UN AGUA DE HOJAS VERDES
Morada al sur y otros poemas, de Aurelio Arturo. Visor, 160 páginas
La imagen que de Arturo nos dan quie- nes lo conocieron es la de alguien que está y no está, la de cierta presencia ale- jada; su retrato es una silueta que se borra. Callado, como cerrado sobre sí mismo, y sin embargo sencillo y abierto al mundo. “recuerdo que el aspecto exterior de Aurelio y cierta reticencia de su trato personal me inhibieron para hablarle de literatura”, nos dice Álvaro Mutis. Digamos que había algo de sagrado en Arturo, dado por esa profunda relación con lo otro; llámese muerte, sueño, inconsciente. vivía lo que Lezama llama la doble naturaleza. Era un hombre del sur y, como los silenciosos hombres de esa región, llevaba dentro un mundo: montañas, vientos, niebla, soles esplendorosos.
¿Cómo un hombre nacido en 1906 en La Unión, Nariño, un pueblo apartado en la geografía colombiana, pudo llegar a ser el gran poeta que fue? Sorpresiva es la poesía, brota donde menos se espera. Las tierras del sur fueron un cruce de culturas desde los tiempos prehispánicos. Nombres indios, sonoros, regados aquí y allá, lo atestiguan; palabras del español arcaico surgen aún en la conversación de los campesinos.
Sumemos a estas confluencias las ardientes voces negras del Patía que en la noche subían, suben, como murmullos por las cañadas. Este mestizaje creó un territorio propicio para la fábula. No lo dijo Arturo. Conocemos por sus poemas cómo lo marcaron los relatos populares: “brumosa voz urdía la feliz cantinela”. Sabemos que escuchó la leyenda sobre la ciudad de las calles empedradas de oro, ciudad que se hundiera, y hundida arde en el recuerdo y en su poema. Embarcado en el río de la lengua, bebería de otras fuentes; es identificable un
agua que lo debió deslumbrar: Para la celebración de una infancia, de Perse. todo poeta trabaja con materiales de los otros, oímos susurrar a Borges desde la penumbra. ¿Y su obra? Una gavilla de poemas, reunidos en su único libro: Morada al sur. Para algunos, exigua, una obra inconclusa; pero toda poesía es fragmento, una migaja de lo imposible. En esos pocos poemas estamos ante la poesía cumplida. Una obra sencilla y misteriosa como su autor, que celebra la infancia e insinúa el infierno. Está hecha fundamentalmente para ser vista y oída. Es una poesía justa que no busca deslumbrarnos con juegos de imágenes, pero que nos asombra por su frescura y su nítida belleza. Su música es íntima, como si el sonido de cada palabra fuera pesado y puesto en el lugar preciso. Sus imágenes dotan de pulpa, de cuerpo, al poema. Si nos preguntamos por su significado, nos perdemos. Su poesía viene de una comarca cercana al mito y al sueño.
El infierno en Arturo es poco notorio, se insinúa en el poema Canción del niño que soñaba; se ve en Sequía, escrito en un tono seco, con imágenes que aluden al dolor, a la desolación. No es canto ni queja, sino como un monólogo; una palabra dirigida a un dios ausente: “y la joven madre cobriza / inclinada y desnuda como hoja de plátano, / prendido de sus senos / tiene un hijo de barro”. Mientras tanto, ahí sigue el poeta, silencioso y distante, abierto y cerrado sobre sí mismo. Allí sigue su poesía, sencilla y extraña, esperando a un lector de una alta aristocracia, a la que puede pertenecer cualquiera, con la condición de tener los sentidos despiertos. Para leerla no nos basta con insistir como quiere la voluntad; para verla y oírla necesitamos unos ojos y unos oídos agudos, una alta sensibilidad.
Benavides es un poeta caucano. Su libro La serena hierba (Sílaba) recibió el Premio Nacional de Poesía 2013. Conocido por sus poemas sobre animales, su repertorio se extiende al amor y la violencia rural en Colombia. Vive en Cali, donde dicta talleres de poesía y adivinanzas a niños y jóvenes.