La patria insuficiente: ¿cómo contar la historia?
En la celebracion del primer centenario, los abogados Jesus Maria Henao y Gerardo Arrubla publicaron Historia de Colombia, un texto fundamental en la educacion nacional hasta la segunda mitad del siglo xx. Esa narrative oficial determino nuestra identidad
Poco antes de morir, Luis López de Mesa publicó en las Lecturas Dominicales de El Tiempo un ensayo cuyo título era una explícita declaración de intenciones. En esos “tres minutos de historia colombiana” el polígrafo antioqueño no se contentaba con resumir los principales acontecimientos del siglo xx en nuestro país; también hacía particular hincapié en que “el día más doloroso de la patria”, la fecha en que él y los demás miembros de la Generación del Centenario se volvieron abruptamente adultos, fue el 3 de noviembre de 1903.
En ese entonces, López de Mesa no había cumplido los veintiún años. Sin embargo, ni él ni nadie pudo ignorar que la separación de Panamá implicaba, además de un desgarramiento nacional, el inicio de un largo proceso de autoexamen para los colombianos.
A quien revisa la prensa de aquellos tiempos no le sorprenden ni los abundantes actos de contrición ni los también numerosos propósitos de enmienda: con mayor o menor grado de compromiso, tanto los jefes liberales como los conservadores advirtieron que si persistían en la intransigencia de los años anteriores, si se afincaban en el dogmatismo doctrinario de uno y otro partido, si continuaban eludiendo la posibilidad de hacer acuerdos, por mínimos que fuesen, no habría el menor chance de que Colombia llegara a convertirse en un país viable.
Nada refleja tan bien lo anterior como un artículo del año 1904 del general Rafael Uribe Uribe. Luego de prometer que nunca volvería a esgrimir su espada en contiendas intestinas, la cabeza máxima del liberalismo dejó escrito que para lograr “la concordia de los buenos colombianos” había que extender “la mano por sobre las banderas de los propios partidos” y emprender una “obra de salvación común para sostener el edifico nacional que se derrumba”.
Tiempo antes de que Uribe Uribe las pronunciara, Carlos Arturo Torres hizo suyas estas palabras. No solo se opuso a que el jefe liberal iniciara la guerra en 1899; con igual o mayor vehemencia, exhortó a los miembros de su partido a colaborar con los gobiernos conservadores, dando él mismo el ejemplo.
Estas colaboraciones eminentemente prácticas no le impidieron reflexionar sobre lo que hacía. Como tantos otros,torres comprendió que la “obra de salvación común” propuesta por Uribe Uribe implicaba, además de servir en cargos públicos, encontrar una serie de signos y símbolos que sirvieran de aglutinante para los militantes de ambos partidos. Colombia, reflexionaba, no podía limitarse a ser simplemente un país, esto es, una superficie terrestre identificada con un nombre cualquiera. También tenía que ser una patria, un tejido común, “una comunidad de muy tangibles y positivos intereses humanos y al propio tiempo una vinculación ideal de tradición, de sentimientos y aspiraciones”.
Al ensayista de Santa Rosa deviterbo no se le escapaba que sin ese núcleo vinculante, sin ese pasado en que todos pudiéramos reflejarnos como en un espejo, sería difícil constituir un nosotros. De allí que en 1910 concentrara sus reflexiones al respecto en un ensayo sumamente perceptivo,“el concepto de patria”. En esas páginas,torres volvía sobre su convicción de que “todos los pueblos comprenden la necesidad y la importancia de una gloriosa tradición nacional”, añadiéndole un elemento que a sus ojos resultaba insoslayable: “el superhombre representativo en quien se encarnan las emociones superiores de la raza”.
Dicho sin la alambicada prosa de los centenaristas, torres sugería que la construcción de eso que ahora llamamos “Estado nacional” pasa por conformar, con los múltiples datos y experiencias del pasado, tanto un inventario de obras naturales y humanas que nos llenen de orgullo como un elenco de personajes que nos sirvan de ejemplo. Para él estaba muy bien fijarnos en “la cuna de nuestros hijos, la tumba de nuestros padres, el valle de nuestro pasado, la ciudad de nuestro porvenir”, siempre y cuando asumiéramos que también necesitábamos héroes para poner “en el vértice de las tradiciones de cada pueblo” y hacia los cuales pudiera dirigirse la “adoración colectiva, auténtica manifestación de una colectiva necesidad”.
