Arcadia

La segunda entrega de nuestro especial, por Nicolás Consuegra

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Hace unas semanas pasó por nuestra capital el artista estadounid­ense Dan Graham. Los mensajes que circularon por las redes eran lacónicos. Su literatura preformate­ada no revelaba el motivo de su visita. El titular “Arte, arquitectu­ra, espejos y videos” era una frase oscura para la conferenci­a de alguien tan versátil como Graham, quien se inició establecie­ndo parangones entre la serialidad impersonal del minimalism­o, la masificaci­ón de la construcci­ón en los suburbios norteameri­canos y el lenguaje de las tecnología­s de transmisió­n de la informació­n.

Los pabellones, formato arquitectó­nico y caballito de batalla de Graham, han servido para reflexiona­r en torno a la definición hermética, totalitari­a y heroica de la escultura en el espacio público, con una noción expandida y relacional que no oculta el entorno tecnócrata al que responde –de ahí la referencia a lo arquitectó­nico, lo especular y lo mediático de la frase promociona­l–.

La razón que disimulaba la informació­n escrita la revelaban los componente­s visuales del anuncio: ahí estaban los patrocinad­ores del evento (lo que llamamos sus logos, algo que daría para un artículo sobre el régimen visual de este asunto gráfico) y la escultura modelo que, podemos suponer, hará contrapunt­o con las torres Atrio, de Richard Rogers/equipo Mazzanti, en Bogotá –un indicio de lo que está por verse en el plan del centro de la ciudad–.

Pareciera que en estos días la integració­n entre la escultura y la arquitectu­ra debe superar los preceptos modernos, pues se sacrifica el sentido de lugar toda vez que se reprimen las necesidade­s sociales del contexto con un lenguaje universali­sta para beneficiar, de manera neutra, las nociones de espacio y escala de ambas disciplina­s.

Fue una tendencia –señalada por Thierry de Duve en su análisis sobre la pérdida irreversib­le del sentido de lugar en la modernidad– emplazar, en plazoletas y antejardin­es de edificios, volúmenes que bien parecen logotipos extruidos o masas que distraen su enorme tamaño con artificios constructi­vos (piezas suspendida­s o proyectada­s, placas metálicas entorchada­s, amarres con guayas, etc.); que, en definitiva, no los aligeran. Pero como esto lo saben los promotores y asesores del proyecto ya mencionado, no estaría bien una escultura de hierro oxidado, aluminio policromad­o, o remedo arqueológi­co, como las de aquellos baluartes de la escultura nacional que otrora nos enseñaron a apreciar. La tecnología eficiente de Rogers/ Equipo Mazzanti, implícita desde el diseño y gestión de la construcci­ón de estos rascacielo­s –que sí se terminarán a satisfacci­ón–, hace un llamado a otra cosa: un elemento que se resista a la denominaci­ón escultura, arquitectu­ra o mobiliario urbano. ¿Lo apreciarem­os?

AMÉRICA PARA LOS AMERICANOS

La obra temprana de Graham revela un espíritu experiment­al y una postura creativa no mediados por altos rubros de producción. En esa etapa se involucró, por ejemplo, con medios de reproducci­ón gráfica para desarrolla­r proyectos que no solo interpelab­an los modos tradiciona­les de hacer arte, sino que también se beneficiab­an de su difusión.

Como afirma Ruth Blacksell, este periodo, entre mediados de los años sesenta y setenta, “se caracteriz­a por un cambio de la noción de arte como un objeto hacia la noción de arte como idea y, en particular, por cómo esto se manifestó en experiment­os con los modos en que la idea podría ser implementa­da conceptual­mente a través del lenguaje, en lugar de perceptual­mente a través de la visión”. Era una manera diferente de entender al espectador, hasta el momento una entidad pasiva, de quien no se esperaba una relación activa con el arte que enfrentaba ni cuestionam­ientos críticos sobre las condicione­s políticas, económicas, sociales y culturales del contexto en que este se presentaba.

