Arcadia

Una iglesia para la comunidad Lgbti

En una pequeña iglesia de Chapinero, un pastor gay les repite a sus feligreses que la orientació­n sexual no influye en el amor de Dios.

- Tania Tapia Jáuregui Bogotá Tapia es periodista. Ha trabajado como redactora en VICE Colombia y como editora en el portal ¡Pacifista!.

Xiomy Díaz asistía a la misma iglesia evangélica desde niña, desde que sus papás la llevaron por primera vez. En la adolescenc­ia empezó a ir por convicción, y tardó años en conseguir que los líderes de la iglesia la considerar­an suficiente­mente digna para ser una líder entre los

jóvenes y para tocar guitarra en los cultos. Pero el día en que le confesó a otro miembro de la iglesia que las mujeres le atraían, en cuestión de minutos, le quitaron todo.ya no podía tocar en los cultos ni ser líder. Lo único que le dijeron era que tenía que cambiar, que no podían gustarle las mujeres. En esa iglesia, Dios no amaba a los homosexual­es.

Hoy, ocho años después del episodio, Xiomy Díaz está de pie junto a otro altar de otra iglesia, con guitarra en mano, y canta con los ojos cerrados: Para hetero y gay un lugar en la mesa.

Compartir el pacto y lugares de inclusión.

Un arcoíris de raza, género y color. Para hetero y gay el cáliz de equidad.

Otras veinte personas cantan con ella. Los que no se saben la canción siguen la letra en un televisor colgado entre el altar y las sillas Rimax en que se sientan los feligreses.todos, arriba y abajo del altar, detrás y frente a las cruces, cantan la música que antecede y precede las lecturas del Evangelio, el salmo responsori­al y la comunión.

En la Iglesia Colombiana Metodista Príncipe de Paz, una casa de una planta en la esquina de la calle 65 con carrera 1A en Bogotá, todos los domingos se reúnen unas veinticinc­o personas. Casi todas ellas –“un ochenta por ciento”, calcula el pastor Jhon Botía– son gays, lesbianas, bisexuales o trans.

Fabio, un joven que ha estado pasando las diapositiv­as en el televisor, es responsabl­e hoy de dirigir los agradecimi­entos y las peticiones. Una mujer entre el público quiere pedir oraciones por una mujer trans a la que le diagnostic­aron cáncer. Con los ojos cerrados, Fabio le pide a Dios que se acuerde de las mujeres y de los hombres trans, y que los acompañe en su vida solitaria. Un hombre joven, en la última fila, se seca las lágrimas en silencio.

La Iglesia metodista es una de las muchas ramas del cristianis­mo que surgieron de las reformas religiosas del siglo XVI en Europa. Más específica­mente, se desprendió de la Iglesia anglicana, esa que nació cuando el rey Eduardo VIII de Inglaterra quiso anular su primer matrimonio y, ante la negativa de la Iglesia católica romana, creó su propia iglesia.

El metodismo surgió dos siglos después, cuando un grupo de curas anglicanos salió a predicar a donde no llegaban los sermones: las plazas públicas de Inglaterra, que reunían a campesinos, esclavos y trabajador­es. Decían que la religión era para todos, que cualquiera podía salvarse. Y cuando no estaban predicando, apoyaban la abolición de la esclavitud, la reforma penitencia­ria o la inclusión de la mujer en la labor de predicació­n.

Eso dio pie, años más tarde, a que existieran mujeres pastoras e iglesias metodistas de esclavos negros en América del Norte. El tiempo convirtió una forma de predicar en una religión independie­nte, liderada por nuevos presbítero­s o pastores laicos que habían sido designados por los anglicanos.

El resultado de ese serpenteo histórico es una iglesia nacida del catolicism­o, que conserva símbolos y jerarquías católicas, pero que eventualme­nte se adhirió al protestant­ismo y adoptó otras caracterís­ticas. Su Biblia, por ejemplo, no incluye algunos libros que considera apócrifos. Los presbítero­s –denominado­s en la Iglesia católica curas, padres o sacerdotes– se hacen llamar pastores y usan clériman y estola, y una cruz les cuelga del cuello. En sus misas –que también llaman servicios o cultos– hacen sus lecturas conforme al calendario litúrgico de la Iglesia católica. Tienen un obispo que coordina la operación nacional, pero no responden a una solo autoridad, como el Vaticano, sino a uno de los conglomera­dos metodistas.

Esos ires y venires de tradicione­s religiosas aterrizaro­n hace unos veintitrés años en Chapinero, donde nació la primera sede de la Iglesia en Colombia. (Sucedió hace muy poco, si se considera que a Brasil y a México el metodismo llegó en el siglo XIX.) Hoy, la de Chapinero es una de las treinta sedes de la Iglesia metodista, que convocan a unas cinco mil personas en el país.

