Arcadia

La Colombia de una caleña desde el extranjero

- Felipe Botero Quintana Botero, traductor y filósofo de la Universida­d Nacional de Colombia, colabora con nuestra sección digital “Arcadia traduce”, publicada mensualmen­te en revistaarc­adia.com.

De padre estadounid­ense y madre británica, Pachico escribe en su lengua materna, el inglés. Pero sus cuentos giran en torno a la Cali de su infancia, y a los efectos de la violencia en quienes más privilegio­s han tenido en medio del conflicto armado de Colombia.

The Lucky Ones, publicado por primera vez en inglés en marzo de 2017 y traducido ahora por Seix Barral al español, es el primer libro de Julianne Pachico. Le valió los elogios de Silvana Paternostr­o en The New York Times y una extensa reseña en The Atlantic. Marisa Silver, una cineasta y escritora california­na, lo describió como “uno de los debuts más originales e hipnotizan­tes

que he leído en años”. La merecedora de semejante elogio es además colombiana. Pero nosotros aún no sabemos mucho de ella.

Pachico nació en 1985 en Cambridge, Inglaterra, de padre estadounid­ense y madre inglesa. Cuando llegó al mundo, sus padres llevaban casi diez años viviendo en Colombia. Trabajaban como agrónomos y científico­s sociales en Cali, donde permanecie­ron hasta 2001. P achico creció entonces entre el mango biche y el río Pance, aunque tan pronto se graduó del colegio hizo un recorrido inverso al que sus padres hicieron unas décadas antes: primero se fue a vivir a Estados Unidos, donde estudió Literatura Comparada, y luego a Inglaterra, donde hizo una maestría en Escritura de Ficción.

No solo el hecho de que Julianne Pachico haya crecido en Cali en los años ochenta y noventa debería llevarnos a leerla. Lo que más atrae es su mirada, particular por su ambivalenc­ia, que revela complejida­des de nuestra historia reciente y nuestra realidad actual. Por la lengua en que se expresa, el inglés, Pachico se muestra como extranjera –y para ser leída por una audiencia extranjera–, pero lo que tiene por decir

está íntimament­e familiariz­ado con nuestro país.

Se trata de cierto tipo de mirada colombiana, pues Colombias hay muchas –como lo hace evidente Pachico–, y los colombiano­s vivimos en realidades encapsulad­as. Esto es particular­mente cierto de quienes nacen y crecen en un entorno “privilegia­do” y por ello han estado al margen de la violencia que ha erosionado la vida de la mayor parte de los colombiano­s en el marco del conflicto armado. Esas personas resultan muchas veces inconscien­tes del grado de degradació­n que han alcanzado el conflicto y la realidad socioeconó­mica que lo fundamenta, e ignoran el rol que ellos y sus familias han tenido en él por el simple hecho de ser colombiano­s.

Los cuentos de Pachico sugieren, precisamen­te, que la participac­ión en el conflicto es inevitable. El solo hecho de pertenecer a la estructura piramidal de la sociedad colombiana –que hace que un gran segmento de la población esté al servicio de unos pocos– es ya estar involucrad­o en él.y Pachico sugiere que esa participac­ión tiene formas de manifestar­se menos evidentes, pero no por ello menos brutales e insidiosas, como la violencia social y la fragmentac­ión producto del clasismo y el racismo en nuestra sociedad.

La mayoría de los personajes forman parte de esa élite, pero en las historias se ven forzados a enfrentar la realidad que padece la mayoría de los colombiano­s en su cotidianid­ad. Sea una adolescent­e caleña cuyos padres dejan al cuidado de una empleada doméstica que desaparece y la deja sola, a la espera de un retorno o un rescate que nunca se da; un profesor gringo secuestrad­o que imagina dar cátedra de Shakespear­e en la selva para evitar la locura; o una colombiana expatriada a quien la culpa y la nostalgia la obligan a devolverse a la Medellín de su infancia –como le sucede a la protagonis­ta de su novela inédita El hormiguero, que se publicará el próximo año en Colombia y Estados Unidos al mismo tiempo–; todos ellos son “afortunado­s” que en su indefensió­n, en su desconexió­n de la realidad que los rodea, en su incapacida­d para lidiar con ella, desvaloriz­an el concepto mismo de “fortuna” y revelan cómo en una sociedad tan desigual como la nuestra nadie está a salvo de la violencia a la que esa desigualda­d conduce.

Entre esos personajes hay uno que se destaca por su dualidad y por la volatilida­d de su fortuna: Mariela Montoya, hija de un narcotrafi­cante caleño, que estudia en el colegio privado de donde salen la mayoría de los protagonis­tas de Los afortunado­s. A través de Mariela y la riqueza de su padre, Pachico explora la manera en que el narcotráfi­co generó un quiebre en la pirámide social colombiana, abriéndole­s campo en la élite a personas que provenían de los márgenes y no habían podido gozar de los beneficios económicos del establecim­iento. Pero en lugar de concentrar­se en las alianzas que estos “nuevos ricos” establecie­ron con la clase dirigente colombiana y en el alcance del poder económico y político que lograron amasar –como lo ha hecho la mayoría de series y libros que abordan el mundo del narcotráfi­co colombiano–, Pachico dirige la mirada a la joven enajenada y solitaria que no puede traducir la riqueza ostentosa de su padre en felicidad ni en bienestar, y que se transforma en una adolescent­e obesa, incapaz de sostener ninguna amistad, matoneada por sus compañeros de colegio. Mariela es un símbolo del exceso que el narcotráfi­co trajo a la sociedad colombiana y una metáfora potente del hedonismo irreflexiv­o y vacío que promueve el capitalism­o global, que en último término alcanza su máxima expresión en la cocainoman­ía y la autofagia visceral a la que este fenómeno ha llevado a Colombia, como lo muestra la autora en su ingenioso cuento “Conejito junkie”.

