.
Si se proyectan los planteamientos de Bourdieu para dilucidar la trayectoria de Gloria Zea (fallecida el pasado 11 de marzo) como agente de la modernización de la institucionalidad cultural nacional, lo primero que habría que afirmar es que tanto su “vida” como su “obra” están profundamente signadas por la estructura oligárquica y patriarcal dentro de la que fue posible no solo su inserción dentro de la administración de las instituciones culturales, sino su propia acción dentro del campo cultural.
Zea formó parte de una generación de mujeres que tomaron las riendas de las instituciones culturales que fueron creadas desde el Frente Nacional, gracias a su origen de clase pero también al capital político acumulado por sus padres y/o esposos.así que no se puede analizar su incidencia dentro de la vida cultural nacional sin hacer referencia, al mismo tiempo, al tipo de acción que emprendieron otras mujeres con un perfil sociológico similar al suyo. En una lista incompleta habría que incluir a Emma Araújo de Vallejo, Mireya Zawadzki de Barney,amparo Sinisterra de Carvajal y Elvira Cuervo de Jaramillo.
Así que al paso de Gloria Zea por la dirección del Instituto Colombiano de Cultura, aunque en modo alguno se debe el desmantelamiento de las fuentes de poder oligárquicas, patriarcales y letradas que la llevaron a ocupar destacadas posiciones dentro del campo cultural, sí se debe un cambio radical de la perspectiva del agenciamiento de las organizaciones vinculadas con la socialización de las artes y la consagración artística, puesto que Zea inició su profesionalización y, sobre todo, la instauración de pautas para su internacionalización. Ese fue un paso muy significativo para la superación de la estructura civilizatoria, católica y patriotera, que había signado la concepción de la administración cultural desde la Regeneración.
Otra matriz sociológica clave a la hora de establecer el significado y valor de la agencia cultural de Gloria Zea está ubicada en el arco histórico dentro del que ella realizó su
trayectoria profesional, desde finales de los años cincuenta, cuando se desempeñó como secretaria de la comisión de educación de la Sociedad Económica de Amigos del País, y hasta su renuncia a la dirección del Museo de Arte Moderno de Bogotá, a mediados de la segunda década del siglo xxi. Sin duda, el troquel ideológico, político y generacional que configuró el Movimiento Revolucionario Liberal (mrl) es un dato muy significativo para comprender el contenido y la forma como Zea configuró su acción desde los diferentes cargos y posiciones de poder que llegó a monopolizar a lo largo de su carrera. Sin su trabajo es imposible explicar, por ejemplo, la consolidación de la consagración institucional de los artistas modernistas y, sobre todo, la construcción de un canon modernista de la cultura nacional, materializado en las vastas colecciones bibliográficas que ella impulsó, precisamente bajo el mandato de quien había sido líder indiscutible del mrl, el presidente Alfonso López Michelsen.
El declive y la ulterior momificación de su trayectoria, por último, está completamente unido a otra gran matriz de las redes de poder en Colombia: el llamado Proceso 8000. Paradójicamente, en el momento en que su prestigio social era prácticamente indiscutible, debido a la larga lista de proyectos culturales realizados exitosamente durante más de dos décadas de incansable labor, la implicación directa de su hijo mayor en uno de los grandes escándalos de la vida política colombiana fue restándole legitimidad al protagonismo que Zea había tenido hasta 1995.
De allí en adelante, su decadencia fue inexorable, hasta llegar a un punto de no retorno, en 2003, con la más polémica de las exposiciones que organizó: Moda latinoamericana Barbie. De esa muestra, discutida y condenada con ahínco por los críticos de arte, nunca pudo recuperarse. Con ella, además, sometió al Museo de Arte Moderno de Bogotá a uno de los más pírricos suicidios museológicos de que tenga noticias la historia del arte en América Latina.