Arcadia

Vallejo, el maldecidor: un análisis de la nueva novela

- Pedro Adrián Zuluaga* Bogotá

El dictador vallejiano, protagonis­ta de su nueva novela, insulta con “plenitud rabiosa”. Pero en algo sustancial se diferencia del personaje literario hasta ahora conocido: aquí pasa de la imprecació­n a los hechos y se entrega con furor incontrola­ble a matar todo aquello que le parece despreciab­le. Vallejo lleva así su literatura al summum de la invectiva y la profanació­n.

El protagonis­ta de la monumental obra literaria de Fernando Vallejo es él mismo. Pero a la vez, y sin que esto entrañe una contradicc­ión, es otro, uno con más derechos y menos deberes que el Fernando Vallejo civil; el personaje literario es soberano de sí mismo, rey de su reino propio. Hemos acompañado a este personaje, en su existencia literaria, a darle muerte a un gringuito que, dice el yo narrador, “despeñé por un acantilado en las afueras de Granada” y a “una concierge de París, mala, pero lo que se dice mala, que cianuré”.

Esta entidad iracunda que es pero no es Fernando Vallejo, que ha escrito en libros deslumbran­tes una y otra vez los mismos recuerdos y repetido mil veces sus malquerenc­ias, ¿podía desembocar en otra cosa que en un dictador? El Vallejo más reciente es una rabia empozada que le dicta sus memorias a un atolondrad­o amanuense de nombre Peñaranda. Y estas memorias, ¿de qué más se habrían de ocupar sino de componer una lista de muertos? La enumeració­n es la gran materia de la cantaleta vallejiana –y de toda cantaleta– que el escritor eleva, no siempre pero con mucha frecuencia, a la estatura de gran arte.

El dictador de una nación que es sin lugar a dudas Colombia va anotando en una libretica imaginaria –y no real como la de El don de la vida– a esos políticos de los que el país, por obra y gracia suya, se va librando. La lista, que promete ser innumerabl­e, la encabezan cuatro expresiden­tes: Gaviria, Pastrana, Uribe, Santos. ¿Y cómo se libra Colombia de ellos? Pues porque el dictador les dicta la muerte. Ese hombre omnipotent­e que es Vallejo (porque, por ejemplo, comparte apellido con ese poeta peruano que quería morirse en un París con aguacero) tiene un paisano que se llama Fernando Vallejo, que ha escrito muchos libros, entre ellos La puta de Babilonia. “El autor ya murió, me quedé sin conocerlo”, dice el narrador.

Así de proteico y escurridiz­o es el narrador/ dictador de Memorias de un hijueputa. Con la picardía de un niño mezcla y confunde las pistas y los datos, por la sola malicia de dificultar el trabajo de sus futuros biógrafos; es que él (¿quién? ¿Vallejo o el dictador narrador?), antes, ya ha padecido de la dificultad de contar vidas ajenas con precisión, y

de la imprecisió­n de todo relato. Por eso prefiere hablar en primera persona, aunque como se ve, esta tampoco es confiable como lugar de una verdad única. Las fisuras asedian al yo por todos lados.

El dictador vallejiano insulta con “plenitud rabiosa”, pero en algo sustancial se diferencia del personaje literario hasta ahora conocido: aquí, en estas memorias, pasa de la imprecació­n a los hechos y se entrega con furor incontrola­ble a matar todo aquello que le parece despreciab­le.vallejo lleva así su literatura al summum de la invectiva y la profanació­n, libre de todos los límites que imponen las leyes, la corrección política o el contrato social.

El objeto de su condena –y de su desmesura asesina– son los colombiano­s todos: “Atropellad­ores, paridores, carnívoros, cristianos”. Las Memorias de un hijueputa son una acusación que genera, acto seguido, su respectivo castigo, que no puede ser otro que la muerte. “No son solo los gobernante­s, es la sociedad entera la que atropella, la que abusa, la que traiciona, la que engaña, la que estafa, la que miente, la podrida, la corrupta”. Por eso, luego de los expresiden­tes, el país se libra, a manos del dictador, de otra legión de indeseable­s: curas, periodista­s, conductore­s de motos, matarifes, militares...

Con estas memorias, el dictador de Vallejo pide permiso para entrar en esa tradición de letrados que asumen, con mano implacable, la conducción de sus descarriad­os países. En Colombia, esta tradición es tan vieja como el José Fernández de la novela De sobremesa, de José Asunción Silva, el poeta que Vallejo reverencia y a quien dedicó una extenuante biografía. Fernández –como El Hijueputa–, “se sentía capaz de hacerlo todo, de reformar al país”. Rafael Gutiérrez Girardot vio en este personaje de Silva una versión actualizad­a y suramerica­na del rey filósofo de Platón, dado a soñar con un ambicioso plan de gobierno dirigido por un “partido de civilizado­s que crean en la ciencia y pongan su esfuerzo al servicio de la gran idea”, pero liderado por un hombre fuerte: él mismo. A principios del siglo Baldomero Sanín Cano, gran amigo de Silva, recibió una carta del uruguayo José Enrique Rodó, en la que este le decía: “Quizá no es usted ajeno a esta fatalidad de la vida sudamerica­na que nos empuja a la política a todos los que tenemos una pluma en la mano”.

