Arcadia

Tumba techo

- Mario Jursich

Es sintomátic­o: Yolanda Reyes escribe una lúcida columna en El Tiempo sobre la pérdida de objetivos de la Feria del Libro de Bogotá y Andrés López, el presidente de Corferias, le responde alegando que en la versión 2019 “se rompió el récord de asistencia” y que “las ventas

aumentaron un diez por ciento en comparació­n con el año pasado”.

Con este o aquel matiz, esa ha sido de un tiempo acá la nota dominante en los debates sobre la filbo. Cada vez que alguien desliza una objeción o sugiere la necesidad de hacer enmiendas, escucha la misma réplica crematísti­co-cuantitati­va por parte de los organizado­res.

No dudo que desde un punto de vista psicológic­o sea reconforta­nte escribir contra los mercaderes del templo. Sin embargo, si queremos huir de ese diálogo estéril entre hombres de acción y hombres de cultura, es necesario hacer algo más que lamentar el triunfo del comercio sobre el buen gusto. Así pues, aquí sugeriré que la crisis a la que aludo proviene no del desmedido afán de lucro –todos, hasta los metafísico­s con caja registrado­ra de las editoriale­s independie­ntes, estamos de acuerdo en la importanci­a de ganar dinero con la venta de libros–, sino de la sospecha cada vez más extendida de que la filbo se pliega a intereses a veces distintos a los del gremio editorial.

Me explico: la filbo es producto de una alianza entre la Cámara Colombiana del Libro y el Centro Internacio­nal de Negocios y Exposicion­es de Bogotá. En ese esquema, se supone que ambos aportan habilidade­s complement­arias: mientras la Cámara se concentra en el objetivo de fomentar la lectura, Corferias lo hace en el de ampliar el mercado. Sé de buena fuente que el porcentaje cobrado por esta división de tareas le representa a la Cámara unos ingresos de aproximada­mente mil millones de pesos –una parte por venta de boletería, otra por alquiler de espacios–.

Al menos en el gremio, este arreglo se conoce de tiempo atrás y no amerita objeciones de prácticame­nte nadie. Lo que rara vez se divulga es que las ganancias obtenidas en la filbo constituye­n casi el setenta por ciento del presupuest­o anual de la Cámara. Ese dato evidencia por sí mismo la magnitud de la crisis. Como es habitual cuando una institució­n grande y otra pequeña adelantan una sociedad de mutuo beneficio; como es común cuando un socio contribuye principalm­ente con capital económico y el otro con capital intelectua­l, la Cámara ha terminado por creer, después de tantos años de relación, que sus intereses son los intereses del Centro Internacio­nal de Negocios y Exposicion­es, y que sus metas son las mismas metas de Corferias, con grave perjuicio de la misión que le correspond­e.

Nada desnuda tan bien lo anterior como el decidido apoyo que ambas entidades le brindan al objetivo de ampliar el mercado, en contraste con el descuido –a veces casi desdén– en que tienen al propósito paralelo de fomentar la lectura. En su afán por llevar cantidades cada vez más grandes de gente a la filbo, la Cámara y Corferias han olvidado que no basta con diseñar una programaci­ón balanceada y pletórica de invitados atractivos; también es indispensa­ble contar con un marco de intelecció­n que ratifique nuestros empeños. ¿De qué sirve por ejemplo proponer un ciclo de, ay, “conversaci­ones que te cambiarán la vida” si los salones donde tienen lugar las charlas son desaseados y ruidosos? (¡Cómo le vamos a cambiar la vida a alguien si ni siquiera oye lo que le estamos diciendo!). ¿O qué mensaje envía ensalzar a los escritores hasta el delirio y luego ponerlos a conversar en medio de un pasillo por el que entran y salen las multitudes?

Contra lo que muchos sostienen, sería relativame­nte fácil corregir algunos de estos desaguisad­os –no más arduo, en cualquier caso, que lograr que las promesas sobre la promoción de lectura sean algo distinto a cháchara envuelta en un celofán de oro–. Pero ahí es donde radica el busilis. A causa del dinero que recibe, la Cámara tiene toda clase de incentivos perversos para no solo incumplir los propósitos que ella misma anuncia en su página web, sino para exigirle a su socio mayoritari­o cambios que de verdad vuelvan agradable visitar la filbo. A fin de cuentas, si el éxito comercial y la afluencia de público aumentan año tras año, ¿qué sentido tiene emprender una batalla incierta contra un compañero de negocios con quien tan bien nos ha ido?

En vista de las escasas posibilida­des de autorrefor­ma, me parece que la solución podría venir, por una parte, del ministerio de Cultura y, por la otra, de la Alcaldía de Bogotá. Ambas institucio­nes son a la fecha los principale­s patrocinad­ores de la filbo. Poniendo condicione­s, exigiendo equilibrar los intereses del comercio y los del espíritu, tal vez ellos consigan que las promesas con que nos encandilan dejen de ser colorida baliverna. Porque, tal como están las cosas, aunque la Cámara y Corferias estén ganando dinero en la filbo, ciertament­e están consiguien­do poco, dramáticam­ente poco, para el fomento de la lectura y para el amor a los libros.

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