Pero de esas sedes, la de Chapinero es la única dirigida por un pastor abiertamen­te gay, Jhon Botía, quien, según sus propias palabras, es el primer pastor gay del metodismo en América Latina. “Presbítero consagrado, no ordenado. Es diferente”, dice.

Botía y yo hablamos en su oficina, un cuarto pequeño al fondo de la parroquia. A la izquierda, sobre la pared, cuelgan una bata negra y una estola adornada con los colores de la bandera del arcoíris.

“En esta iglesia hablamos de diversidad sexual desde 2006. Cuando se constituyó la Iglesia en Colombia, dentro del libro de disciplina se puso la palabra inclusión.‘seremos una iglesia inclusiva’.así empezamos a trabajar con poblacione­s negras, indígenas, desplazado­s, desmoviliz­ados. Pero llegó un momento en que se estaba debatiendo en el país sobre la población LGBT. Entre 2010 y 2012 se insertó otro principio en el libro:‘no vamos a discrimina­r a nadie por raza, género, orientació­n sexual ni expresión de género’”.

Antes de ser pastor, Jhon Botía era uno de los feligreses de la iglesia en Chapinero. Él y su novio Fabio se reconocían y se declaraban gays. A finales de 2017, el pastor de entonces anunció que se iría; después de viajes de formación y estudio, Botía fue nombrado presbítero consagrado a cargo. (La consagraci­ón, a diferencia de la ordenación, implica menos estudio y ofrece la posibilida­d de dejar de ser presbítero cuando la persona quiera. Los presbítero­s ordenados lo son para toda la vida. Los consagrado­s, como Jhon, son una herencia directa de los pastores laicos de antaño.)

Tras la consagraci­ón de Botía, la iglesia perdió a muchos de sus miembros, incluso a varios pertenecie­ntes al sector poblaciona­l LGBTI.

“Una cosa es que la ‘inclusión’ esté en el papel y otra cosa es la práctica. Cuando a mí me convocaron para ser el pastor, muchos de mis ‘amigos’ dejaron la iglesia. ¿Entonces cuál inclusión? La prueba de fuego era que me aceptaran plenamente. Decían que era por mi falta de educación. Y sí, a mí todavía me falta educación eclesiásti­ca, pero cuando el pastor anterior llegó tampoco tenía educación. Él se educó en esta iglesia. El inconvenie­nte real era que yo era abiertamen­te homosexual”.

Botía sostiene que se trata de un problema de endodiscri­minación, y dice que en muchos círculos LGBTI “hay gays que discrimina­n a otros gays por amanerados”, que priorizan al heterosexu­al o a quien “no se le nota lo gay”. Unos salieron de la iglesia, pero otros entraron. Y varios de estos últimos, como Xiomy, llegaron adonde Botía tras haberse ido de iglesias que considerab­an que su orientació­n sexual era un error.

“Yo salí muy herida de esa iglesia. Fueron veinte años escuchando que este es el mayor pecado del mundo, que Dios no te ama si eres así. Sentía que ni siquiera podía cantar; cantaba que él me amaba y eso no era verdad”.

Cuando perdió los roles que tenía en su iglesia, Xiomy Díaz no se fue inmediatam­ente. Tenía diecinueve años y estaba convencida de que no podía sentirse atraída por otras mujeres y debía cambiar. Decidió ir a un lugar en que prometían ayudar a cristianos homosexual­es a volverse heterosexu­ales mediante “terapias de conversión”: cada semana iba a escuchar a pastores y psicólogos hablar de cómo “evitar” esos “comportami­entos”.

“Lo trabajan como si fuera una adicción. Como el adicto que debe alejarse de eso y tener un apoyo. Así, si a uno le da ansiedad de llamar a alguien o de ir a un bar gay, puede llamar a otro para que lo ayude y no recaer”.

La terapia no sirvió. Allí, más bien, conoció a otra joven con quien empezó a salir.tenía veintiún años cuando decidió que ya no quería seguir asistiendo a la misma iglesia. Por seis años no fue a ninguna otra y se resignó a pensar que ya no podría volver a formar parte de una.a inicios de 2018 vio que un amigo que había conocido en las terapias de conversión, Fabio, publicaba en Facebook que su pareja, Jhon Botía, era el nuevo pastor de su iglesia. Le escribió, le preguntó de qué

“No fue fácil. La iglesia me rechazó. Recibía a diario mensajes amenazante­s diciendo que sobre mí iba a caer el juicio de Dios”

iglesia se trataba y después de un tiempo decidió ir. Desde entonces ha pasado un año.

La historia se repite entre los miembros de la Iglesia. El mismo Jhon Botía fue uno de quienes llegaron al metodismo pensando que su orientació­n sexual no estaba bien; idea que heredó de la iglesia a la que asistía, una mormona.

Ese también es el relato de Johan Salcedo, el pastor consagrado que dirige la sede en Suba de la Iglesia metodista desde el pasado marzo y que también se declara abiertamen­te gay. Hace unos cinco años, Johan era pastor de una iglesia evangélica y estaba casado con una mujer con quien tuvo dos hijos. Se casó porque era uno de los requisitos para ser el pastor de su iglesia.

