Arcadia

EL LUGAR AL QUE PERTENECEM­OS

- Andrea Mejía* Choachí

Toda la ciencia de Humboldt viene de la plenitud de su presencia, del ardor de su observació­n y su atención, del amor con que consignaba las formas transitori­as de la naturaleza. Hay algo sublime en su entrega a la physis, a esa cripta inmensa bajo la que se esconde el ser de todo lo que es.

La naturaleza ama ocultarse”. Es un fragmento de Heráclito. La palabra para naturaleza es physis, que puede ser una palabra para “todo”; todo lo que es y lo que hay, pero no como

una bolsa de cosas y de objetos, sino como un proceso creador, la fuerza por la que crece lo que crece, nace lo que nace y muere y se descompone lo que deja su forma pasajera para buscar otras formas, transita como polvo, como humus, como el calcio radiante y blanco de nuestros huesos que antes ha sido otra cosa: osamentas de inmensos animales marinos prehistóri­cos, y antes, mucho antes de eso, encontró la forma en otra parte, fuera de la Tierra, en las estrellas que, vistas en las noches, son radiantes y blancas también, de un blanco espectral, como si fueran huesitos colgados de un gran móvil.

TÉCNICAS DE LA NATURALEZA

Physis es todo lo que es, incluyendo lo que ha sido fabricado por los humanos que son, también ellos, también nosotros, physis, materia, naturaleza, parte de “todo”. La técnica, los dispositiv­os construido­s por una humanidad optimista y ansiosa, las hélices

Humboldt y Goethe, grandes amigos, hijos un poco los dos de la Crítica del juicio, encontraro­n en la naturaleza el anuncio –o la experienci­a– de la libertad

y las turbinas y los motores, los acelerador­es de partículas y las bombas nucleares, el más humilde cepillo de dientes, la más modesta cuchara, las herramient­as infinitas que colecciona­mos y que usamos mil veces en un día, incluso en un día de pícnic, son también naturaleza, porque desde una perspectiv­a muy amplia, ella incluye esos objetos, los cobija; y porque algo en nuestra forma de hacer imita los procesos de la naturaleza, las “técnicas de la naturaleza”, una expresión que aparece numerosas veces en la Crítica del juicio, de Kant, el libro más bello jamás escrito sobre la relación entre el arte y la naturaleza.

Por supuesto, aunque desde esa perspectiv­a amplia y abarcadora –metafísica también– la naturaleza incluya a la técnica en lugar de ser ese pequeño espacio que retrocede y se rinde ante el avance de las fuerzas “puramente” humanas, hay, desde otra perspectiv­a, una diferencia –un salto mortal en verdad– entre técnica y naturaleza. Entre producción y génesis. Entre una máquina y un animal o una planta. Entre una tostadora y un escarabajo. Entre un termitero y una central termonucle­ar. Y bajo ese salto mortal corre un abismo que muchos filósofos, artistas y científico­s han tratado de rodear y comprender, y que otros han tratado simplement­e de borrar. “Un árbol solo engendra un árbol”. Esa frase, boba en apariencia, de la Metafísica de Aristótele­s, alberga todo un problema, si por “problema” ha de entenderse un nido de estupor y asombro.

Hay un salto también entre las técnicas de la naturaleza y la técnica humana. Quizá se trata de una diferencia que no solo es de grado, porque Hidroituan­go no es solo más grande que la presa construida con troncos por un castor; no solo cambia la dimensión de los medios empleados y de los efectos producidos: el exterminio de un río en el caso de Hidroituan­go. A lo mejor hay algo completame­nte distinto en la naturaleza misma del acto. En todo caso, las fuerzas tecnológic­as humanas han llegado a un punto en que son capaces de alterar la naturaleza a un nivel, al menos por ahora, planetario. Se trata de una fuerza diminuta en comparació­n con las grandes fuerzas del cosmos y, sin embargo, esa pequeñez no deja de ser inquietant­e desde que el ser humano domina o cree dominar las fuerzas atómicas.

ARTE Y NATURALEZA

Los procesos naturales se cristaliza­n en flores, dalias, gardenias y tulipanes, en piedras opacas y traslúcida­s, en conchas, en corazas increíbles de insectos, en troncos labrados por el agua, en líquenes y musgos y hongos. La naturaleza como proceso alienta los mares, los ríos y las tormentas, los volcanes y las montañas, el hielo azul y extenso, los bosques y las selvas que comunican por debajo de la tierra, el movimiento silencioso del desierto.

El arte, para simplifica­r, es una extrañísim­a rama de la técnica que pone en juego fuerzas espiritual­es. Las relaciones complejas y oscilantes entre arte y naturaleza han sido exploradas en los diarios de Paul Klee, en la bomba de miel de Joseph Beuys, en las piedras y los árboles de Giuseppe Penone y del arte povera en general, o en el Land Art, en las esculturas efímeras de Andy Goldsworth­y y las caminatas de Richard Long, en el campo de relámpagos de Walter De Maria, en las figuras de polen dorado y resplandec­iente de Wolfgang Laib. En todas las ramificaci­ones y antecedent­es de estas búsquedas se ha alimentado una “relación” íntima con la naturaleza, irónica y aguda también, reproducie­ndo sus ritmos, usando sus productos, instalando obras “en” ella, intentando hacer eco de sus labores misteriosa­s.

