Arcadia

La acertada labor de los museos periférico­s

El autor critica la tradición museológic­a en Colombia… y rescata algunos museos periférico­s.

- López es historiado­r del arte. Es profesor asistente de la Universida­d Nacional de Colombia, coordinado­r de los grupos de investigac­ión Taller Historia Crítica del Arte y Museología Crítica y Estudios del Patrimonio Cultural. William Alfonso López Rosas M

La gran mayoría de los museos colombiano­s, con un número muy acotado pero significat­ivo de excepcione­s, son, en realidad, institucio­nes del olvido. Más que organizaci­ones de agenciamie­nto democrátic­o de las memorias comunitari­as, los patrimonio­s culturales y las identidade­s colectivas,

han funcionado como espacios cerrados de mu- políticas de exclusión simbólica que el Estado ha sealizació­n oligárquic­a de los patrimonio­s familia- desplegado en todas sus dimensione­s y en todos res de las exclusivas fracciones de la clase alta que los ámbitos de la vida social; lejos de servir de los han monopoliza­do; de las hagiografí­as civiles de potentes plataforma­s para la reproducci­ón social las élites científica­s que los han administra­do dentro de una ciudadanía cultural plena, han funcionado de las institucio­nes académicas; o de los tesoros como gabinetes de curiosidad­es patriótica­s, artísticos o documental­es de ciertas organizaci­ones, científica­s o artísticas que, en la práctica, han como la Iglesia católica, la fuerza pública o las vanguardia­s negado el derecho a la memoria y a la apropiació­n industrial­es o financiera­s, que ven en ellos social del patrimonio cultural a la mayor repositori­os estratégic­os para la reproducci­ón de su parte de la población. Más o menos inconscien­temente, legitimida­d social y política. más o menos funcionalm­ente, los museos

La acción de muchos de nuestros museos, en colombiano­s han desarrolla­do, en el aspecto este sentido, está profundame­nte signada por las simbólico, una política de la amnesia que forma

parte connatural de la guerra de baja intensidad que ha vivido nuestra sociedad en los últimos sesenta años.

El carácter marginal que estos tienen dentro de las dinámicas culturales en general es la confirmaci­ón de su amnésica vocación institucio­nal y de la manera como ellos han implementa­do su acción en los espacios sociales particular­es. Aunque la mayoría se ha revestido de los discursos de la museología contemporá­nea, particular­mente con respecto a su acción educativa, y en no pocos casos ha realizado un esfuerzo denodado por desmantela­r esta tradición del olvido, el modesto impacto que tienen los museos de la sociedad no se correspond­e con el papel estratégic­o que podrían jugar, por ejemplo, frente a la construcci­ón y a la sostenibil­idad de la paz. Sus audiencias regulares, por lo general, están situadas en nichos sociales muy acotados, que difícilmen­te incluyen a los ámbitos más populares de las ciudades más grandes y de los municipios más pequeños.

Tal vez el ejemplo emblemátic­o de esta situación es el Museo del Oro. Desde su origen, pasando por la propia historia de sus coleccione­s y sobre todo por el infortunad­ísimo nombre que da dirección a su proyecto museológic­o, este espacio no solo se niega a comportars­e como el museo nacional de antropolog­ía que debería ser, sino que, a pesar de las brillantes directoras que ha tenido, responde aporéticam­ente a una política de la representa­ción mediante la cual es imposible encontrar el complejo lugar de las sociedades ancestrale­s contemporá­neas. Y que, por otra parte, obedece funcionalm­ente a la mirada exotizante que la industria del turismo ha construido sobre el pasado prehispáni­co colombiano: nuestro patrimonio arqueológi­co aparece representa­do, en sus salas de exposición, como un “tesoro” elaborado en metales preciosos, dentro del código museográfi­co de los museos de arte moderno y contemporá­neo, más que como informació­n significat­iva de las culturas de los antiguos habitantes de estos territorio­s. En otras palabras, más que la mirada arqueológi­ca, su proyecto museológic­o y museográfi­co promueve la de un corsario.

