A los señores escritores: Gloria Esquivel sobre machismo literario
En mayo el escritor español Alberto Olmos publicó una serie de columnas en las que prometía revelar “toda la verdad sobre el machismo literario”. La escritora Gloria Susana Esquivel le responde.
Confieso que alguna vez quise ser un señor escritor. Hice todo lo que un señor escritor haría. Hablé sobre literatura menospreciando la obra de mis contemporáneos, cité a Hemingway y a Bukowski como mis maestros, alabé la importancia de la obra de Mariovargas Llosa en la historia de la literatura latinoamericana y hasta codicié ir a cenas con embajadores.
No fue sino hasta que comencé a escribir mi novela Animales del fin del mundo que entendí lo lejos que estaba de ser un señor escritor. Me era imposible escribir sobre la violencia como una fuerza ahistórica y apolítica. No podía darle un tratamiento tipo deus ex machina para impulsar el relato y darle fuerza a la trama, ambos elementos muy bien valorados entre los críticos que solamente leen y avalan a los señores escritores. Como mujer colombiana, no solo he sufrido la violencia de una sociedad que se ha estructurado sobre el aniquilamiento de quien piensa diferente, sino que también he experimentado la violencia de género que conlleva crecer en un país profundamente machista. Decidí entonces escribir sobre lo que me inquietaba: la imposibilidad de nombrar el deseo erótico femenino, las emociones ambivalentes que desarrollan un par de amigas que deben competir por afecto y las imposiciones arbitrarias de un patriarca.todos temas que no les interesaban a los señores escritores por ser menores, domésticos, femeninos, no universales.
En 2017 me uní a otras colegas para denunciar que no había mujeres escritoras invitadas a participar en un evento que el Ministerio de Cultura organizó en el marco del Año Colombia-francia. Lo que cuestionábamos las mujeres, unidas bajo la consigna# colombia tiene escritor as, era que la delegación que iría a representarnos con dineros públicos no fuera diversa.teniendo en cuenta la tradición decimonónica latinoamericana en que la literatura era producida por unos pocos letrados pertenecientes a las élites, parecía que dos siglos después nada hubiese cambiado. La pregunta que hicimos las escritoras fue clara: ¿qué versión de país se genera al cerrarles los micrófonos no solo a las mujeres, sino además a los escritores afrocolombianos e indígenas? La respuesta de los señores escritores fue poco solidaria. Si fueran buenas escritoras, seguro las invitarían, dijeron unos. ¡No puede ser que estén reclamando una ley de cuotas para el arte!, se indignaron otros. ¡Si las hubieran invitado, seguro no estarían haciendo alharaca!, exclamaron en coro.
Parecía que para los señores escritores el desprecio se anteponía a la solidaridad. Para ellos era imposible imaginar que, al pelear por el lugar de una, estábamos también peleando por el lugar de todas. Un lugar dentro del canon, sin ser borradas; un lugar dentro de la esfera pública, sin ser interrumpidas; un lugar dentro de la discusión literaria, sin ser tratadas con recelo.
El pasado mes de mayo el señor escritor Alberto Olmos publicó una serie de columnas en que prometía revelar “toda la verdad sobre el machismo literario”. Los textos aparecían como una reacción a la carta que firmamos muchos escritores del continente al sorprendernos por la poca representación femenina en el Premio Bienal de Novela Mario Vargas Llosa: un jurado compuesto enteramente por hombres eligió finalistas cinco obras, y solamente una había sido escrita por una mujer. Además, de trece panelistas invitados al evento, solo tres eran mujeres.
La solidaridad entre los señores escritores no tardó, y a los pocos díasvargas Llosa escribió un texto en apoyo a los planteamientos de Olmos; pedía al feminismo parar con el radicalismo y la rabia. Entre líneas parecería escucharse el coro de los señores escritores indignados: si fueran buenas escritoras, seguro las invitarían. ¡No puede ser que estén reclamando una ley de cuotas para el arte! ¡Si las hubieran invitado, seguro no estarían haciendo alharaca! En su ensayo El segundo sexo, Simone de Beauvoir propone:“en manos masculinas, la lógica es a menudo violencia”, y este mandato parecería cumplirse después de leer estos textos. Porque lo que hacen estos dos señores escritores al argumentar que tal vez la poca representación femenina se deba a una falta de talento generalizada dentro de nuestro género es ignorar el rol que históricamente la mujer ha tenido que cumplir dentro del sistema patriarcal.
Olmos asevera que el machismo literario no existe, pues algunas escritoras logran ser publicadas y leídas. Además, se aventura a lanzar la siguiente pregunta como evidencia irrefutable de su tesis: si es verdad que ha existido discriminación en el mundo literario, ¿por qué ahora, cuando se publican muchas más mujeres, no se ha rescatado el manuscrito de esa genia inédita que escribió su obra hace cincuenta años y no pudo publicarla?