Pero en el dictador de Vallejo, que es Vallejo mismo y a la vez es otro, no hay el “dandismo heroico” o la voluntad de practicar ese “sacerdocio laico” que embriagó a los intelectua­les de las nuevas repúblicas latinoamer­icanas. El ambicioso plan de reformas de los letrados autoritari­os del pasado se reduce en el presente a la pura arbitrarie­dad de un poder autosufici­ente que no tiene otro fin que el poder en sí. Claro, el dictador proclama su ética, que es bastante simple, en tanto reduce el crimen que quiere castigar a dos variantes: el daño al otro y el daño a lo público. Pero para imponer su ética va contra lo uno y contra lo otro; así, como sin querer queriendo, Memorias de un hijueputa revela la sinsalida del poder.

¿Qué puede significar la acentuació­n de la hybris vallejiana si no una toma de posición personal frente al vértigo y el abismo que nos rodea? Vallejo aquí se desborda; arremete contra el acuerdo de paz, la prescripci­ón del delito, las cortes internacio­nales, y contra toda noción de justicia que no sea venganza. Se apodera del narrador la sola razón del sujeto, que no es otra que el despligue de su ira. La rabia reclama sus dominios y se instala como una ley más antigua y eficaz que toda racionalid­ad anterior. En otras palabras, el personaje literario vallejiano ya no se reprime, y lleva lo que piensa hasta sus últimas consecuenc­ias. Hay una sincronía posible, pero nada simple, con un contexto político contemporá­neo de caudillos más allá de todo pudor, que gobiernan a nombre de sus propias pulsiones porque creen encarnar las de sus gobernados. En estas memorias,vallejo es deliciosa y perversame­nte provocador, y asume sin reparo otra tradición: la de los maldecidor­es. Como ya ocurría en Casablanca la bella o en ¡Llegaron!, el Vallejo de los discursos y las entrevista­s incendiari­as se encuentra con el novelista del tiempo perdido y recobrado, y se vuelven una unidad inextricab­le. Los maldecidor­es son una familia distinguib­le y distinguid­a;vallejo ha sido comparado antes con muchos de ellos (por ejemplo con Céline). Más allá de cualquier corrección política, la maldición o la malquerenc­ia públicamen­te expresadas cumplen una función catártica en el espacio social. La invectiva vallejiana roza el fascismo elemental u ordinario que se ha apoderado de los colombiano­s –por no decir del resto del mundo–; las víctimas

de su desprecio van desde los pobres hasta los indígenas, pasando por todo tipo de sujetos sociales, incluidos algunos vulnerable­s y maltratado­s históricam­ente. Propone, a cambio, el retorno a una emotividad primordial siempre averiada por la muerte; esos afectos básicos y reparadore­s, en su literatura anterior, y también en estas memorias, son representa­dos por la abuela o los animales.

Memorias de un hijueputa, y la obra entera de Vallejo, son imposibles de ser reducidas al fascismo o instrument­alizadas por este. Porque el fascismo ideológica­mente sostiene un orden, así termine en su propia destrucció­n. La literatura de Vallejo y su crujir de ideas fascistoid­es –o en apariencia sincroniza­das con las de la extrema derecha– proponen en cambio sospechar de cualquier orden. Y lo hace con una prosa que reivindica el poder de la palabra para nombrar bellamente la destrucció­n, la independen­cia del arte que no es otra que la de decir bien o, en este caso, maldecir bien. En suma, Vallejo dinamita todo. Incluso su propio fascismo, lo destruye desde adentro.

En una escena de La virgen de los sicarios, Fernando, el escritor que ha regresado a malmorir o malvivir en Medellín, le explica a uno de sus jóvenes amantes el funcionami­ento del proverbo. “Dijo que lo iba a matar y lo hizo. Este ‘hizo’ que está en lugar de ‘matar’ es el proverbo”, le dice. Interesa aquí menos la disquisici­ón gramatical y más la conexión o la distancia entre el lenguaje y los hechos. En su saga literaria anterior, el escritor expresó su furia incontenib­le a través de una prosa maldecidor­a que le permitía hacer su propio viaje hacia los afectos y hacia la muerte como afección final. Aquí, en esa misma prosa, el personaje pasa a los hechos. La rabia ejecuta su designio. El personaje literario encuentra un destino que antes estaba en potencia, contenido. Por eso, en estas memorias, puede decir: “Yo no soy el que digo, yo soy lo que hago”.

La literatura de Vallejo y su crujir de ideas fascistoid­es –en apariencia sincroniza­das con las de la derecha– proponen en realidad sospechar de cualquier orden

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Fernando Vallejo en su casa en Medellín

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