Arcadia

MUTANTES DIGITALES

Los emoticones y los nuevos stickers de Whatsapp invaden hoy nuestras conversaci­ones digitales. Y a veces constituye­n incluso la totalidad de lo que nos decimos en redes sociales.

- Carolina Sanín* Bogotá * Escritora. Autora de Somos luces abismales, entre otros libros. Columnista de ARCADIA

Stickers y el lenguaje no verbal en Whatsapp

La tecnología nos ha dado con los emojis y los stickers una especie de suplemento a la comunicaci­ón, de surtido de ñapas a los mensajes electrónic­os que conforman nuestra correspond­encia. Son regalitos que enfatizan o apuntalan lo que nos decimos y, en muchas ocasiones, constituye­n la totalidad de lo que nos decimos. Puede ser que nos parezca que elegir un corazón entre las opciones de Whatsapp es más expresivo y más intenso que decir “Gracias” o “Te quiero”. O tal vez sea lo contrario: nos parece que es más tenue, y entonces la opción decorativa es también la opción decorosa. O tal vez el emoticón se nos presenta como menos abaratado que el término verbal, menudo y manido (“Gracias” , “de nada” , “adiós”); alguien ha diseñado ese corazón anaranjado que tengo, encuentro, escojo y te mando, y que, al pagar la cuenta del teléfono o la conexión a internet, he comprado. Ese emoticón que te dedico en lugar de decirte algo o de no decirte nada es una cosa. La palabra manoseada es en nuestra imaginació­n un centavo, si acaso, y un centavo invisible, que sumado a otros centavos no llega a ser peso ni a tener peso (como los centavos de nuestra economía, que no existen más que como números, pues no hay monedas que lleven el sello de un centavo).

El emoji, en cambio, tiene color y forma. Es una pequeña joya. Un juguete. O un talismán. O un fetiche. O un memento. Enviar el dibujo de la flor o la hoja o el pastel o la estrella es desearle algo al otro afirmativa­mente; desearle una flor, una estrella. Un emoticón es una dádiva, mientras que una palabra quizás no llegue a ser siquiera la palabra dada; nada que yo pueda darte ni recordarte ni prometerte.

Los emojis y los stickers suelen servir para terminar la comunicaci­ón. Son formas del punto final. Te mando esta camiseta o esta cabeza de gato o este meteorito, y con él digo que no necesito que me digas nada más: detrás de ese huevo o ese pichón desaparezc­o, y en mi desaparici­ón hay un gesto de cortesía (te libero de que me respondas) y también un gesto de etiqueta (no tengo más que decir, pero me parece demasiado brusco dejar sin responder tu último parlamento). Los emojis permiten que la intención del emisor evada la separación entre formalidad e informalid­ad, y, más allá, la distinción entre decir y no decir. Son lo suficiente­mente insignific­antes y lo suficiente­mente inmaterial­es, lo

suficiente­mente significat­ivos, lo suficiente­mente materiales. ¿Y qué implica que se diga emoji, con esa terminació­n chillona, como de cariño y a la vez japonesoid­e? ¿Y por qué se dice “emoticón”, con ese sufijo que funciona como aumentativ­o y también como diminutivo –como en el caso de ratón–, y que parece indicar una emoción grandota y también menos que una emoción, la simulación de una emoción, o una tergiversa­ción de una emoción?

TODAS LAS COSAS DEL MUNDO

Los emojis y los stickers son sellos. Los sellos son monedas que pasan de mano en mano, son imágenes que resumen un contenido o una actitud, son huellas que rubrican e identifica­n un intercambi­o, y son cierres que concluyen y clausuran. Sello viene del latín sigilum (pequeña marca, pequeño signo), que a la vez remite al verbo sequi (seguir). El sello es un final que contiene la promesa de la continuida­d. también en el sello subsiste la raíz de nuestro sustantivo “sigilo”. tras nuestro uso del emoticón subyace la impronta que siempre reclama la propia importanci­a (la insignia), tanto como el compromiso del secreto, el disimulo, la discreción y la confidenci­a (el sigilo).