Tal vez si Olmos hubiera leído Un cuarto propio, el célebre ensayo feminista devirginiawoolf publicado en 1929, tendría la respuesta frente al destino literario de aquella mujer.allí la escritora inglesa se pregunta ¿qué habría pasado siwilliam Shakespeare hubiera tenido una hermana dotada de igual talento literario? Woolf imagina las dificultades que esta mujer hubiera tenido que sobrepasar para poder publicar y que, por supuesto, no tuvo que sortear su hermano. En primer lugar, este personaje imaginario hubiera tenido acceso restringido a la educación superior, lo que conlleva también un acceso mínimo a círculos de discusión intelectual y colegaje. En segundo lugar, habría tenido que luchar contra el destino biológico que la sociedad le impone sencillamente por haber nacido mujer. La hermana de Shakespeare, antes que escritora, habría tenido que ser madre. En el libro sobre economía feminista ¿Quién le hacía la cena a Adam Smith?, la periodista sueca Katrine Marçal intenta responder a la pregunta de por qué la cultura de Occidente se ha parapetado sobre la efigie de hombres geniales y por qué las mujeres no han corrido con la misma suerte:“en la época en que Adam Smith escribió sus teorías, para que el carnicero, el panadero y el cervecero pudieran ir a trabajar, era condición sine qua non que sus esposas, madres o hermanas dedicaran hora tras hora, y día tras día, al cuidado de los niños, la limpieza del hogar; a preparar la comida, lavar la ropa, servir de paño de lágrimas y discutir con los vecinos”.
Sin ir más lejos, en numerosas entrevistas, el mismo señor escritor Mario Vargas Llosa ha bromeado sobre la manera en que no habría podido escribir media línea si su mujer no hubiera estado allí para atender sus necesidades domésticas.
Parecería que para los señores escritores fuera más fácil desechar el entramado social que impide que una mujer logre surgir dentro de un sistema patriarcal que hacerse las preguntas correctas. Propongo la primera: ¿quién les hacía la cena a los muchachos del boom?
Hace poco, la editorial Planeta publicó Cuerpos, una antología de relatos femeninos. Celebro que una editorial haya tomado la iniciativa de publicar a más mujeres. Como escritora entiendo la necesidad de participar en un proyecto así, pues brinda una oportunidad de visibilización importante. Históricamente, la industria editorial se ha interesado en publicar mayoritariamente a señores escritores, y lograr sacar un relato en un libro que será distribuido nacionalmente es un logro notable. Sin embargo, hay algo en la idea detrás de esta iniciativa que me incomoda: la premisa de que las mujeres necesitamos ser antologadas en un libro exclusivamente femenino reafirma la idea de que hay una literatura “universal”. Es decir, una literatura hecha por señores escritores (todos tan blancos y letrados) y que lo que escriben las mujeres debe ser leído como un apéndice de ese canon.
En El segundo sexo, Simone de Beauvoir se pregunta: “¿A través de qué acto de negación y desconocimiento lo masculino se presenta como una universalidad descarnada y lo femenino se construye como una corporeidad no aceptada?”. La premisa de Cuerpos parece aceptar el patrón cultural de que lo masculino es lo correcto, lo racional; y lo femenino es lo desviado, lo corporal. En la contraportada de este libro se lee :“Pezones que arden, tetas lactantes. vientre sr ajados y entrañas invadidas. Clítoris que vibran. Piel sin tacto. Hipertiroidismo. Piernas atrapadas, abiertas, frías, pesadas”. Me pregunto: si soy escritora y mujer, pero mi clítoris no vibra, ¿realmente puedo considerarme mujer o escritora? ¿Acaso el único lugar que la industria editorial encuentra para nosotras es la de presentarnos como cuerpos fragmentados, tetas lactantes o piernas abiertas?
Para Virginia Woolf, todo escritor debe tener una sensibilidad hermafrodita. Detrás de esta premisa se desprende una idea sobre la imaginación y la empatía, porque un buen escritor es aquel que es capaz de imaginar al otro y comprenderlo en todas sus dimensiones, sin caer en lugares comunes o prejuicios. En mi opinión, la cita de Woolf no habla solamente de la posibilidad que tiene la ficción de inventar otros mundos. Bajo las luces de un sistema editorial que reduce la participación de voces diversas, esta idea cobra una fuerza política. Desde hace un par de años sorprende la manera en que los movimientos feministas de nuestro continente se han tomado la agenda pública para hablar sobre igualdad de derechos. Se trata de colectivos de mujeres capaces de imaginar las formas en que la desigualdad de derechos reproductivos, por ejemplo, no solo las afecta a ellas, sino que es muchísimo más grave con otras que también se ven oprimidas por la pobreza y el racismo.
Parecería que a los señores escritores se les imposibilita imaginar al otro. En cada una de sus afirmaciones, niegan siquiera la posibilidad de que exista un sistema que los privilegie a ellos y que silencie a otros. No se les ocurre que haya mujeres capaces de escribir, porque para ellos somos solo un cuerpo.tampoco se les ocurre que nuestra lucha no sea individual. Cuando denunciamos el machismo literario, no estamos reclamando el lugar individual de cada una. Estamos imaginando ese lugar utópico en el que las escritoras somos escuchadas, tratadas con dignidad e igualdad, y no somos vistas con suspicacia solamente por nuestro género.
A los señores escritores les cuesta hacerse las preguntas correctas. Propongo esta: ¿quién les hacía la cena a los muchachos del boom?