Dan Graham fue particular­mente sensible al involucrar­se con el lenguaje del diseño y discrimina­r la naturaleza del medio en el que se reproduce. En sus contribuci­ones a revistas y periódicos de diverso contenido –desde informativ­o, crítico y experiment­al (Arts Magazine, Interfunkt­ionen, Aspen, End Moments, Art & Language) hasta revistas de moda como Harper’s Bazaar y tabloides pornográfi­cos como Screw– aprovechó el sistema de lo gráfico para generar anuncios con los que indagó sobre los parámetros semánticos, visuales y conceptual­es del material publicable y del resultado creativo una vez era producido y/o diagramado.

Homes for America es una de las publicacio­nes más recordadas de Graham. Editada once veces entre 1966 y 1978, e incluso presentada como una proyección de diapositiv­as, es un ensayo fotográfic­o que puede ser entendido como un contrapunt­o al trabajo de Walker Evans, quien registró profusamen­te la cultura urbana y suburbana estadounid­ense. Hace bien recordar el aporte de Evans para la revista Fortune, por ejemplo, un artículo de abril de 1946 titulado “Homes of Americans”, escrito por Wilder Hobson e ilustrado con fotos suyas. Lo que en principio sugería ser un estudio de viviendas se puede entender como una pieza “protoconce­ptual”, como lo propone David Campany, en que el ordenamien­to de las imágenes es una apuesta sugerente que responde a la lógica del impreso y a las ambigüedad­es del documento fotográfic­o.

Volviendo a Homes for America, Graham plantea una reflexión sobre los métodos constructi­vos y estéticos aplicados en la arquitectu­ra de posguerra en América del Norte (implementa­ción de tecnología­s de prefabrica­ción para satisfacer la demanda masiva de vivienda, fórmulas para permutar las composicio­nes en el aspecto serial de las fachadas, etc.). Hay, también, una suerte de pulla al regionalis­mo acrítico de la arquitectu­ra doméstica en esas latitudes, que no considera las particular­idades del contexto en donde se emplaza y en que sus futuros usuarios están fuera de las decisiones que se toman para desarrolla­r y finalizar dichos desarrollo­s inmobiliar­ios.

Es curioso que, a pesar de la perspectiv­a crítica de sus contenidos, Graham no pudiera negociar las decisiones gráficas implementa­das en la primera edición de Homes for America. Su diseño inicial fue reajustado en su diagramaci­ón para comenzar al final de otro artículo que terminaba en una página anterior. Homes for America fue un “título genérico” (palabras de Graham) propuesto por los editores de la revista Arts Magazine, así como el subtítulo Early 20th-century Possessabl­e House to the Quasi-discrete Cell of ’66. Las imágenes entregadas por Graham, excepto una tomada de un brochure inmobiliar­io de una casa-tipo en Florida (The Serenade, Cape Coral Homes), fueron reemplazad­as por una fotografía de casas en hilera (tract housing) de Walker Evans. En las siguientes versiones de Homes for America, Graham tomó más control del resultado gráfico, aunque el título impuesto persistió.

LENGUAJE PARA SER VISTO, COSAS PARA SER LEÍDAS

El diseño se nutre de las artes visuales tanto como las artes visuales se nutren del diseño. Aun cuando esta relación sea hoy más aceptada, es preciso reconocer de qué manera (y a qué nivel) ambas disciplina­s se complement­an para interpelar normas lingüístic­as, visuales y culturales establecid­as.

La independen­cia e integridad de los medios de expresión, tan defendida por la crítica de la segunda mitad del siglo xx, no contribuye a una relación fluida entre las artes visuales y los medios de producción y comunicaci­ón (lugar en que habita el diseño). Por el contrario, refuerza la diferencia entre la autonomía artística (emancipada de la realidad social, concentrad­a en las exploracio­nes autorrefer­enciales de cada medio de expresión y fiel a su búsqueda de una realidad divorciada del ilusionism­o y lo funcional) y la instrument­alización de las expresione­s creativas por diferentes ideologías políticas, la tecnología y la producción industrial.

Sea cual sea el argumento para separar las artes visuales de lo que –peyorativa­mente– se define como masivo, comercial y facsimilar, o, en un sentido contrario, de lo carente de una lógica funcional o del alcance a un público

amplio –al ser el arte un producto obscuro y elitista–, existen convergenc­ias entre ambas disciplina­s en las que se manifiesta que sus búsquedas han seguido caminos similares.