Cuando en 1907 el gobierno de Rafael Reyes planteó una serie de concursos para celebrar el centenario de la independencia, estas cuestiones estaban en el aire. Para comprobarlo, basta recordar la reacción de los llamados Opositores Bogotanos no bien se anunció al año siguiente que tal vez habría que cancelar algunos de los certámenes dadas las penurias del fisco.tan aguerridos y beligerantes con otras iniciativas, en este caso los Opositores bajaban la voz y adoptaban un tono casi de súplica:“bien sabéis que el país no posee, por desgracia, buenos textos sobre la materia y de aquí que los estudios históricos, de tanta trascendencia para la conservación de la unidad nacional, sean deficientes en Colombia... Os pedimos conservéis en el nuevo programa de festejos para el centenario el ya mencionado concurso de historia que responde a una necesidad imperiosa del país”.
La respuesta de la Junta del Centenario a estos reclamos fue salomónica: conservó lo prometido en 1907, pero reemplazó los cuantiosos premios en metálico por medallas de oro y diplomas de honor. Es difícil juzgar si eso contribuyó a que en 1910 prácticamente nadie se presentara en la categoría de literatura. Aunque recibieron trabajos en las cinco modalidades contempladas, al parecer ninguno de ellos cumplía plenamente con las bases, de modo que en la práctica los jurados Clímaco Calderón, Emiliano Isaza y Antonio José Uribe solo consideraron un par de manuscritos: una Historia de Colombia en dos tomos y un Compendio sobre el mismo tema presentados bajo el seudónimo común de Patriae Amans –los amantes de la patria–.
Al abrir las plicas, se supo que los autores eran un par de abogados conservadores, miembros de la Academia de Historia y con una larga experiencia en la burocracia estatal. Jesús María Henao, el mayor de los dos, había nacido en Amalfi, Antioquia, en 1870, y Gerardo Arrubla en Bogotá, dos años después. En la semblanza que Roberto Cortázar les dedicó a principios de los años cuarenta podemos apreciar que ambos respondían al perfil clásico del intelectual en los tiempos de la Hegemonía. Fundamentalmente políticos –Arrubla fue alcalde de Bogotá entre 1917 y 1918–, la actividad pública no les impidió escribir obras jurídicas, emprender investigaciones históricas o realizar tareas filológicas.
Esa tipicidad se manifestaba incluso en sus hábitos indumentarios. “¿quién no ha conocido al doctor Arrubla? –preguntaba Cortázar–. ¿Quién no lo adivina con su andar lento y reposado, el paraguas bajo el brazo, el cuerpo cubierto con fino y elegante sobretodo, deteniendo a su interlocutor a cada diez pasos para hacer hincapié en una idea, en un cuento, mientras acomoda en la boquilla marfilina la cuarta parte de un cigarrillo nacional?”.
La descripción –¿será necesario decirlo?– también era aplicable a Henao.
Cuando la Escuela Tipográfica Salesiana publicó entre 1911 y 1912 los dos tomos de la Historia de Colombia, quedó claro para los lectores que ni José María Henao ni Gerardo Arrubla vivían en una torre de marfil, ajenos a las ansiedades culturales de la época.
Al poner como epílogo de su libro unas dolidas reflexiones sobre la pérdida de Panamá, coincidían con el general Uribe Uribe en que semejante descalabro obligaba a una relación menos pugnaz entre los partidos, uno de cuyos correlatos era, justamente, abandonar la actitud beligerante de tantos recuentos históricos en favor de un tratamiento más objetivo del pasado.
Al desarrollar una historia en esencia militar y eclesiástica, centrada en los virreyes de la colonia, en Nariño, en Mutis, en Simón Bolívar, en Santander, entraban en diálogo con las ideas de Carlos Arturo Torres, en particular con sus propuestas sobre el culto a los héroes y la importancia de apuntalar una tradición en la cual pudieran reconocerse todos –o la mayoría de– los ciudadanos de Colombia.
Y, last but not least, al poner a disposición del público una historia que avalaban el presidente de turno y el Ministerio de Instrucción Pública, daban cuerpo al imperativo manifestado por los Opositores Bogotanos de contar con una historia oficial aceptable incluso para quienes no fueran de nuestro barco, conjurando así las tentaciones de una segunda disgregación como la de Panamá.