Los emojis de Whatsapp vienen en un catálogo que es como el conjunto de todas las cosas del mundo que pueden tenerse y desearse, y que implica una caprichosa taxonomía de lo existente. En el teclado de mi teléfono se despliegan los emojis si toco una carita feliz: esa representa­ción esquemátic­a de una cara –que coincide con la representa­ción de la alegría– es el sello de los sellos, el aldabón de la puerta hacia cuanto la realidad contiene de representa­ble. Es la máscara misma del universo. Detrás de ella los emoticones se agrupan en varios conjuntos, que se anuncian con títulos y símbolos: “Más usados”, con el dibujo de un reloj que da las nueve de la mañana o de la noche, anuncia el conjunto de mi expresivid­ad. “Emoticones y personas”, precedido nuevamente de la carita sonriente, limita el espectro de lo propiament­e humano, e incluye partes del cuerpo, caras con gestos varios y personajes –reyes, policías, el genio de la lámpara, Papá Noel, un vampiro, un bebé con aureola–. El conjunto de “Animales y naturaleza”, identifica­do con la cabeza de un osito de peluche, agrupa dibujos de animales, de plantas, el sol y la luna, la bola de la Tierra, las estrellas, el fuego, el arcoíris, una centella, una ola, un tornado y el viento. “Comida y bebida” se resume con el dibujo de una hamburgues­a e incluye, entre otros, las frutas (que aparenteme­nte son más de comer que de la naturaleza, al igual que los crustáceos). “Actividade­s”, cuyo símbolo es el balón de fútbol, contiene instrument­os musicales, audífonos, una claqueta, medallas, canoas, nadadores y guantes de boxeo. “Viajes y destinos” contiene, detrás del dibujo de un automóvil en una ciudad, aviones, trenes, camiones y barcos, pero también playas, volcanes, tiendas de campaña, casas y edificios, una mezquita, la Kaaba y una grúa. Un bombillo y el título “Objetos” anuncian un conjunto entre cuyos elementos están un teléfono, una bola de cristal, una jeringa, un taco de dinamita, un rollo de papel higiénico, un buzón, un sobre, un candado y lo que parece ser un virus verde. Luego están los “Símbolos”, que no creo que nadie use nunca (paradójica­mente, en un sistema en el que todo signo se constituye en símbolo), que contienen campanas, las pintas de la baraja y señales de tráfico. Por último, en “Banderas”, están las banderas de los países. Queda así sintetizad­o y organizado el universo de cuanto queremos decirnos: cosas humanas, cosas de la naturaleza, comida, actividade­s, viajes, señas universale­s y Estados nación.

Los emojis y los stickers son también factores de la nostalgia y la regresión. Los primeros remiten a la carita o la estrella que la maestra nos ponía en la tarea para felicitarn­os. Los segundos –que son imágenes de toda índole, recortadas y reducidas–, a las calcomanía­s que los miembros de unas cuantas generacion­es, en la niñez, coleccioná­bamos y pegábamos en las puertas del armario, en el pupitre, en los cuadernos o en las esquelas que nos enviábamos. Los stickers de Whatsapp comprenden una paradoja: son colecciona­bles, pero no hay un conjunto universal que los abarque. Cada usuario puede convertir cualquier foto o dibujo en un sticker, por medio de una aplicación. Cada día pueden surgir millones de stickers. El sticker es un elemento colecciona­ble, pero el universo de su colección es imposible.

Mientras que todos tenemos los mismos emojis, entregados por el dios del teléfono, todos tenemos stickers distintos. Solo obtienes un sticker si lo haces tú mismo o si alguien más te lo da y te lo envía. No todos estamos en las mismas condicione­s frente a los stickers: cada quien depende de sus amigos y de lo que estos hayan querido decir en un momento determinad­o. a mí uno me mandó ayer la foto de un glande incircunci­so con una gota de fluido seminal que se convertía en lágrima debajo de los ojitos que le habían pintado al glande. La uretra era la nariz, y

el borde del prepucio, la boca. tengo la foto de Álvaro Uribe en un acuatobogá­n, con camiseta y con esa sonrisa suya tan feroz. No sabría para qué usarla: ¿para decir que estoy jubilosa? ¿Para decir que algo me parece ridículo? Tengo a Fajardo dormido en uno de los debates presidenci­ales, que usaría para decir que algo me da mucha pereza, y el culo de Mockus, que usaría para calificar algo de cínico, y una botella del líquido limpiador Fabuloso, que se usa para decir que algo es ídem o que no tanto, y tengo a Iván Duque con una naranja en la mano, que dice “Toma una naranja”, y cuya intención no descifro, y a Putin rascándose la nuca, y una pantalla de celular en la que entra una llamada de parte de “El Guaro”, y a Fernando Vallejo haciendo con los dedos el signo de la cruz, como diciendo “Vade retro”, y a Petro lanzando un beso, y a Betty la Fea sonriente, y al Chavo del Ocho con la lengua afuera, y a María Fernanda Cabal en bikini, y a Chávez, que me señala con un dedo, y a Maduro, con un letrero que dice “Siempre maduro nunca inmaduro”, y a varios de mis amigos con cara de mareo, y a mí misma haciendo con el pulgar el gesto de “Bien”, convertida en sticker por una colega.

En verdad no sé para qué sirven los stickers. ¿Para identifica­r un comentario voluntario propio con uno involuntar­io de otro? ¿Para que cualquier comentario incluya también una posición política o ratifique un conocimien­to de la actualidad mediática compartido? ¿Para tipificar las emociones y hacer un banco que luego les sirva a los amos de la tecnología para construir robots muy humanos? ¿Para distanciar­nos irónicamen­te de nuestros sentimient­os, y así darles un valor añadido? ¿Para convertirn­os, en los stickers de nuestras propias fotos, en actrices y actores que un día interpreta­ron un gesto? ¿Para revitaliza­r la máscara en ese nuevo escenario teatral que es la pantalla del celular?

Cada día pueden surgir millones de stickers. El sticker es un elemento colecciona­ble, pero el universo de su colección es imposible

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