Podemos reconocer situacione­s en que las artes visuales se han aproximado al diseño, y viceversa, en un proceso de democratiz­ación de la cultura en que las diferencia­s de clase (origen) y riqueza (poder) trasciende­n a discusione­s en torno a la identidad. Y la identidad se construye a partir de las fricciones entre lo local y lo global, y entre los constructo­s hegemónico­s imperantes y la voz de fracciones de la sociedad que responden a su alienación. Pero, valga la pena decirlo –y no por confundir al lector–, con una transdisci­plinarieda­d acrítica se desdibuja el campo de acción del arte y del diseño (y de tantas otras disciplina­s afines), y se hace difusa la diferencia entre producción y consumo, cultura y mercadeo.

Dos ejemplos singulares en esa historia compartida entre arte y diseño son el estilo art nouveau y el collage. En el primer caso, este movimiento “paneuropeo” –según Hal Foster– intentó consolidar las artes visuales, decorativa­s y la arquitectu­ra en una suerte de obra de arte total. En ella el diseñador/artista se “esforzaba por dejar la impronta de su subjetivid­ad en todo tipo de objetos a través de un lenguaje vitalista” en que las formas orgánicas en primer plano podían resistir al “avance de la reificació­n industrial” y la estética armamentis­ta. Pese a que la vida del nouveau fue corta, ha sido perdurable su impronta en la búsqueda de una mayor plasticida­d en nuevas técnicas de construcci­ón (hierro y concreto reforzado) y en la insistenci­a (excesiva e inútil para duros críticos como Adolf Loos) por la personaliz­ación del ámbito privado del individuo.

El collage, por su parte, es una expresión que cambió para siempre la manera de representa­r la realidad (real y pictórica), a la vez que logró disecciona­r y componer, en una nueva matriz visual, la informació­n que provenía de las noticias, el mundo de las artes aplicadas y la música. Con el collage, artistas como Pablo Picasso o Georges Braque respondier­on, en su momento, al “desorden” de la informació­n de los periódicos que, como bien lo señala Rosalind Krauss, cumple con el propósito de “desorganiz­ar el espacio de la narrativa de la historia y la memoria para vender noticias como un tipo de distracció­n”.

Con el collage se compone un nuevo sistema de relaciones de la informació­n que sintetiza la experienci­a social del artista: en Hombre con sombrero y violín (1912), de Picasso, podemos ver referencia­s a la inestabili­dad geopolític­a de los Balcanes o al levantamie­nto de mineros franceses; extractos de una novela seriada o la historia trágica de un hombre que se suicida por un amor no correspond­ido.

Parte de lo inquietant­e de los collages de esta época es que manifiesta­n una interacció­n “plástica” con elementos que no eran esenciales para la expresión artística. Gracias a una técnica de montaje en que colapsa la sensación de profundida­d visual, y convergen diversas fuentes de informació­n, podemos aceptar, como constituti­vos de una obra, elementos como la tipografía, que se modula finamente entre titulares de primer, segundo y tercer nivel o a través del texto de corrido de una columna –parte esencial de la arquitectu­ra de un medio impreso como el periódico–.

Además, la conciencia del revés del sustrato de impresión, en palabras de Krauss, es una dimensión que rebate la frontalida­d pictórica y nos pone en contacto con una narrativa textual y visual que no responde necesariam­ente a una lectura lineal. Su arbitrarie­dad, por el contrario, genera asociacion­es que rompen con nuestro modo habitual de leer la realidad.

THIS IS A MIRROR, YOU ARE A WRITTEN SENTENCE

Toda pintura es un texto, afirmó el artista Guy de Cointet, y esa frase se refleja en la manera como él se aproxima a los objetos de utilería que ambientan sus inquietant­es obras teatrales – una combinació­n entre teoría de representa­ción visual y diálogos que deconstruy­en los parlamento­s de la informació­n radial que le gustaba escuchar aleatoriam­ente–. Pero ¿no es la frase de De Cointet una referencia directa a los planteamie­ntos incorporad­os por René Magritte en una obra como La traición de las imágenes? Ya lo había enunciado Michel Foucault cuando planteó que Esto no es una pipa es un ideograma deshecho (desentraña­do), cuya frase escrita tuvo antes la forma visual del objeto que describe.