En un ensayo dedicado al manual, Jorge Orlando Melo sugiere que el verdadero tratado de paz entre liberales y conservadores se firmó no en los predios de la hacienda Neerlandia sino en las páginas de la Historia de Henao y Arrubla. Por tanto, si queremos buscar una muestra representativa del espíritu de tolerancia y del carácter republicano que tímidamente empezó a manifestarse en Colombia tras la guerra de los Mil Días, allí debemos buscarlo.
Para el lector que abre por primera vez el libro, el mejor ejemplo de ese nuevo enfoque del pasado se encuentra en el tratamiento dado a Simón Bolívar y Francisco de Paula Santander. En la segunda mitad del siglo xix varios escritores conservadores como Joaquín Posada Gutiérrez, José Manuel Groot, y muy especialmente Miguel Antonio Caro, difundieron la idea de que los sueños de Bolívar no habían podido cumplirse a causa de un liberalismo obtuso, enemigo de la iglesia, afrancesado y federalista.
El episodio clave en esa forma de ver las cosas era, naturalmente, la conspiración septembrina. Según Posada, Groot y Caro, el intento de magnicidio demostraba tanto la índole antipatriótica de los conjurados como que los males de Colombia se debían en buena parte a Santander, a sus secuaces en la conspiración y a los que, sin reconocer el fracaso de la misma, seguían porfiando en aquellas ideas equivocadas.
En su Historia, Jesús María Henao y Gerardo Arrubla se apartan de este dogma hasta el punto no solo de calificar como “jóvenes distinguidos y ardientes” a los participantes en el complot, sino también de eximir de cualquier responsabilidad en los hechos al Hombre de las Leyes.
Esta toma de distancia les permite ofrecer una narración mucho más objetiva de todo el periodo posterior a la batalla de Boyacá, en la que Bolívar no está opuesto a Santander sino que es su polo complementario. Al final, se saca en limpio que ambos contribuyeron de manera decisiva a formar la nueva república: Bolívar como genio militar y político, Santander como arquitecto del andamiaje jurídico. Por lo tanto, subrayan Henao y Arrubla, el hecho de que el uno y el otro cometieran errores o de que la hubris los hubiera enceguecido en determinados momentos de su vida no opaca en absoluto su grandeza como figuras del altar patrio.
Nada de lo anterior debe hacernos perder de vista que, según explica con lucidez Jorge Orlando Melo, “el republicanismo fue un acuerdo desigual”. Al firmar el Tratado de Neerlandia, los conservadores mantuvieron el control del Estado –el ejército, el sistema electoral y el 70 % de los cuerpos electivos permanecieron en sus manos– sin necesidad de hacer más que unas cuantas concesiones a los liberales.
De forma análoga, la Historia de Henao y Arrubla, aunque eliminó los elementos más pugnaces de la polémica política con el liberalismo, mantuvo en lo básico y decisivo el punto de vista conservador. Excepción hecha de las salvedades ya anotadas, los niños y adolescentes que leían sus casi mil trescientas páginas se encontraban con la visión de conjunto forjada por los principales ideólogos de ese partido a lo largo del siglo xix. La conquista y la colonia, tratadas en el primer tomo, eran vistas como etapas difíciles, aunque finalmente positivas, porque nos trajeron “la religión verdadera y el hermoso idioma que hablamos”; la independencia se entendía como una disputa encaminada a obtener el mismo estatuto jurídico que las provincias españolas, no a separarnos de la Madre Patria; y la república, por su parte, era juzgada como ese momento de caos y confusión de los espíritus en que estuvimos a punto de extraviarnos. Por fortuna, llegó la Constitución de 1886, que, además de corregir los extravíos de la liberal de 1863, restableció “la unidad nacional”, definió claramente “las libertades individuales” y otorgó el lugar central que le correspondía al “principio de autoridad vigorizado” –la Iglesia católica–.
Sobre todo, nada de lo dicho hasta aquí debería hacernos olvidar que ese tratado de paz firmado en la Historia de Henao y Arrubla solo tuvo vigencia en sus páginas. Fuera de ellas, la contienda entre liberales y conservadores persistió con la misma aspereza ideológica del siglo xix, tal como lo prueban el amargo retrato del Libertador esbozado en los Estudios sobre Bolívar, de José Rafael Sañudo, las invectivas contra Santander de Laureano Gómez o el ensalzamiento del Hombre de las Leyes de Laureano García Ortiz.
