Cuatro invitados imperdibles
Sus padres son figuras emblemáticas de la izquierda de la segunda mitad del siglo XX. Pero con Hija de revolucionarios, el libro que presentará en la FILBO, no pretende alabarlos, sino develarlos. Historia de un despojamiento.
En la década de los setenta, un grafiti adornaba muchas de las paredes universitarias del mundo: “la mujer, por ser doblemente explotada, debe ser doblemente revolucionaria”. No parece esa la impresión que nos queda tras leer Hija de revolucionarios, el libro con que su autora, Laurence Debray, pone en tela de juicio a sus padres. O mejor, sería pertinente redefinir qué entendemos por revolución, cuando se habla de la hija del filósofo francés Régis Debray y de la antropóloga venezolana Elizabeth Burgos. Al parecer, estamos ante el severo ajuste de cuentas de la descendiente de dos figuras emblemáticas de la izquierda de la segunda mitad del siglo XX. En especial, por ser hija de uno de los pocos testigos de la gesta del Che Guevara en Bolivia.
El libro atrae, en primera instancia, por tratar de saber, de primera mano, qué sucedió con la captura del Guerrillero Heroico, puesto que, por años, se llegó a pensar que Debray fue la persona que proporcionó las pistas para la captura del rebelde argentino. El misterio se revela rápidamente en Hija de revolucionarios, y pronto se entiende que Laurence Debray no escribió su texto para subrayar la inocencia de su padre. Al contrario, las urgencias temáticas del libro giran en torno al punto de vista generacional sobre los temas políticos y de qué manera se desmoronan las ilusiones en el secreto silencio de una familia.
Cansada de las evasivas, con una obsesiva curiosidad que raya con la oportuna imprudencia, la autora nos revela las contradicciones de su entorno, tanto el de la aristocrática familia Debray como el de las antípodas latinoamericanas de su madre. En seis capítulos fragmentados se desarrolla la saga. En los dos primeros (“La emancipación” y “La prueba”) el asunto gira alrededor de
las razones por las cuales un par de jóvenes, instalados en los años sesenta, deciden romper con todo y entregarse a los brazos de la revolución.
Por supuesto, la aventura latinoamericana de Régis Debray está como poderoso subtexto y la narración de sus disposiciones de alto riesgo, su compromiso radical con las habaneras del castrismo, su posterior detención, el juicio y la condena a treinta años de cárcel en una pequeña población boliviana (con milagrosa liberación incluida) ocupan el centro de la historia.
Protegida por un epígrafe de Molière (“…el verdadero amor nada perdona”), la primera persona de este libro destapa sus cartas al comienzo de la tercera parte, cuando recuerda que una periodista le ha preguntado, a propósito de su primer libro (una biografía del… ¡rey Juan Carlos de España!), si nunca ha pensado escribir algo “sobre ella misma”. A partir de ese momento, el texto se convierte en una colección de fragmentos relacionados con la vida de una chica francesa nacida en 1976 (es decir, cuando la explosión ideológica de Mayo del 68 tomaba nuevos rumbos), que vive entre la elegancia de la familia paterna y la involuntaria sobriedad de su madre.
Con los ojos infantiles y juveniles de Laurence Debray descubrimos la trasescena del poder socialista, los años de Mitterrand y la relación de su padre con la elusiva izquierda de la segunda mitad del siglo XX. Muchas vidas vive la joven Debray, gracias a (o por culpa de) sus progenitores: vacaciones militantes como girl-scout de la revolución cubana, campos de verano en las entrañas del monstruo imperialista, el descubrimiento de su propia América Latina, el amor por España (y, en particular, por Sevilla), sus estudios económicos en Londres, su fascinación por el mundo de las finanzas en Nueva York, su relación con el periodismo, su desconfianza visceral hacia Hugo Chávez, su regreso e identificación con sus raíces parisinas.
Laurence Debray parecería querer liberarse, sin decirlo, de aquellos textos paternos tipo El civismo explicado a mi hija o La República explicada a mi hija. Ella no quiere ser personaje ni interlocutora. Quiere entender, más allá del rigor intelectual, qué papel representa ella en el gran teatro del mundo. y las anécdotas se desgranan en medio de las reflexiones. Cuesta trabajo aceptar que Régis Debray, el héroe constante de la revolución latinoamericana, le recomendara a su hija de cuatro años, cuando viaja por primera vez a Venezuela, que, “sobre todo, no aprendas español”.
La escritora Debray parece querer desenmascarar al escritor Debray al destapar sus cartas marcadas. Ella no esconde sus afectos, pero se empeña en poner en evidencia sus reparos. tanto, que llega un momento en que uno quisiera escuchar la voz de Régis a ver de qué manera se defiende. Pero ella no quiere que se escuche. Él ya ha hablado demasiado. Ahora es su hija la que quiere saltar de un país al otro, de una época a la otra, de un estado de ánimo al otro, para tratar de descubrirse a sí misma y poder contestarle la pregunta a la reportera que la puso contra la pared de sus recuerdos.
Hija de revolucionarios es fascinante en la medida en que se trata de un ejercicio de despojamiento. Uno no entiende cómo la heredera de Régis Debray descubrió su melodía interior para enfrentarse al capítulo final, titulado “Un padre, un marido y un rey”. ¿Es posible que la sombra de un rebelde termine convertida en la apologista de un monarca? Nos cuesta trabajo aceptarlo, salvo si tratamos de adaptar la frase de Fitzgerald a la cual su autora se aferra con traviesa conciencia: “en tu padre y en tu madre tienes dos ejemplos evidentes que no hay que imitar.te bastará con hacer lo que no han hecho y todo irá de maravilla”. Es muy probable que la revolución de Régis Debray y Elizabeth Burgos sea tan dialéctica que terminó por ubicar a su principal aliada en la mitad del fuego amigo, o en el cómodo refugio de la trinchera contraria.