Columnista invitado
Al comienzo de su Ensayo sobre la economía del don (1924), Marcel Mauss describe cómo los pueblos primitivos obtenían la mayor parte de su sustento gracias al intercambio, y cita un pasaje de Hávamál, un antiguo poema del Edda escandinavo que contiene un fragmento en que me gustaría detenerme un instante: “Más vale no
pedir/ que sacrificar demasiado a los dioses./ El regalo otorgado espera siempre de otro a cambio./ Más vale no hacer una ofrenda que gastar demasiado en ella”. En estos versos queda, como atrapada en ámbar, la oposición arcaica entre una economía del trueque –a la que Mauss llama “economía del don”– y una economía del sacrificio, cuya lógica consiste en pedir a los dioses mediante el ritual y las oraciones propiciatorias; aunque aquí se observa una clara preferencia por la primera de las formas de sustento, que a su vez exhuma un verdadero código de conducta, una etiqueta, incluso, donde lo importante es regalar y estar siempre a la altura para devolver el regalo, pues “el avaro tiene siempre miedo a los regalos”. El ensayo de Mauss es muy útil, no solo para comprender cómo opera ese sistema de intercambios en las sociedades primitivas, sino para mostrarnos, por contraste, cómo funciona nuestra economía y en qué inconfesable pantano religioso hunde sus raíces. Y es que nosotros –por la voluntad o por la fuerza– vivimos en una economía que, al revés del Edda, prefirió gastar en ofrendas y sacrificar demasiado a los dioses; una economía que hace mucho renunció al regalo entre iguales y optó por el ritual propiciatorio, por las incomprensibles plegarias de los nuevos sacerdotes que determinan jerarquías, rangos y divisiones del trabajo.
Quizás nos parecemos mucho más de lo que imaginábamos a algunas de las antiguas civilizaciones americanas, cuyo poder se basaba en una terrible maquinaria de sacrificios simbólicos que, como lo atestigua la evidencia hallada por los arqueólogos, produjo cantidades incalculables de muertes rituales en medio de oscuras transacciones entre el clero y los dioses. Cabe preguntarse, ¿qué podrían pensar los arqueólogos de un lejano futuro si descubrieran las incontables fosas de desaparecidos regadas hoy a lo largo y ancho del territorio nacional? Supondrían, digo yo, que se trataba de víctimas de un ritual dedicado a algún dios cruel y sediento de sangre, el dios de las represas hidroeléctricas o de las plantaciones de palma africana. Y el exterminio sistemático de líderes territoriales al que asistimos atónitos e impotentes cada día, ¿en qué negada religión sustenta el frío pragmatismo de su economía política? Porque, desde luego, es prioritario señalar qué negocios producen la necesidad de asesinar, desplazar, aterrorizar y, en últimas, despojar a la gente de sus territorios, pero sin duda la otra tarea consiste en comprender la oscura religiosidad, esa zona espiritual de locura mágica en que la racionalidad del negocio apoya su venerable bastón.
El capitalismo de mercado ha sido, en todas sus fases históricas, un descomunal aparato suprarreligioso. Una religión por encima de la religión y, por eso mismo, una religión invisible. Y es en esa llaga en la que hurga el asombroso prólogo de Ah Pook Is Here (1979), de William Burroughs, que marca las continuidades y discontinuidades entre el sistema de las sociedades mayas y la economía contemporánea. Tanto los mayas como nosotros, propone Burroughs, establecimos una relación fundamental entre la necesidad de “comprar” el tiempo para negociar la muerte y un uso de los cuerpos que se extraen de la capa social conformada por los condenados como método de pago y como garantía del crédito. Esa tríada simbólica de muerte-tiempo-cuerpo se encuentra en la base de todas nuestras operaciones económicas.
Hace unos días, el artista Víctor Albarracín lanzaba una pregunta en su cuenta de Facebook: “¿Qué está conjurando en realidad el cuerpo sacrificial de Jesús Santrich?”.
Y yo me permito estirar aquí los interrogantes: ¿creerán que compran muchísimo tiempo, que acumulan crédito quienes disfrutan con el maltrato y la humillación de un anciano ciego, indefenso? ¿Creerán que Santrich es una ofrenda en el altar del dios que eliminará, de una vez y para siempre, el fantasma de la sublevación campesina, encarnado esta vez en un cuerpo devastado por la enfermedad y la prisión? Y lo que es más importante, ¿qué resto indeseable, qué derroche fuera de los cálculos, en fin, qué energías dormidas, estarán desatando con su bochornoso espectáculo sacrificial?