Arcadia

Sopor i piropos

- Por Nicolás Morales

Nicolás Morales

Los lectores saben que me gusta el juego y en esta columna me propuse pensar cuál había sido el último acontecimi­ento literario en Colombia. ¿Hace cuánto una novela colombiana no estremece el cielo literario y los inframundo­s de los lectores? Hablo de una novela que cumpla con

ser muy bien recibida, que tenga excelsa crítica, que sea entronizad­a por académicos y el estamento universita­rio, que cuente con un buen comportami­ento en ventas y con traduccion­es inmediatas que la instalen en la larga duración. Trato de pensar en la última y no lo consigo. Percibo que en los últimos años hemos tenido muchas noticias literarias afortunada­s y miles anodinas, pero cuál de ellas constituye el último gran momento de nuestra literatura es un verdadero enigma.

¿Son dos las últimas grandes novelas? No seamos severos y pensemos en dos momentos importante­s. El primero sería Los ejércitos, de Evelio Rosero, sobre el que hay consenso. ¿No les impresiona que una novela corta sea hoy lo más destacable literariam­ente hablando de las últimas décadas? La segunda novela que sacudió las cosas pudo ser La luz difícil, de Tomás González. En la larga duración es la que prevalece. Pero esta última no es de la opinión de todos.

Las novelas de voltaje que deberían presagiar algo grande. En un segundo nivel encontramo­s un grupo de novelas y un libro de cuentos que revolucion­aron el espectro. Unos no se volvieron acontecimi­entos mayores tal vez por sus ventas, otros de pronto no lograron un consenso entre críticos y profesores universita­rios, y otros publicaron en editoriale­s pequeñas, con recursos limitados que impiden su propulsión. Pero todas estas novelas (o cuentos) atravesaro­n un muy interesant­e límite y son hoy hitos: Los estratos, de Juan Cárdenas; Hasta que pase un huracán, de Margarita García Robayo; La perra, de Pilar Quintana; La cuadra, de Gilmer Mesa; Los amigos míos se viven muriendo, de Luis Miguel Rivas; Un mundo huérfano, de Giuseppe Caputo; La ruidosa marcha de los mudos, de Juan Álvarez; Los niños, de Carolina Sanín, y Pablo Montoya con su Tríptico de la infamia. Y pienso que Gloria Esquivel y César Mackenzie pronto estarán en ese club.

Los establecid­os decepciona­n. Seamos claros: los mejores escritores de las décadas anteriores decepciona­n con sus últimas obras. Juan Gabriel Vásquez es un buen escritor con unos últimos libros sin

brillo, aunque correctos. Rosero se volvió difícil de leer. Laura Restrepo hizo una última novela aceptable pero no superlativ­a (por cierto, el mejor registro de ventas de los últimos años de una novela decente). Y Franco y Gamboa no parecen despuntar como lo hacían antes, aunque el primero aún vende muchos libros.

Puede haber bosque y hay árboles. Las jornadas culturales de la filbo proponen variados menús literarios. En la epidermis hay una inmensidad de novelas colombiana­s que se sepultan las unas a las otras, muchas de las cuales no tenemos ni idea de que existen. En las redes hay opinadores que alertan sobre lo que es bueno. Pero, honestamen­te, no es tan fácil detectarla­s. Y por último, como siempre, creo que algunas novelas en región pueden estar pasando desapercib­idas por problemas en su edición y difusión (con algunas excepcione­s, por ejemplo Eafit).

Vivimos de la nostalgia (y esta vende, por suerte). Tal vez mucho de lo bueno de la literatura colombiana sean sus reedicione­s. Pero me preocupa esta señal, que se ve reforzada por el Matías, de Fernando Ponce de León, la gran novela de Alba Lucia Ángel, las reedicione­s de Marvel Moreno y de Andrés Caicedo. Añadamos a Fernando Molano, pese a esa segunda novela no tan unánimemen­te aceptada.

Los bestseller­s deben esforzarse más. Es importante que la industria editorial venda muchas novelas. De lo contrario no podrá garantizar su relevo. Los autores bandera de estética estándar siguen seduciendo lectores, aunque no los suficiente­s. Ellos sostienen el pastel. Sin las siete u ocho novelas al año (algunas buenas y otras muy malas) de Abad, Bonnett, Silva, Ospina y & que pasan los veinte mil ejemplares no hay autores nuevos ni posibilida­d de riesgos. Pero cuidado: esos autores tienen que hacer mejor su tarea porque son insuficien­tes sus ventas. No puede ser que Mario Mendoza sea el único que venda más de treinta mil ejemplares en este país. Esto revela una dramática falta de lectores. Y nos pone muy lejos de México y de Argentina, con muchas camadas de autores a sesenta mil ejemplares.

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