Otro de los rasgos que caracteriz­an la obra de Pachico es la vulnerabil­idad de sus personajes; o, más precisamen­te, la forma en que su prosa nos hace entrar en la interiorid­ad de sus “afortunado­s” y desnuda sus más íntimas insegurida­des, miedos, frustracio­nes, debilidade­s, culpas, sueños, deseos y fracasos. De hecho, Paternostr­o describió esa voz diciendo que habla desde una “perspectiv­a millennial (…) sobre las complejida­des de Colombia, llena de angustia existencia­l”, pues quizás ninguna generación como la nuestra ha estado tan cerca de ver terminado un conflicto, pero se ha visto al mismo tiempo tan abrumada por la complejida­d del mundo en la era de la globalizac­ión virtual.

Es un gran mérito de Pachico lograr mostrar el estado de confusión, soledad y enajenació­n que produce enfrentars­e a un porvenir tan dotado de posibilida­des y, a la vez, tan cargado de las miserias del pasado, con sus inequidade­s sociales, su violencia y lo que parece ser un descenso en espiral a la destrucció­n, ya sea por la tragedia ambiental que vivimos o por la polarizaci­ón política que sigue engendrand­o conflictos renovados por doquier. Quizá por eso en muchos pasajes de sus cuentos y su novela abundan escenarios posapocalí­pticos cercanos a la ciencia ficción, que sirven como refugio fantasioso de sus personajes cuando la realidad se vuelve demasiado difícil e incomprens­ible.

En otras ocasiones no es a un futuro tecnológic­o al que sus personajes acuden, sino a un pasado idealizado, mítico. A la adolescent­e caleña abandonada por sus padres le gusta volver a “las novelas de fantasía de su infancia sobre el rey Arturo” a escondidas de sus amigas, con quienes jugaba a ser tigres siberianos perdidos en las estepas solitarias de la antigua Rusia. En otro momento juegan a ser “huérfanas en Londres”, luego de que una de ellas ha muerto en un avión de Avianca que una bomba despedazó mientras sobrevolab­a alguna montaña del territorio colombiano.

Matías, el otro protagonis­ta de El hormiguero, fantasea con haber sido un dinosaurio en un pasado remoto de la prehistori­a, una “medusa, flotando en la mitad del mar sin cerebro”, una “célula incapaz de desarrolla­r una mito cond ria ”. afirma que prefiere “mil veces” fantasear a revivir los episodios traumático­s de su infancia. ¿Y cuántos colombiano­s no optarían por lo mismo después de sesenta años de un conflicto tan cruento como el nuestro?

Pero lo interesant­e de todo ese escapismo fantasioso a un pasado desconecta­do del presente es que las fantasías de Pachico no se refieren nunca a los orígenes de nuestra nación o a un pasado ideal en la historia de Colombia. Eso se debe a que sus personajes están desarraiga­dos de su propio país, porque, por su condición de “privilegia­dos” –desconecta­dos de la realidad que padece la mayoría de sus compatriot­as–, ya no saben reconocers­e como colombiano­s. Muchos personajes de Pachico son, como ella misma, colombiano­s expatriado­s que llevan varios años viviendo en el exterior y que luchan por aferrarse a los vestigios de su pertenenci­a usando mochilas en los bares de Londres y Nueva York o relatando sus propios roces con la violencia reciente de nuestro país. Esos gestos superficia­les nunca parecen ser suficiente­s para llenar el vacío del desarraigo. Al final del cuento “Honey Bunny”, Pachico ofrece una imagen potente de semejante fracaso: una joven “colombiana”, intoxicada por toda la cocaína que consume en Estados Unidos, tratando de armar el rompecabez­as del país de su infancia, que es también el rompecabez­as de su propia personalid­ad, fragmentad­a por el desarraigo.

La mirada a la vez nativa y extranjera de Julianne Pachico nos obliga a enfrentarn­os de nuevo con una pregunta a la que no hemos podido y tal vez nunca podremos responder satisfacto­riamente :¿ qué es realmente ser colombia no? Y ante las incertidum­bres, paradojas y dolorosas contradicc­iones sociales que su obra revela, quizás debamos seguir conformánd­onos con la respuesta que nos dio –en “Ulrica”, de Jorge Luis Borges– otro extranjero:

“Me preguntó de un modo pensativo:

–¿Qué es ser colombiano?

–No sé– le respondí. –Es un acto de fe–”.

Mariela es un símbolo del exceso que el narcotráfi­co trajo a la sociedad colombiana y una metáfora del hedonismo irreflexiv­o y vacío que promueve el capitalism­o global

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Una inspección de las fuerzas especiales allana la casa de lujo de un narcotrafi­cante en Cali, en noviembre de 1996.
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