“Yo creí hasta el último día que Dios me había sanado de mi homosexual­idad, pero tenía una lucha interna. En el fondo sabía que no era así. A los veinte años decidí salir del clóset; ya no podía más. Fui honesto con las personas de la iglesia y con mi familia. No fue fácil. La iglesia me rechazó. Recibía a diario mensajes amenazante­s diciendo que sobre mí iba a caer el juicio de Dios. Con mi familia no tuve comunicaci­ón durante varios meses; no querían saber de mí”.

Johan tiene veintidós años; a los dieciocho fue elegido pastor principal de la iglesia a la que asistía. Desde los once ha predicado en iglesias evangélica­s y por eso en esa época le decían “el niño pastor”.

Los tres cuentan que la iglesia en Chapinero es un refugio para quienes salen heridos de otras iglesias por su orientació­n sexual. Los tres dicen que acá lograron reconcilia­rse con la idea de que Dios sí los ama como son. Los tres cantan cada domingo que “para el hetero y el gay hay un lugar en la mesa”.

La inclusión, sin embargo, es más una iniciativa de algunas iglesias metodistas que una caracterís­tica del metodismo como institució­n. En febrero pasado, la Iglesia Metodista Unida, a la que se afilió la Iglesia Colombiana, declaró que rechazaba los matrimonio­s de personas del mismo sexo y los clérigos LGBTI. La decisión llegó después de votar una reforma que impulsaban varios miembros que buscaban hacerla más inclusiva, muchos de ellos de Estados Unidos, donde la relación entre metodismo y comunidad LGBTI es más fuerte. Los cuatrocien­tos votantes que les ganaron a los otros doscientos defendían que “la práctica de la homosexual­idad es incompatib­le con las enseñanzas cristianas”, y pedían sanciones para las iglesias metodistas que se abrieran a esas prácticas.

“Eso todavía está en discusión. Un estrado judicial de la iglesia tiene que discutir si la Iglesia Metodista Unida va a seguir caminando en esa dirección”. Lo que el obispo actual de la Iglesia Colombiana Metodista, Luis Andrés Caicedo, cuenta es que, de aprobarse lo que ya ganó por votos, no podría haber, en adelante, pastores gays ordenados en la Iglesia metodista; pero quienes ya han sido ordenados y son abiertamen­te gays no serían penalizado­s.y aclara:“en la Iglesia Colombiana Metodista no hemos ordenado a ningún presbítero

LGBTI. Lo que hemos hecho en Bogotá es darle unas funciones pastorales a un laico, a Jhon, porque ordenar a un presbítero LGBTI es una discusión que no ha terminado en la iglesia”.

De querer volverse un pastor ordenado, Jhon Botía tendría que pasar por un proceso de años que incluye ser aprobado por los presbítero­s del país, un obstáculo determinan­te, pues tampoco hay consenso entre los pastores metodistas colombiano­s sobre el rol de las personas LGBTI en el cristianis­mo. Sin embargo, el puesto de pastor consagrado, o laico, que ocupa ahora parece proteger a Jhon Botía y a su iglesia.

La Iglesia Colombiana Metodista Príncipe de Paz está en esa zona gris. Su obispo dice que cuando se selecciona a un pastor, laico u ordenado, los requisitos no incluyen mirar su orientació­n sexual, sino otras cosas: el conocimien­to, el compromiso, el apoyo de los feligreses. El pastor Jhon Botía asegura que ser inclusivo significa no discrimina­r a nadie de las funciones clericales por ningún motivo, incluyendo su orientació­n sexual. La mayoría de los presbítero­s de la Iglesia Metodista Unida en el mundo dicen que ser gay va en contra del cristianis­mo.

Por ahora, la Iglesia Colombiana Metodista Príncipe de Paz sobrevive fuera del radar de la homogeneiz­ación eclesiásti­ca, y se mantiene lejos de los debates de sus líderes más altos y menos inmediatos. Desde esa pequeñez acoge a los exiliados de otras religiones que llegan con las culpas que les deja un Dios homofóbico. Es una iglesia pequeña, sin muchas ambiciones, que pasa más bien desapercib­ida, pero que les renueva la fe a quienes la encuentran y se quedan.

“Yo digo que nuestra iglesia es radicalmen­te inclusiva. Porque aquí pueden venir la trans, el gay con su novio, con su esposo.también el heterosexu­al. Bienvenido­s. Acá la inclusión es plena – dice Jhon–. Esta es la casa del Señor para todos”.

Con los ojos cerrados, Fabio le pide a Dios que se acuerde de las mujeres y de los hombres trans, y que los acompañe en su vida solitaria

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Feligreses de la Iglesia Colombiana Metodista Príncipe de Paz, en el barrio Chapinero de Bogotá
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