Arcadia

Tumbatecho

- Por Mario Jursich

Mario Jursich

Reviso con frecuencia libros, artículos, reseñas, tuits o estados de Facebook con, digamos, perspectiv­a de género y nunca deja de asombrarme la ansiedad de los varones que los comentan. No es solo que lean con un escalpelo en la mano; es que una y otra vez regresan a la monserga de que

“las feministas son demasiado vehementes en las polémicas”, como si las disputas intelectua­les no hubieran sido siempre pasionales, como si después de varios siglos de ninguneo fuera factible pedirles algún tipo de “compostura”, y como si polemizar en un tono distanciad­o y olímpico fuera necesariam­ente bueno y virtuoso.

Aparte de que incluso por cuestiones retóricas a veces conviene alzar la voz, no entiendo por qué deberíamos circunscri­bir la validez de ciertos planteamie­ntos a la observanci­a de unas supuestas buenas maneras. Si las feministas quieren manifestar­se de manera sardónica y/o ruidosa; si su bandera de contienda es el lenguaje inclusivo y si se les antoja sostener, como se hace ahora mismo, que la depilación del pubis o la tonificaci­ón del culo son actividade­s “funcionale­s al patriarcad­o”, están en todo su derecho de hacerlo.al menos en una primera instancia, nosotros no tenemos nada que opinar al respecto; son ellas quienes deben decidir de qué hablan y en qué términos. Pedirles lo contrario, que se “calmen” y polemicen sobre lo que nosotros creemos que es importante, solo sirve para reincidir, por enésima vez, en las proverbial­es y tan justamente denostadas sordera y arrogancia masculinas.

Hago hincapié en estas cuestiones porque, si se trata de hacer alguna observació­n de tipo general al feminismo, mi objeción de fondo no sería la vehemencia –que, insisto, me parece deseable– sino el desbalance: a diferencia de lo que ocurre en Europa, Estados Unidos e incluso en otros países de habla española, tengo la impresión de que el feminismo colombiano se ha quedado corto en términos investigat­ivos y que no ha logrado traducir la efervescen­cia y vitalidad que uno le siente en las redes sociales a los libros de historia.

Para que se me entienda de modo correcto: no niego la existencia de una poderosa y bien fundada erudición académica feminista en Colombia; afirmo tan solo que tiene sesgos y que estos son en parte culpables de su insuficien­cia. Se ha investigad­o mucho y muy bien sobre la líder sindicalis­ta María Cano o sobre escritoras como Soledad Acosta de Samper y Marvel Moreno. ¿Quién sin embargo habla de Solita Salgado, la bogotana pionera de la natación profesiona­l en Europa que alcanzaría al final de su vida el título de general de las fuerzas militares de Francia? ¿Quién le ha prestado atención a Julia Arciniegas, una arquitecta tan longeva como su hermano Germán, una de las primeras personas en preocupars­e por la restauraci­ón del patrimonio inmueble de la Colonia? ¿Quién

le ha dedicado tiempo a rescatar, ya no se diga leer, las obras periodísti­cas de Emilia Pardo Umaña, Uva Gaitán Jaramillo o Ilva Camacho Soto, tres mujeres que, a despecho de su independen­cia personal y profesiona­l, a menudo se opusieron al voto femenino? ¿Quién ha intentado escribir aunque sea una notícula sobre bibliófila­s como Sofy Pizano de Ortiz? ¿Quién, en fin, se ha interesado en Mercedes Rodrigo, fundadora del Instituto Psicotécni­co de la Universida­d Nacional y bête noir por excelencia de Laureano Gómez?

Estas ausencias son todavía más protuberan­tes cuando nos fijamos en campos intelectua­les con poca legitimida­d académica o en personajes cuya vida exige, para dar cabal cuenta de ella, un enfoque feminista. Que yo sepa, ninguna mujer ha intentado reconstrui­r las tertulias literarias de las espiritist­as María Antonia Cano y Mariana Madiedo, ensayar un perfil de Carlota Soto –la madam del burdel bogotano más famoso de todos los tiempos– o situar en el lugar que les correspond­e a las cantantes Esthercita Forero o Ligia Mayo. (A Forero sus biógrafos hombres por lo general la presentan como “la novia de Barranquil­la”, olvidando que siempre tuvo aguerridas posturas intelectua­les y que en alguna ocasión la expulsaron de República Dominicana porque Trujillo no soportaba la audacia de sus composicio­nes; y a Mayo, siguiendo un patrón parecido, la encumbran como la gran bolerista de Antioquia sin reconocer que tuvo que cambiarse el apellido para grabar su primer disco y que su promisoria carrera se vio truncada porque el marido le prohibió seguir cantando).

No pretendo sugerir que estos personajes siguen en la penumbra como consecuenc­ia de que las feministas se hayan dedicado de preferenci­a al activismo político o a machacar con una amplia gama de epítetos a quienes discutan con ellas, marginando la investigac­ión empírica. Lo que sí creo es que, sin renunciar a nada, tal vez sería bueno equilibrar las cargas: seguir debatiendo con vehemencia, con pasión, con ímpetu, para que cambien prácticas y privilegio­s masculinos que limitan la plena ciudadanía de las mujeres, pero también hacer un esfuerzo mucho más consistent­e por estudiar a esas figuras que se apartan del canon feminista y que a menudo son difíciles de instrument­alizar.

Una propuesta así corre el riesgo de ser calificada abiertamen­te de mansplaini­ng. Pero si todo este alboroto no ayuda a tener conversaci­ones más francas entre hombres y mujeres, ¿entonces para qué sirve?

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