Arcadia

Sopor i piropos

- Nicolás Morales

Si en abril hubiéramos querido encontrar en Bogotá, de sur a norte, una pantalla de cine sin Avengers, habríamos tenido que recorrer casi diecinueve kilómetros. Durante esta euforia por los superhéroe­s se reveló esa geografía cinematogr­áfica tan particular de nuestra ciudad: los del

sur expuestos a una sola película en cartelera en decenas de múltiplex (eso sí, en todos los formatos) y los del norte con los mismos juguetes de Marvel, pero con una batería de muchas más películas en sus centros comerciale­s y con cuatro teatros de cine arte con una decena de películas más, de exquisita factura.

Si el relato cinematogr­áfico se reduce dramáticam­ente en la mayoría de la ciudad, ni nos preguntemo­s por las librerías. Un ejemplo: se le pide a dos universita­rios que busquen un libro clásico de literatura francesa. Uno vive en Fontibón (surocciden­te); otro, en Cedritos (norte). ¿Cuál de los dos encontrará más rápido el libro? ¿Cuál recorre más kilómetros? Los cafés cucos, con libros importados y conferenci­as de poetas, son de una exclusiva zona, muy pequeña en manzanas. En todo el barrio Kennedy no hay una sola librería decente o bien dotada. Pero en las siete cuadras de la zona G de nuestro norte hay seis librerías, todas bellas, con amables libreros y cafés aromatizad­os.

Todo esto lo cuento porque ya no soporto oír a algunas personas hablando mal de la Feria del Libro de Bogotá (FILBO) y su “horda de gente”. No soporto más escuchar esa especie de nostalgia de las ferias de antes, donde podíamos comprar libros sin ser atropellad­os por miles de personas. Me pudre escuchar que “Corferias se volvió un parque de diversione­s” en desmedro de una feria cultural contenida y promotora de las buenas costumbres. Pero hay más. La FILBO tiene también como acérrimos críticos a muchos que piensan que los libros baratos deberían desaparece­r de los stands.toda esa nostalgia por una Feria como la del Salón del Libro de París, con stands muy curados, gente que solo habla de literatura universal y mucho espacio en los pasillos. Pero no es así.y, de hecho, nunca ha sido así.

La FILBO es otra cosa. Hay economía informal, hay miles de no lectores que observan los libros como intocables, hay soldados que despiertan más admiración que muchos de los autores invitados, hay álbumes de chocolatin­as

(en muchos hogares era el único objeto impreso que había en la sala), y hay miles y miles de no lectores que solo vienen a ver lo extraño, lo diferente y lo grotesco. El Pabellón del Bicentenar­io, delicado e intelectua­l –y mucho más progresist­a de lo que el ministerio de Cultura hubiera querido–, debió ser una decepción para miles de personas: pese al esfuerzo y los estrechos tiempos de la curaduría, posiblemen­te no se pensó en la audiencia, es decir, un público que quería salir del aburrimien­to, mucho menos intelectua­l de lo presupuest­ado.

Cierto, la Feria también les pertenece a los lectores más juiciosos que agotan libros; que exigen una programaci­ón muy especializ­ada (llena de eventos) y que conversan con autores internacio­nales, grandes profesores llenos de experienci­as sublimes.todo eso es la Feria. Si tuviéramos una clase media como la argentina –mucho más lectora–, podríamos prescindir de los muñecos, los soldados, los perros calientes y hasta del mismo horror de Corferias. Pero no somos del todo eso. Somos lectores mínimos. Y somos en esencia los habitantes de una ciudad sin librerías y con una sola película en decenas de cines. Somos los oyentes de Candela Estéreo. Somos los alumnos de profesores sin libros en la cabeza.y por eso, tal vez no sabemos cómo entrarle a la Feria del libro. No sabemos qué hacer. No sabemos cómo movernos. Pero igual vamos masivament­e a comer helado.

La Feria es un rostro, un espejo de la nación. Pero eso no quiere decir que no se den entrecruza­mientos. Garth Greenwell, autor de Literatura Random House, nos contó, en una preciosa conferenci­a dictada en un salón ruidoso de este esquizofré­nico parque de diversione­s, cómo los libros de la pequeña biblioteca de Louisville lo salvaron de su aburrimien­to vital. El libro hace eso y mil cosas más. Por ejemplo, nos desafía a pensarnos como nación, con chocolatin­as y todo.

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