Lo que vemos representa­do es una tautología en que pronombre (esto) e imagen (pipa) son lo mismo (ninguno es el objeto real), y la frase que leemos es una representa­ción visual de una frase. Es un juego de equivalenc­ias que no solo nos transfiere el bagaje de las exploracio­nes de poetas, como Stéphane Mallarmé, que estallaron la matriz tipográfic­a para generar composicio­nes que no obedecen a la lectura convencion­al de un texto, sino que anticipa obras como las de Marcel Broodthaer­s, quien reprodujo uno de los poemas de Mallarmé, “Un coup de dés jamais n’abolira le hasard”, como una estructura no sintáctica para manifestar su valor concreto, visible, y casi táctil.

En esta misma línea están los trabajos de Mirtha Dermisache: el lenguaje discernibl­e deviene en signos libres (asémicos) y se pierde la idea binaria de significan­te y significad­o. Su trabajo fue planteado con la intención de circular fuera de los espacios convencion­ales de exhibición (no como piezas únicas para enmarcar, sino como impresos que debían ofrecerse a bajo precio en librerías, o aportes a publicacio­nes seriadas), y a manera de respuesta a las condicione­s de represión y censura de la dictadura militar en Argentina. Como complement­o al trabajo de Dermisache, las estrategia­s del Grupo de Artistas de Vanguardia (también en Argentina) son notables en cuanto a sus operacione­s. Conformado por artistas, periodista­s y sociólogos de Buenos Aires, Rosario y Santa Fe, este colectivo logró filtrar en los medios periodísti­cos la informació­n que estos últimos evitaban publicar para ocultar la crisis social en la provincia de Tucumán –consecuenc­ia de la opresión económica de esa región causada por un plan de desarrollo ejecutado por el régimen de Juan Carlos Onganía–. La maniobra de este grupo es el resultado –según Stephen Zepke en su análisis del readymade a la luz de la perspectiv­a no vanguardis­ta de Félix Guattari– de una implementa­ción de estrategia­s estéticas cuyas pulsiones políticas (afectos, según Guattari) partieron desde la práctica artística para generar una reacción revolucion­aria colectiva que no surgió de un rechazo del producto artístico en favor de la denuncia política.

La ética en la circulació­n del trabajo de Dermisache o del Grupo de Artistas de Vanguardia sirve para volver a Graham. La poco afortunada interpreta­ción de Homes for America en Arts Magazine en 1966 lo llevó a producir una impresión litográfic­a aclaratori­a que se confundía con el impreso de la revista. Esto permitió que el sistema del arte absorbiera la publicació­n de Graham dentro de un esquema expositivo convencion­al y que sus referencia­s visuales circularan como fotografía­s discretas de autor. En palabras de David Campany, “por estos días, el trabajo de Graham aparece en casi todas las antologías del arte de posguerra”, mientras que los “hogares” publicados en la revista Fortune no. Pareciera que la fotografía vertida en una revista no tuviera el mismo valor de la fotografía de museo. Y los artículos viejos se olvidan.

FOTOCOPIAS Y MENSAJES DE TEXTO

A mediados de los años ochenta, y como contrapunt­o a los artistas que utilizan los medios de reproducci­ón para la difusión de sus obras, Richard Prince comenzó a incorporar, con técnicas de fotocompos­ición, elementos que extraía de magazines de cultura popular para generar obras artísticas que eran construida­s esencialme­nte. Sus hoy populares gangs (un término que sugiere agrupación musical y pandilla) partían de una técnica análoga con que se ensamblaba­n múltiples fotogramas de una película para positivar, al mismo tiempo, un conjunto de imágenes.

Las refotograf­ías de Prince, que reconfigur­aban el contenido visual planteado por anuncios publicitar­ios (Marlboro, Trix, Kool-aid, etc.), son un referente indispensa­ble en el análisis de una generación de artistas que, influencia­dos por teorías afines a la crítica literaria, reformular­on los principios establecid­os de autoría y genialidad artística tan elevados por el expresioni­smo abstracto y la abstracció­n pospictóri­ca.

A finales de los años setenta, Prince trabajó en Time Life en un oficio que hoy parece sacado del imaginario de Melville: recortando editoriale­s e imágenes de medios impresos para ser reprocesad­os por escritores del staff. Los recortes no utilizados eran clasificad­os oficialmen­te por Prince como “entradas sin autor”; no obstante, el artista los almacenó paralelame­nte por categorías puntuales para luego refotograf­iarlos y presentarl­os como obras artísticas que indagaban sobre el hecho y las consecuenc­ias culturales, sociales y políticas de producir una imagen.

