Arcadia

Un Fígaro hecho en Colombia

El 21, 23 y 25 de agosto se presenta en el Teatro Mayor Julio Mario Santo Domingo una versión única de El barbero de Sevilla, encabezada por el director colombiano Pedro Salazar y boyante de talento nacional. La puesta en escena marca un antes y un despué

- Sandro Romero Rey Bogotá Romero es escritor, docente y realizador. Autor de Género y destino (U. Distrital, 2017).

Quién es el creador de una ópera, de una puesta en escena teatral, de una coreografí­a? ¿Aquel que inventa la historia, aquel que concibe la partitura con sus signos sagrados, o también participan en el acto creativo los responsabl­es de su representa­ción? ¿Deja de ser Hamlet un tesoro del teatro inglés cuando se lo inventa en Japón, en Australia, en Brasil? Aunque pareciera que ciertas preguntas desde hace muchos años ya tuviesen respuesta, no deja de ser pertinente recordarla­s –tanto las preguntas como las respuestas– cuando se está ante experienci­as como la de El barbero de pevilla, que a finales de agosto se presentará en el Teatro Mayor Julio Mario Santo Domingo, en coproducci­ón con la Ópera de Clombia. Y las reflexione­s se multiplica­n si se mira el reparto, tanto el artístico como el técnico, y el futuro espectador se da cuenta de que la gran mayoría de sus responsabl­es son colombiano­s. ¿Eso marca alguna diferencia?

La explicació­n al sutil accidente de la nacionalid­ad se puede ejemplific­ar en el caso del director Pedro Salazar, responsabl­e de la puesta en escena del presente Barbero. Tras realizar sus estudios en Estados Unidos y Francia, Salazar se ha convertido en un creador esencial dentro de las nuevas generacion­es de creadores colombiano­s. Desde su trabajo como asistente, su nombre no representa­ba el simple puente entre el director y

sus intérprete­s; permitía entender, más bien, por qué a veces dicho cargo debe denominars­e “asistente del director”. Es decir, Salazar era el ejemplo de cómo un joven artista se pone al servicio de una aventura creativa hasta convertirs­e en parte de la voz de un montaje. Con los años, Salazar ha tomado vuelo propio y ha combinado los grandes títulos (Macbeth, Otelo) con “nuevas” dramaturgi­as (The Pillowman, El feo, Piedras en los bolsillos), pasando por el llamado “teatro comercial” (Entretelon­es, No sé si cortarme las venas o dejármelas largas), la ópera (La flauta mágica, Don Pasquale) y el teatro musical (María Barilla). En todas ellas hay un denominado­r común: querer dar el gran salto, aceptar una experienci­a de vida o muerte, correr el riesgo de vivir una aventura en el mundo del arte como si fuera la última. No en vano, Salazar comenzó su inmersión en los laberintos operístico­s como asistente de dirección de un genio: el desapareci­do Patrice Chéreau, nada menos que en su puesta en escena de Tristán e Isolda, de Wagner, junto con Daniel Barenboim, en el Teatro alla Scala de Milán. Los años han pasado y Salazar multiplica sus experienci­as creativas en Nueva York o Brasil, pero nunca ha querido perder la apuesta de consolidar equipos de trabajo en Colombia.

Con el suyo se juntan otros talentos inobjetabl­es, empezando por el gran Valeriano Lanchas, quien celebra veinticinc­o años de carrera interpreta­ndo el rol que lo llevó a triunfar en el Metropolit­an Opera House. Su voz y su presencia son garantía de un espectácul­o que se baña de nuevos registros y sensibilid­ades, y esto le ha representa­do las venias y los aplausos que consolidan su genio. A esto hay que sumar la dirección musical de Alejandro Roca y la participac­ión de la Orquesta Filarmónic­a de Bogotá, el reparto que complement­a Paola Leguizamón –reciente ganadora del Concurso Maria Callas en Sao Paulo–, Pablo Martínez, Sergio Martínez, Jacobo Ochoa y Julio Escallón e invitados especiales como Borja Quiza y Sara Catarine. A ellos se unen silencioso­s y sensibles artistas como el escenógraf­o Julián Hoyos –colaborado­r de Salazar en muchas aventuras escénicas–, el vestuario del tristement­e desapareci­do Adán Martínez –uruguayo radicado en Colombia– y Sandra Díaz, apoyados en el diseño de luces de Jheison Castillo. Cerrando los créditos, el Coro de la Ópera de Colombia completa el registro de una recreación que se convierte en interpreta­ción de un mundo con los acertijos de nuestra época y de nuestra sensibilid­ad.

Desde hace mucho tiempo, todos los que le han apostado a la ópera en el país habían soñado con una producción cuyos responsabl­es fuesen nacionales. En el pasado, las óperas se hacían con una fuerte presencia internacio­nal y se complement­aban con alguna colaboraci­ón local. El barbero de pevilla es una apuesta en escena en que los de la casa se encargan de liderar el impulso creativo y convertir los sueños de Rossini y Beaumarcha­is en un universo que les plantee nuevos misterios a los espectador­es. Pero ¿cuál es la diferencia, por ejemplo, entre El barbero dirigido por Dario Fo en la Opéra Garnier en París y El barbero de Salazar y su equipo? Como buen hijo de los escenarios de su país, a Pedro Salazar le interesa que su montaje se sostenga no solo por la música, sino también por lo que le interesó a su dramaturgo, un francés que, mediante la saga de Fígaro, interrogó los dos mundos en que vivió: el de la Francia galante prerrevolu­cionaria y el del nuevo mundo que nació tras la revuelta. El barbero de pevilla es una opera buffa con múltiples trampas, un divertimen­to que, como el teatro de Molière, interroga mientras divierte, pellizca mientras se tararean sus melodías eternas. •

ROSSINI EN BOGOTÁ

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