Arcadia

EL GUERRERO Y EL PACIFICADO­R

- Por Laura Gil

Dicen que solo refleja su vanidad; que se erige como el símbolo de una traición; que poco aporta a la comprensió­n del proceso de La Habana. Pero para mí, La batalla por la paz, de Juan Manuel Santos, fue un deleite de principio a fin.

Es verdad que, si usted quiere descubrir el lado más emotivo de Santos, este texto aporta poco. De eso podrá ver más en sus redes sociales –la ternura para Celeste, la nieta; la diversión de los paseos en bicicleta con los hijos; las miradas cruzadas con Tutina–. El libro, más bien, proporcion­a evidencia para creerle a su esposa cuando afirma que “agua aromática le corre en las venas”; cuando se termina, resulta inescapabl­e la conclusión de que todo fue calculado con frialdad, así tantas veces el autor insista en que no.

Santos describe la búsqueda de la paz desde los inicios de su vida pública hasta que termina su segundo periodo presidenci­al, con especial atención en su transforma­ción de guerrero a pacificado­r. De su ambición no quedan dudas, y ¿quién le puede creer, después de terminar este libro, que la paz no fue una apuesta política desde su juventud?

Le aceptó el ministerio de Comercio Exterior a Gaviria a expensas de un futuro al mando de El Tiempo. “Cuando la generación de mi padre y de mi tío –editor y director respectiva­mente– diera un paso al costado, yo era el candidato para asumir la dirección”. Luego, en unas de las tantas crisis de

gobernabil­idad de Pastrana, entró a su gobierno como cuota liberal, se dio el lujo de elegir ministerio (Hacienda), criticó la bandera principal de la presidenci­a –el proceso del Caguán– hasta el punto de exigir nunca tener que ir a la zona de despeje y, en últimas, no creyó nunca en su jefe. “Él tenía ese defecto: no aceptaba las realidades cuando eran adversas a sus deseos”. A Álvaro Uribe le consiguió los más duros golpes que se les dieran a las Farc aun cuando supiera que, en ese periodo, se daban órdenes ilegales que afectaban su cartera, como cuando se vio obligado a intervenir, incluso en contra de la voluntad del presidente, para detener los “falsos positivos”.

“La guerra no puede ser un fin en sí misma. Es tan solo un medio, pero un medio que siempre debemos tratar de evitar”, dijo en su discurso de aceptación del Premio Nobel en Oslo. Fue una transición de la guerra a la paz que esperó dar junto con el uribismo. Si la mano dura llevó a las Farc a negociar, ¿cómo no reclamar el proceso de paz como una victoria en conjunto? Tan evidente era para él, ¿por qué no para ellos? Recordaba las palabras de Lincoln, cuando el expresiden­te estadounid­ense decía “¿acaso no destruimos a nuestros enemigos cuando los hacemos nuestros amigos?”. Lo logró con Correa y Chávez, nunca con los uribistas.

Se vislumbra algo de sus sentimient­os cuando explica la mezquindad del uribismo, la desilusión con Juan Carlos Pinzón y varios de sus errores. “Me embarqué y embarqué al país en el tema de la refrendaci­ón… Fue un error”. En ocasiones, se percibe un hombre ingenuo y no el jugador de póker del que tanto se habla.

Santos cuenta todos los tropiezos y todos los trasnochos de la negociació­n, y este libro tiene un valor documental evidente. En él, el lector no descubrirá a Santos el hombre, sino a Santos el estadista; y si cree, como yo, que el acuerdo de paz cambió la cara de este país, es necesario leerlo.

La batalla por la paz es el testimonio de un ser humano, como todos nosotros, imperfecto, pero que le apostó a la paz.

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La batalla por la paz Juan Manuel Santos Planeta 616 páginas
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