Sopor i piropos
Si en abril hubiéramos querido encontrar en Bogotá, de sur a norte, una pantalla de cine sin Avengers, habríamos tenido que recorrer casi diecinueve kilómetros. Durante esta euforia por los superhéroes se reveló esa geografía cinematográfica tan particular de nuestra ciudad: los del
sur expuestos a una sola película en cartelera en decenas de múltiplex (eso sí, en todos los formatos) y los del norte con los mismos juguetes de Marvel, pero con una batería de muchas más películas en sus centros comerciales y con cuatro teatros de cine arte con una decena de películas más, de exquisita factura.
Si el relato cinematográfico se reduce dramáticamente en la mayoría de la ciudad, ni nos preguntemos por las librerías. Un ejemplo: se le pide a dos universitarios que busquen un libro clásico de literatura francesa. Uno vive en Fontibón (suroccidente); otro, en Cedritos (norte). ¿Cuál de los dos encontrará más rápido el libro? ¿Cuál recorre más kilómetros? Los cafés cucos, con libros importados y conferencias de poetas, son de una exclusiva zona, muy pequeña en manzanas. En todo el barrio Kennedy no hay una sola librería decente o bien dotada. Pero en las siete cuadras de la zona G de nuestro norte hay seis librerías, todas bellas, con amables libreros y cafés aromatizados.
Todo esto lo cuento porque ya no soporto oír a algunas personas hablando mal de la Feria del Libro de Bogotá (FILBO) y su “horda de gente”. No soporto más escuchar esa especie de nostalgia de las ferias de antes, donde podíamos comprar libros sin ser atropellados por miles de personas. Me pudre escuchar que “Corferias se volvió un parque de diversiones” en desmedro de una feria cultural contenida y promotora de las buenas costumbres. Pero hay más. La FILBO tiene también como acérrimos críticos a muchos que piensan que los libros baratos deberían desaparecer de los stands.toda esa nostalgia por una Feria como la del Salón del Libro de París, con stands muy curados, gente que solo habla de literatura universal y mucho espacio en los pasillos. Pero no es así.y, de hecho, nunca ha sido así.
La FILBO es otra cosa. Hay economía informal, hay miles de no lectores que observan los libros como intocables, hay soldados que despiertan más admiración que muchos de los autores invitados, hay álbumes de chocolatinas
(en muchos hogares era el único objeto impreso que había en la sala), y hay miles y miles de no lectores que solo vienen a ver lo extraño, lo diferente y lo grotesco. El Pabellón del Bicentenario, delicado e intelectual –y mucho más progresista de lo que el ministerio de Cultura hubiera querido–, debió ser una decepción para miles de personas: pese al esfuerzo y los estrechos tiempos de la curaduría, posiblemente no se pensó en la audiencia, es decir, un público que quería salir del aburrimiento, mucho menos intelectual de lo presupuestado.
Cierto, la Feria también les pertenece a los lectores más juiciosos que agotan libros; que exigen una programación muy especializada (llena de eventos) y que conversan con autores internacionales, grandes profesores llenos de experiencias sublimes.todo eso es la Feria. Si tuviéramos una clase media como la argentina –mucho más lectora–, podríamos prescindir de los muñecos, los soldados, los perros calientes y hasta del mismo horror de Corferias. Pero no somos del todo eso. Somos lectores mínimos. Y somos en esencia los habitantes de una ciudad sin librerías y con una sola película en decenas de cines. Somos los oyentes de Candela Estéreo. Somos los alumnos de profesores sin libros en la cabeza.y por eso, tal vez no sabemos cómo entrarle a la Feria del libro. No sabemos qué hacer. No sabemos cómo movernos. Pero igual vamos masivamente a comer helado.
La Feria es un rostro, un espejo de la nación. Pero eso no quiere decir que no se den entrecruzamientos. Garth Greenwell, autor de Literatura Random House, nos contó, en una preciosa conferencia dictada en un salón ruidoso de este esquizofrénico parque de diversiones, cómo los libros de la pequeña biblioteca de Louisville lo salvaron de su aburrimiento vital. El libro hace eso y mil cosas más. Por ejemplo, nos desafía a pensarnos como nación, con chocolatinas y todo.