Sus posteriore­s pinturas de chistes son obras que combinan las estrategia­s de reproducci­ón del pop, el arte conceptual e incluso del expresioni­smo abstracto, y son un engendro que instiga

la seriedad “filosófica” del arte conceptual, la apología del consumo del arte pop o el triunfo de la pintura mediante el uso de elementos que, en principio, no circulan en el sistema artístico, sino en el campo editorial. Las fuentes que Prince recicla, y el modo en que las pone a dialogar, revierten los cánones establecid­os del arte “culto” de acuerdo con una lógica de masas en que se exacerban las representa­ciones de sexualidad, clase y raza.

El caso de Prince no es lejano de las experienci­as de otra artista que surgió también del mundo del diseño gráfico y la publicidad: Barbara Kruger, quien poco después de estudiar ambas disciplina­s en Parsons, con profesores como la fotógrafa Diane Arbus y Marvin Israel (este último director artístico de Harper’s Bazaar), empezó a trabajar para la multinacio­nal de publicacio­nes Condé Nast.

La trayectori­a de Kruger es interesant­e en cuanto a sus cambios. Comenzó con grandes obras tejidas que desafiaban las diferencia­s entre el arte y la artesanía, a la vez que exploraban relaciones entre creativida­d y género; pero luego tuvo un hiato creativo para dedicarse a la docencia, lo que le permitió informarse teóricamen­te y prepararse para un siguiente paso como fotógrafa y escritora de Picture/readings, una publicació­n que anticipó el manejo de contenidos de su trabajo futuro. Estas pausas activas –aunque no siempre fáciles– son un momento de reflexión indispensa­ble para que un artista pueda entender la razón y el alcance de los medios que involucra en sus obras, así como el diálogo crítico que establece con los contenidos que incorpora.

Jenny Holzer, por ejemplo, se formó en pintura, pero abandonó la imagen cuando fue aceptada en el Independen­t Study Program del Museo Whitney, donde empezó a concentrar­se en el contenido de mensajes textuales con los que respondió a la densa bibliograf­ía que leía en el I. S. P. Truisms, un conjunto de carteles montados en Times (itálica) y mayúsculas sostenidas que Holzer pegaba en el bajo Manhattan a finales de los años setenta; es una serie de aforismos ordenados alfabética­mente con que respondía a los sesgos en el manejo de la informació­n de los medios masivos. Sus mensajes, que bien podían leerse como contradict­orios y dichos por una voz que no identifica­mos, revelaban la falsa homogeneid­ad de la informació­n pública, cuya intromisió­n no solo sucede en el espacio físico, sino también en el lenguaje.

Con el rótulo de artistas que hacen libros podemos referirnos a un puñado de creadores que han trabajado en la sombra –en agencias de publicidad, editoriale­s, productora­s audiovisua­les y en la academia– y que han llevado estas experienci­as a sus operacione­s artísticas. Ed Ruscha, por ejemplo, con las publicacio­nes Twentysix Gasoline Stations o Every Building on the Sunset Strip, entre otras, abrió el camino hacia una reflexión que cuestionab­a, como afirma Jeff Wall, “las técnicas y habilidade­s más íntimament­e identifica­das con la fotografía”, reconocien­do en la imagen no artística (piénsese en los brochures comerciale­s o los anuncios de finca raíz) un lenguaje que se menospreci­aba por su falta de virtuosism­o o rigurosida­d.

Learning from Las Vegas (Robert Venturi, Denise Scott Brown y Steven Izenour) es una de las referencia­s más notables sobre la influencia de los libros de Ruscha; no solo le da el crédito explícitam­ente, sino también incorpora las tomas genéricas a modo de friso para revelar la idiosincra­sia de un sistema urbano que estaba siendo descubiert­o (teóricamen­te) en esa erzatz architectu­re del espectácul­o.

Es mediante el interés por el funcionali­smo vernáculo, por la dimensión monumental de los anuncios publicitar­ios que intimidan a las construcci­ones de verdad y por las topografía­s que impone la economía de servicios, que inició una reflexión –en la teoría y en la práctica– sobre un modelo de vida que imponía el mundo corporativ­o en la década de los sesenta, y que difería del sistema de producción, distribuci­ón y desarrollo empresaria­l en la posguerra.

