La historia no es lo que se sabe
Me parece que el punto de partida debe ser, necesariamente, que no es bueno para una sociedad, para ninguna, que exista una “historia oficial”, una versión oficial de la historia. Las sociedades que ensayaron ese camino en el siglo xx –de manera básica las sociedades de inspiración comunista y el otro gran ensayo totalitario: los fascismos y los nazismos– pusieron en claro a dónde conduce la terrible idea de que debe haber una sola versión del llamado “relato nacional”. Por lo tanto, no cabe otra posibilidad que acogerse a la vieja idea liberal de la investigación sobre el pasado nacional en plenas condiciones de libertad.
No hay que tenerle miedo a la existencia de varios relatos de lo que ha sido el transcurrir nacional. Pero a todos ellos hay que pedirles que inscriban su reflexión en el campo de la disciplina histórica, de la actividad de investigación, de la práctica de un oficio que tiene reglas, siendo la primera de ellas el uso del método crítico y de las técnicas documentales que lo acompañan. Aunque a muchos les fastidie, no tengo ninguna duda de que la escritura de la historia debe ser asunto de historiadores profesionales, bien preparados para el ejercicio del oficio. Nada hace tanto daño a la difusión de una versión ecuánime del pasado nacional como las narraciones que se presentan como trabajos de historia y son, más bien, sumas de prejuicios, de supuestos indemostrados y de reiteración de opiniones políticas que se hacen pasar por juicios de realidad. El libro de Antonio Caballero sobre las “élites en la historia de Colombia” lo prueba página tras página, siendo por lo demás promovido por la mismísima Biblioteca Nacional de Colombia.
Una buena historia de una sociedad –que no es más que la narración documentada y reflexiva de la aventura humana de un colectivo– debe respetar la diferencia entre análisis histórico y memoria de grupo,
y no puede confundirse con la memoria particular de un grupo especial, ni darse la tarea de ser una especie de reclamo reivindicativo de un grupo especial en su calidad de víctima. Otras instancias deben asumir esas tareas, que desde luego pueden apoyarse en el análisis histórico. Pero no deben intentar transformarse en el único relato posible de la vida de una sociedad.
Contra todas las presiones que de todas partes le llegan hoy en día, para que se vuelva madrina de causas particulares y abogada y juez de víctimas, la historia, tal como se concreta en libros de historia, debe ser fiel a su idea de tratar de ser un relato con pretensión de verdad, pero no un relato verdadero y cerrado. No debe esconder al lector su carácter de “verdad aproximada” que la caracteriza, y debe tratar de ser, por sobre todas las cosas, un intento de rectificación de errores, es decir, una forma reflexiva y documentada de corrección de prejuicios de toda clase sobre el pasado de la diversidad de grupos humanos que conforman una sociedad. Si el análisis histórico no inscribe sus esfuerzos de búsqueda en ese terreno, terminará siendo algo parecido al actual “debate nacional” en Colombia, en el que dos visiones antagónicas, cada una con tan pocos fundamentos como la que se le opone, pugnan por constituirse en la única manera posible de verdad.
Un buen libro de historia (nacional, regional, sectorial…) debe ser un alimento de la conciencia cívica de una sociedad, siempre que esa conciencia no se confunda con los habituales prejuicios patrióticos, nacionalistas y partidistas, y sea por el contrario una forma de conciencia crítica, sin temor ninguno por los debates y controversias sobre ese pasado que se escruta, pero siempre bajo las regla de oro del trabajo del historiador: la historia no es lo que se sabe, sino lo que se investiga, como nos enseñó uno de nuestros viejos maestros.
Los fascismos y los nazismos pusieron en claro a dónde conduce la terrible idea de una sola versión del llamado “relato nacional”