Estas, por supuesto, no son las únicas objeciones que pueden hacerse a la Historia de Henao y Arrubla. Menos propensos a escorarnos entre las figuras de Bolívar y Santander, poco dados a la historia militar o eclesiástica, los lectores contemporáneos resentimos que un libro tan largo presente un desbalance tan notorio entre sus cuatro partes –más o menos el 40 % del texto está dedicado a la época de la independencia–, que se ocupe distraídamente de los aspectos económicos y haga menciones fugaces a instituciones fundamentales como el resguardo o la encomienda. No entendemos, por ejemplo, que en las doscientas setenta y siete páginas consagradas al periodo colonial se dediquen apenas dos frases a la existencia de la esclavitud –y no para hablar de los esclavos, sino para indicar que san Pedro Claver consagró su vida a atenderlos–. En el mismo sentido, lamentamos la desmañada atención que se presta a los temas de raza y género, como si los españoles venidos de la península y sus descendientes criollos hubieran sido los únicos protagonistas de la gesta americana.
Por más inconformidad que estas omisiones susciten, conviene advertir que no se deben a la desidia o al desinterés de Henao y Arrubla en esas materias. Los dos aceptan sin remilgos que en la historia de Colombia han participado blancos, negros e indígenas en partes más o menos iguales, pero bajo el sobreentendido de que la primacía cultural la tienen los primeros,“raza superior y victoriosa”. Siguiendo el punto de vista hispanocéntrico de Caro, asumen que España nos dio los elementos conformadores de la nacionalidad –“religión, lengua, costumbres, tradiciones”–, lo cual fatalmente relega a un segundo plano cualquier aporte de las demás etnias.
Eso explica que el libro tenga tan poca información sobre instituciones en las que los españoles eran minoría, como que a las tres culturas se les apliquen raseros de valor desiguales. Aunque Henao y Arrubla censuran con frecuencia los crímenes y excesos de los conquistadores; aunque, por aquí y por allá, hacen reparos tenues a la labor evangelizadora de ciertos frailes y aunque las actuaciones de los criollos independentistas les merecen algunos reproches, al final de cuentas su valoración de todos ellos es positiva. Por contraste, los indígenas y negros siempre les generan aversión o desconfianza. En un ejemplo típico de los que hay en el libro, de los primeros nos dicen que tienen “tan poco desarrollado el buen gusto” que,“puestos por la Providencia en terrenos dotados de los más selectos manjares”, prefieren “los productos más repugnantes de la fauna colombiana”; de manera no menos idiosincrática, sobre los segundos nos recalcan su carácter de foco infeccioso, según lo patentiza el hecho de que la viruela, “desconocida en América”, “apareciera en 1520 en México… propagada por un negro esclavo”.
Esta lista importa porque muestra los límites del proyecto de Henao y Arrubla. La patria que ellos se imaginan, el suelo sagrado a cuyos héroes, hechos épicos y naturaleza quieren que rindamos homenaje, es un espacio a la vez literal y metafórico con cabida para las tres etnias, pero solo en situación subordinada. Los indígenas, los negros, las mujeres se aceptan en calidad de coro mudo o escenografía, no como figuras protagónicas. De allí que, al poner en el centro de su narración al mito hispanista forjado por la Regeneración, al proyectar una luz favorable sobre la población blanca y otra prejuiciosa sobre
Ese tratado de paz firmado en la historia de Henao y Arrubla solo tuvo vigencia en sus páginas. Fuera de ellas, la contienda entre liberales y conservadores persistió
los “pardos”, Henao y Arrubla impongan un obstáculo insalvable para la creación de un panteón nacional capaz de agregar y de asimilar los distintos componentes de la nación.
Tal vez quien primero advirtió que el culto a los héroes propugnado en la Historia de Henao y Arrubla estaba entrando en crisis fue la periodista Emilia Pardo Umaña. En una columna de 1953, “Qué piensan los que se fueron”, finge que la noche anterior las estatuas de Bogotá habían bajado de sus pedestales y le habían dicho una que otra sinceridad. El general Uribe Uribe estaba insatisfecho con el tamaño del letrero en su monumento funerario; Policarpa Salavarrieta, con que los colombianos de ese entonces fueran unos “menguados”; Antonio Nariño, con tener ese insoportable “aire de hombre que quiere mostrar que tiene chaleco”. Pero, al margen del motivo de sus quejas, todas las estatuas estaban en general “muy descontentas”.