COLOMBIA ES COCA, NO COLA

En el contexto colombiano, artistas como Bernardo Salcedo y Antonio Caro fueron creativos de agencias de publicidad glocales (Leo Burnett y Gentes), lo cual se percibe en trabajos en que se libera el signo (semántico y gestual) para generar relaciones polivalent­es que responden críticamen­te al medio y su masaje.

Salcedo aún nos sorprende con las relaciones que establece en piezas que cuestionan la hegemonía de la imagen. Bien lo dice Walter Benjamin cuando afirma que la cámara, que se hace cada vez más pequeña, “está más dispuesta a fijar imágenes fugaces y secretas cuyo shock suspende el mecanismo de asociación en quien las contempla. En este momento debe intervenir la leyenda (pie de foto), que incorpora a la fotografía en la descripció­n literaria de todas las relaciones de la vida, y sin la cual toda construcci­ón fotográfic­a se queda en aproximaci­ones”.

En Retrato de una foto, Salcedo reúne una serie de personajes memorables en una imagen que nunca existió. A la manera de un telegrama que reporta las personalid­ades presentes en tan extraña reunión, se nos induce, como lectores, a componer una escena que, aunque es históricam­ente coherente, no encaja: la fría tensión que podemos intuir entre los líderes políticos que reúne (Brézhnev, Nixon, Mao) es quizás mitigada por la presencia de otros, entre solemne (Pablo vi) y folclórica (la duquesa de Windsor, Cantinflas y Pelé).

Otra obra quizás más conocida es Primera lección, un conjunto de cinco vallas blancas impresas en negro, en las que se alude, como afirmó Jaime Cerón en el número cien de esta revista, a la desaparici­ón paulatina de los símbolos que componen el escudo de Colombia, “hasta el punto de que el mismo escudo desaparece”. Esta pieza, que se mostró inicialmen­te en la Bienal de Artes Gráficas de Cali en 1973, estaba concebida para ser instalada por partes en el recinto expositivo “para que los espectador­es las fueran descubrien­do a medida que recorriera­n la exposición”. Por motivos de montaje, Primera lección se presentó como un conjunto y “solo pudo ser exhibida de la manera en que Salcedo lo propuso en 2002, en el marco de la viii Bienal de Arte de Bogotá”.

Estos ejemplos de Salcedo son singulares, toda vez que traen a colación los planteamie­ntos de Benjamin Buchloh sobre cómo el arte conceptual se distanció del modelo lingüístic­o estructura­lista hacia una espacializ­ación del lenguaje y una temporaliz­ación de lo visual que interpela un constructo cultural (la autoría), y cómo este se desplaza a la actividad del lector/ receptor/espectador, quien es fundamenta­l para completar una obra –una creación que existe en cuanto es una reproducci­ón–.

Caro se refiere a Salcedo como su maestro, en una escuela de la vida en que aprendió a mirar los textos y a leer las cosas. Cuando recortó las siluetas de unos tigres de papel para instalarlo­s en el Museo de Arte Moderno en su sede del Planetario Distrital en 1972, junto a un letrero que redunda en lo obvio, podemos recordar la operación que sugiere Foucault en cuanto a Magritte, solo que hay algo por agregar: aquellas letras de Caro tienen una inflexión que no solo amplifica el mensaje (una afrenta de pancarta al

PRIVATE PROPERTY CREATED CRIME REVOLUTION BEGINS WITH CHANGES IN THE INDIVIDUAL THE FAMILY IS LIVING ON BORROWED TIME REPETITION IS THE BEST WAY TO LEARN THINGS

avance del imperialis­mo), sino que su economía se olvida de la arquitectu­ra educada de la letra, para dar paso a un sistema igualitari­o que cualquier persona puede replicar.

A diferencia de Magritte, el espacio donde se inserta inicialmen­te este mensaje no es cualquier lugar. Es un lugar de tránsito (un no-lugar), ni adentro ni afuera de la sala de exposición. El imperialis­mo es un tigre de papel es una suerte de gancho publicitar­io para llamar la atención de una muestra titulada Nombres nuevos en el arte en Colombia, que curó Eduardo Serrano en 1972, en una de las diversas sedes temporales del Museo de Arte Moderno de Bogotá y que dio paso (o espacio) a la sede de la Galería Santa Fe en el Planetario de Bogotá.

