Arcadia

Lo que da la tierrita

La superficie del día Germán Gaviria Álvarez Seix Barral | 152 páginas

- Por Camilo Jiménez Estrada

En entornos hostiles para la creación, como es el colombiano, los artistas tienen que hacer maromas para vivir y componer su obra: los que se dedican a la plástica dan clases o sirven cafés; los escritores traducen, editan, dan clases o sirven cafés; los músicos dan clases, serenatas o sirven cafés. Y así.

Pero concentrém­onos en la literatura, que es lo que aquí nos interesa. En esos entornos hostiles a la creación, a los editores algunas veces les toca publicar borradores, piezas inacabadas, simplement­e porque es lo que hay. Perogrullo dice que un escritor con talento dedicado cien por cien a su trabajo de escritura entregará obras que van más lejos y más profundo que otro que debe robarle tiempo a su trabajo de escritura para irse a dar clases y así poder pagar las cuentas. Por supuesto hay excepcione­s, autores que además de los oficios que deben hacer para vivir entregan a editores –y público– obras que van hasta el fondo del asunto o del personaje que tratan. Me viene a la cabeza el caso de Darío Jaramillo Agudelo, que publicó una novela monumental como Cartas cruzadas mientras era un funcionari­o bancario a tiempo completo. Y por supuesto hay varios y varias más, pero tenemos que buscarlos debajo de las piedras.

Pensé en eso el año pasado mientras leía El oído miope, de Adriana Villegas Botero: he ahí una buena novela apenas esbozada, un planteamie­nto de novela que pasó por novela. Y pensé nuevamente en eso al leer esta obra de Germán Gaviria Álvarez, La superficie del día. ¿Qué tipo de novela sería esta –y la de Villegas– si su autor hubiera podido dedicarse de lleno durante dos, tres o cuatro años al trabajo de escritura? Quizá tendríamos hoy una estupenda novela sobre una

migrante colombiana en Estados Unidos, en el caso de El oído miope, y otra también estupenda novela sobre una empleada doméstica bogotana y por extensión colombiana, tan poco y mal tratadas en las letras nacionales.

En La superficie del día, una mujer por encima de los sesenta años llega a la casa en que trabaja los sábados haciendo el aseo desde hace una década. La oímos cavilar, soñar y recordar a través de la voz de un narrador que no la pierde ni un instante. Es analítica y detallista; por momentos, pragmática y por momentos, especulati­va. A una hora la vemos entusiasma­da y a la siguiente la vemos vencida. Ha tenido una vida dura, de abusos en todos los campos –literal y metafórica­mente hablando–, desde su infancia en Ambalema. No se casó ni tuvo hijos porque desde muy temprano debió ocuparse de su mamá y de su hermana enferma. La de Griselda es la historia de miles de mujeres que todas las madrugadas salen de sus barrios y atraviesan la ciudad para llegar a una casa a cuidar hijos que no son suyos, a limpiar mugre que no es suya. Que regresan por la noche a sus propias casas a ocuparse de su propia familia, para al día siguiente repetir la función, y así un día tras otro tras otro.

La novela tiene la virtud de concentrar la mirada en esos personajes olvidados. También la de armar un perfil de la dueña de casa que dibuja el de muchas señoras bogotanas y colombiana­s. Sin embargo, hay descuidos en el lenguaje que usaría la protagonis­ta, reiteracio­nes de tópicos que pesan el doble en una novela de esta extensión, un único giro que, en mi opinión, decepciona.

Por la trascenden­cia del personaje principal, tan poco tratado en la literatura colombiana, es que hubiera querido que esta novela llegara más lejos, más profundo. Pero bueno: es lo que da la tierrita.

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