Pardo Umaña escribió la columna porque lamentaba el descuido en que la Alcaldía tenía al patrimonio al aire libre.aun sabiendo eso, la crónica admite que la leamos como un diagnóstico de la conflictiva relación que ya entonces, cuarenta años después del centenario, los colombianos tenían con el discurso patriótico y con la noción de héroe definidos en 1910.Además de no saber, o de saber vagamente, a quiénes representaban tantos bronces diseminados por la ciudad, las estatuas estaban sucias, rotas, orinadas.
Setenta años más tarde, esa incuria ha ganado terreno: situados en un punto equidistante entre la iconoclastia y la indiferencia, a los colombianos de hoy nos importan poco los monumentos, los mausoleos, los bustos, las rotondas de hombres ilustres que fueron el sello distintivo del centenario. Nos parece que las glorias sempiternas han caído en un olvido denso; que los antaño prestigiosos símbolos poco a poco se diluyen en las sombras; que, literalmente, nos estamos quedando sin instrumentos para encarar el legado de la época centenarista.
Proyectado contra ese telón de fondo, un cáustico diálogo de Lavirgen de los sicarios, de Fernando Vallejo, resume a la perfección los actuales sentimientos hacia la historia patria:“bolívar”, le dice el narrador a su joven amante,“es un pirobo”, y la gloria,“una estatua cagada por las palomas”.
En una situación así, resulta inevitable preguntarse por la verdadera influencia de la Historia de Henao y Arrubla en la cultura colombiana. Hoy se ha convertido en una especie de lugar común hablar de ese manual como si fuera el vector ideológico por excelencia del conservadurismo: cualquier investigación hecha a medias, cualquier punto de vista convencional, cualquier análisis concebido como una colección de ejemplos heroicos para la juventud se descalifica “como Henao y Arrubla”. Dado que el manual fue texto oficial –pero no exclusivo– de los colegios entre 1910 y aproximadamente 1960, se le atribuye una serie de efectos fantasiosos, la mayor parte de los cuales nunca ha verificado un historiador profesional.
Mientras llegan esos artículos que expliquen, con datos y documentos, la recepción de la Historia de Henao y Arrubla en el país, se puede adelantar que muchos procedimientos expositivos del libro y, sobre todo, mucho de su vocabulario han terminado siendo parte de la cultura política nacional a través de los denominados “discursos veintejulieros”.
Con ese término, tomado de los manuales escolares del siglo pasado, se alude a la obligación de los estudiantes de escribir piezas oratorias llamadas encomios, en las cuales alababan un héroe de la independencia en un lenguaje grandilocuente, que apelaba a tópicos como “el sacrificio personal en favor de intereses superiores” y utilizaba un arsenal retórico sumamente codificado: las “verdades incuestionables”, los “egregios” fundadores, la “grandeza” de la patria, las glorias “sempiternas”.
En tanto ejercicio retórico, los encomios formaban parte del género demostrativo o epidíctico, y se juzgaban no por su fidelidad a los hechos, sino por el arte y la elegancia con que el orador los presentaba al público. En un país y en una época en que todavía se enseñaba retórica en los colegios, esas efusiones tenían una razón de ser: exaltar al héroe, al padre fundador, a la figura saliente según las convenciones discursivas imperantes en aquel tiempo y lugar.
No es para nada así después de ciento nueve años. Si algo puede rastrearse con facilidad ahora mismo en la cultura colombiana es que todo el lenguaje usado para celebrar a los héroes y la patria en 1910, toda la retórica que aparece en Henao y Arrubla, que es una marca de estilo de los centenaristas, se ha pervertido de tal forma que ya no solo significa lo contrario de lo que significaba entonces, sino que quienes lo usan son, en multitud de casos, gente al margen de la ley. El paramilitar Carlos Castaño repetía con gusto que se había levantado en armas “por la salvación de la patria”; el guerrillero Mono Jojoy, porque “hay un bien superior que es la defensa del pueblo”. Con esos antecedentes, a nadie extrañará que ahora mismo a los soldados responsables de los falsos positivos se les califique como “héroes”, que un abogado famoso por vivir sub júdice se llame a sí mismo “el Patriota”, que “un saludo a la bandera” sea una promesa que no cumpliremos y que hablarles como un loco a las estatuas sea la forma colombiana por excelencia de desahogar la ira o la frustración personal contra un sistema político perverso.
Colombia no podía limitarse a ser simplemente un país, esto es, una superficie terrestre identificada con un nombre cualquiera, también tenía que ser una patria, un tejido común