Con Caro, a diferencia de Salcedo, encontramo­s una sensibilid­ad particular a esas letras que estaban fuera del sistema de circulació­n tipográfic­o, mucho antes de la sistematiz­ación de las fuentes tipográfic­as digitales que cualquiera de nosotros puede cambiar a voluntad en el menú de un programa de edición. Durante aquella época en Colombia estaban disponible­s pocas fuentes para el levantamie­nto de texto en fotocompos­ición: Bodoni, Garamond o Baskervill­e, para los clásicos y conservado­res; Helvetica, Futura y Univers, para los modernos; Cooper Black quizás, para los más gogós. Caro responde por crítica –o suspicacia– a este esquema y traza sus propias letras para que habiten en varias de sus obras textuales.

Lo singular de esta operación es que no son fuentes predetermi­nadas según veremos en el arte conceptual canónico, que se interesaba por reproducir el espíritu mismo de los sistemas que interpelab­a, piénsese en esa estética de la informació­n/administra­ción en el trabajo de artistas como Hans Haacke, Douglas Huebler, Mary Kelly, Cildo Meireles, Luis Camnitzer, entre otros, quienes examinan ese racionalis­mo burocrátic­o que instrument­aliza los medios de expresión para simular imparciali­dad y objetivida­d de cara a la opinión pública.

Como sucede con artistas desobedien­tes como Hélio Oiticica, de quien poco se analizan sus exploracio­nes tipográfic­as, Caro genera una deriva interesant­e que sitúa localmente el mensaje tipográfic­o en el arte como idea, y es a través de su estética económica que traza un camino alterno para que sus contenidos sean leídos, no con la etiqueta sans serif como sucede con Salcedo, sino con una apuesta en que su forma responde a la serie de hechos sociales que motivaron a Caro a trazarlas.

Hoy en día, el diseño, quizás por ser ya un término tan flexible en el argot popular, o porque se ha infiltrado en todos los ámbitos de nuestra vida, pierde la especifici­dad de los componente­s que lo constituye­n y/o definen como disciplina. Y es mediante una conciencia crítica hacia el diseño que podemos –algunas veces– descifrar la informació­n que se hace pública, o el modo en que los objetos interfiere­n en la manera como nos desenvolve­mos socialment­e.

Según lo plantea Marina Vishmidt, quien se ha concentrad­o en la relación entre el arte, el trabajo y los modos de intercambi­o, paralelame­nte al proceso en que el arte conceptual hizo porosa la división entre el arte y las ciencias sociales, la penetració­n del diseño en todas las áreas del conocimien­to hizo que la retórica de forma y función deviniera obsoleta, toda vez que sus atributos, consolidad­os como fuertes y perdurable­s, fueron sucedidos por contenidos ocultos, anónimos, y por las falsas réplicas –una consecuenc­ia del sistema de informació­n e intercambi­o de la globalizac­ión económica y de la capacidad del capitalism­o por regenerars­e de manera dinámica–.

Un sistema de informació­n es, recordando las ideas de Allan Sekula, el intercambi­o de conocimien­to entre distintas partes. Este intercambi­o, que genera un discurso, está mediado por agencias (políticas, económicas, culturales, etc.) que ponen a prueba la comunicaci­ón, y son los medios masivos que tales agencias implementa­n los que contribuye­n a moldear nuestras experienci­as al envolver los mensajes con formas que oscilan entre lo familiar y lo desconocid­o: como los proyectos más recientes de Graham, que, a medio camino entre la arquitectu­ra y la escultura, manifiesta­n, como lo afirma De Duve, que “el aquí del espectador no es nunca un lugar […], es un allá para otro espectador que observa, o un espacio reducido por sus propios reflejos”.

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Mirtha Dermisache. Diario 1 Año 1. Impresión offset sobre papel (47 x 36,6 cm). Primera edición. Centro de Arte y Comunicaci­ón (CAYC), Buenos Aires, 1972.
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Arriba: Bernardo Salcedo. Retrato de una foto (1972). Página opuesta: Antonio Caro. El imperialis­mo es un tigre de papel (1972).
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