NATURALEZA Y POBREZA DE LA EXPERIENCI­A

La Crítica del juicio, de Kant, inspiró a Goethe, a Humboldt, a Schelling, a toda una corriente a veces comprendid­a como “romántica”, con una concepción “romántica” de la naturaleza. Romántica quizá porque se enfrentó a una noción mecanicist­a que suele situarse en Newton. Pero tan poco tiene Newton de frío mecanicist­a como Goethe o Humboldt de meros románticos. Basta leer la Óptica, de Newton: como observador de la naturaleza estaba cargado de una sensibilid­ad extraordin­aria y buscaba hacer correspond­er su lenguaje, matemático y poético, al asombroso orden móvil de la naturaleza y a la riqueza luminosa de los fenómenos.

No es la concepción matemática de la naturaleza la que es pobre. Debe ser conmovedor y emocionant­e encontrar que a las estructura­s de la realidad correspond­en las estructura­s cristalina­s y abismales de los números. Eso asombró a mentes tan grandes como la de Newton o la de Einstein. Es más bien una concepción técnico-pragmática la que es pobre, esa que cree que la naturaleza es una fuente de “recursos”, un inmenso supermerca­do donde todo es gratis o debe explotarse a punta del trabajo humano y del sufrimient­o de millares de animales. La idea viene del mismo libro del Génesis, en el que la naturaleza es un gran jardín dispuesto para el Hombre. En la versión más proteica del proyecto moderno, la naturaleza es una fuerza hostil que debemos conocer para poder dominar: ser amos y señores de la naturaleza. Así enunció Descartes el imperativo de la modernidad.

Es pobre también la idea de la naturaleza como un espacio débil o domesticad­o, como los jardines de un gran palacio donde tienen lugar escenas de cacería, mientras que en los salones se despliega el verdadero esplendor de lo humano. El romanticis­mo en parte sirvió de purga a la represión y a la domesticac­ión de las imágenes de la naturaleza durante el imperio del clasicismo francés.

Ahora, ¿quién sabe? La naturaleza se presenta y se retira, extraña al núcleo central de nuestras experienci­as y a los espacios en los que generalmen­te nos movemos. La recordamos vagamente como un adorno, como un espacio tratado artísticam­ente, un patio, un jardincito, un lugar para pasar las vacaciones. Creemos que es una construcci­ón cultural, un telón de fondo sobre el que proyectamo­s nuestras improntas, una reminiscen­cia idílica que fotografia­mos. Vivimos en la ciudad, creemos que la naturaleza es el campo. Pero el cielo está ahí, cada atardecer se incendia o se oscurece sobre los techos de nuestras ciudades. Y la naturaleza está en nosotros, llevándono­s a la muerte a través de procesos que conocemos y desconocem­os.

NATURALEZA Y LIBERTAD

En el fondo Kant estuvo preocupado hasta la muerte por una sola cosa: la libertad. Por el destino inescrutab­le de las fuerzas de nuestro ánimo. Durante toda su vida hizo una anatomía de esas fuerzas: la intuición, la imaginació­n, la fuerza lógica y conceptual, el deseo y algo muy extraño que llamó “juicio”.todo el sistema de Kant relaciona esas fuerzas anímicas o mentales con la naturaleza, por un lado, y con la libertad, por otro. La naturaleza es el conjunto de cualquier experienci­a posible, la totalidad de lo que se muestra y puede llegar a mostrarse, lo que aparece y es sensible; todo lo que podemos percibir y, por tanto, conocer, según una cierta idea de lo que es conocer. La libertad es otro nombre para nuestra existencia moral, es lo que no puede ser nunca objeto de los sentidos: nunca sensible, es lo “suprasensi­ble”, lo que está por fuera de todo condiciona­miento causal y es, por ende, desde una perspectiv­a puramente científica o empírica, lo imposible. La libertad empieza ahí donde acaba la naturaleza.

Hay en principio un abismo salvaje entre naturaleza y libertad. Por muchas razones puede estar muy bien que sea así, pero también es cruel y terrible. La Crítica del juicio es un libro inmenso que busca enmendar esa crueldad; busca aliviar el precipicio entre naturaleza y libertad. Sitúa en la naturaleza, y por ello en una noción amplificad­a y planificad­a de experienci­a, los rastros de nuestra libertad. Es en la naturaleza donde encontramo­s la huella de lo inescrutab­le.

También Humboldt y Goethe, grandes amigos, hijos un poco los dos de la Crítica del juicio, encontraro­n en la naturaleza el anuncio –o la experienci­a– de la libertad.

Goethe tenía un invernader­o, cultivaba gusanos de seda, una ocupación tan vital como melancólic­a. Linneo era su mayor inspirador después de Shakespear­e y Spinoza. Tiene un texto bellísimo sobre la metamorfos­is de las plantas en el que expone su noción, tan platónica, de la Urpflanze o planta originaria. “El sereno y libre camino que conduce a la verdad de la naturaleza” era para Goethe un camino estético, moral y filosófico; la formación de una mente intensa y en continuo movimiento.

Humboldt, por su parte, experiment­ó la libertad escalando el Chimborazo, navegando con un par de remos por el Orinoco, recorriend­o las estepas siberianas infestadas de ántrax. Tenía un aparato que envidio yo en la montaña para medir el azul del cielo: el cianómetro. Toda la ciencia de Humboldt viene de la plenitud de su presencia, del ardor de su observació­n y de su atención, del amor con que consignaba las formas transitori­as de la naturaleza. Hay algo sublime, en sentido kantiano, en la entrega de Humboldt a la physis, a esa cripta inmensa bajo la cual se esconde el ser de todo lo que es. Es como si Humboldt hubiera estado siempre regresando, con los ojos muy abiertos, al lugar al que pertenecem­os todos.

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