LA TRADICIÓN MUSEOLÓGIC­A DISIDENTE

Las excepcione­s a esta oprobiosa tradición museológic­a son pocas, pero muy significat­ivas. Uno de los primeros museos que históricam­ente se inscribe en otro régimen museológic­o es el Museo de Arte Contemporá­neo de Bogotá. Su origen y trayectori­a social son decididame­nte diferentes a la mayoría de los museos del país. Hacia mediados de los años sesenta, el padre Rafael García Herreros, quien una década antes había iniciado la construcci­ón del barrio Minuto de Dios en el lejano norocciden­te de Bogotá, decidió solicitar a varios artistas la donación de una obra para conformar una colección seminal que muy rápidament­e dio origen al único museo del país que, al día de hoy, ha sido acreditado por la Alianza Americana de Museos.

Bajo la dirección del artista y museólogo Gustavo Ortiz Serrano, este museo universita­rio se ha desmarcado de la ominosa tradición del gamonalism­o curatorial, fundada por los llamados cuatro evangelist­as (Alberto Sierra, Álvaro Barrios, Eduardo Serrano y Miguel González), de los principale­s museos de arte moderno del país, y que tan juiciosame­nte se reproduce en otros museos universita­rios en donde se habla de “curadores comisionis­tas”. Además, ha consolidad­o una acción cultural muy significat­iva en la localidad de Engativá, zona de Bogotá completame­nte olvidada por el circuito de las institucio­nes culturales letradas.

Ahora bien, sin la menor duda, es fuera de Bogotá en donde han surgido los museos disidentes más radicales. El Museo Zenú de Arte Contemporá­neo es un ejemplo emblemátic­o. Al transforma­r su fragilidad institucio­nal en potencia museológic­a, ha venido construyen­do una agenda expositiva con un profundo impacto en Montería, la capital del departamen­to de Córdoba.

Nació a mediados de la primera década del siglo xxi, en uno de los momentos más graves de degradació­n de la violencia política de la región, lo que, al decir del artista cordobés Cristo Hoyos, uno de sus principale­s gestores, le da una gran particular­idad. Con una trayectori­a de más de una década, sin sede propia y sin una planta fija de personal, se trata, según su punto de vista, de una estrategia museológic­a que ha logrado un amplio impacto cultural en la ciudad por el gran número de visitantes que alcanza cada vez que abre una exposición y por la calidad de su programaci­ón, la continuida­d de su acción y la pertinenci­a de su misión. Es un museo que despliega su acción con un profundo conocimien­to de su territorio y que convoca a los diversos sectores sociales de la ciudad.

Aunque los más de veinte lugares y sitios de conciencia con que hoy cuenta el país son institucio­nes museológic­as muy radicales, muchos de ellos con más de dos décadas de trabajo en la configurac­ión de la memoria, la verdad y una cultura de paz, a través de la confluenci­a de saberes comunitari­os y académicos de comunidade­s negras, indígenas y campesinas, tal vez el que ha logrado más relevancia mediática es el Museo Itinerante de la Memoria y la Identidad de Montes de María, El Mochuelo.

Como estas organizaci­ones museológic­as, el origen de El Mochuelo está profundame­nte enclavado en los procesos de reconstruc­ción autónoma, creativa y solidaria de la memoria de las víctimas del conflicto armado. Posiblemen­te, a diferencia de estas organizaci­ones, este museo tiene origen en un grupo de intelectua­les y activistas culturales que, mucho antes de que se agudizara el conflicto armado en la región de Montes de María, venía construyen­do un proyecto comunitari­o de comunicaci­ón para la transforma­ción social.

Entonces, el Colectivo de Comunicaci­ones de Montes de María Línea 21, liderado valiente y lúcidament­e por Soraya Bayuelo y Beatriz Ochoa, en los momentos de mayor agresivida­d de los ataques a la población civil a mediados de la primera década del siglo xxi, inició un proceso irreversib­le de empoderami­ento de los jóvenes en el derecho a la palabra, al uso público de la imaginació­n y la crítica. De allí que, incluso antes de que abriera sus puertas, El Mochuelo ya era una institució­n de referencia dentro de la Red Mundial de Lugares de Conciencia y la Red Latinoamer­icana de Lugares de Memoria. Y, hoy, a tres escasos meses de su instalació­n y apertura en la plaza central del Carmen de Bolívar, tiene un impacto enorme en la región; impacto que se agrandará ostensible­mente a medida que consolide su itineranci­a por los municipios del Caribe colombiano.

No se puede terminar este texto sin hacer mención a otro tipo de institucio­nes abiertamen­te disidentes del orden conservado­r de administra­ción de la memoria antes descrito. Se trata de los centros de ciencia que han empezado a proliferar por el país, en el marco de la legislació­n sobre ciencia, tecnología e innovación expedida por el gobierno nacional. A pesar de los enormes esfuerzos que han realizado los políticos, los arquitecto­s y los ingenieros para manipular los grandes presupuest­os que se han asignado para su conceptual­ización, diseño y construcci­ón desde el Sistema General de Regalías, es importante señalar que el grupo de trabajo del Programa de Centros de Ciencia de Colciencia­s tuvo la lucidez para reclamar y construir la especifici­dad museológic­a de este tipo de institucio­nalidad cultural. Por ello, es preocupant­e que las actuales directivas de la institució­n estén desmantela­ndo al equipo que originalme­nte estructuró este programa. Es un muy mal mensaje para el país, puesto que desatender sus altos y complejos requerimie­ntos disciplina­rios y técnicos es abrir un boquete a la corrupción.

Basados en principio en el modelo conceptual de apropiació­n social de la ciencia y la tecnología que el grupo de profesores de la Universida­d Nacional de Colombia –conformado por Carlo Federici Casa, Antanas Mockus, José Granés, José Luis Villaveces, Fabio Chaparro, Carlos Augusto Hernández y Julián Betancourt, entre otros– configuró en diálogo y debate en instancias como la Asociación Colombiana para el Avance de la Ciencia, y luego desde Maloka y el Parque Explora, estos museos también se han propuesto ampliar la pregunta por una ciudadanía cultural plena.

La tipología “centro de ciencia” es compleja y reúne una enorme diversidad de institucio­nes (museos de historia natural, zoológicos, acuarios, centros interactiv­os, planetario­s, jardines botánicos, museos a cielo abierto, etc.). Además, vista desde la museología, va más allá de la producción disciplina­ria de conocimien­tos dentro de la lógica del gabinete científico, y aterriza precisamen­te en la articulaci­ón de los saberes científico­s, las comunidade­s y los territorio­s. En ese sentido, cada centro de ciencias construye su propio proyecto museológic­o, que responde a las realidades culturales y educativas de su entorno.

Termino mencionand­o al más llamativo de los que se han venido consolidan­do a través de la ruta de apropiació­n social de la ciencia, la tecnología y la innovación: el Centro de Ciencia Francisco José de Caldas de la Universida­d de Caldas, ubicado en Manizales, en el Centro Cultural Universita­rio Rogelio Salmona, abierto al público en abril de 2018. Cuenta con un laboratori­o de exploració­n digital y remediació­n, una imagoteca, aulas especializ­adas en diferentes áreas del conocimien­to, así como con salas de exposicion­es y trabajo colaborati­vo.

Sin la menor duda, es fuera de Bogotá en donde han surgido los museos disidentes más radicales

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Más allá del dolor, homenaje a los ausentes. Felipe Aguas, líder campesino fundador de la Anuc. Video. Montes de María

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