EL PRÍNCIPE Y LA CENICIENTA
Van Cliburn adquirió el estatus de héroe nacional cuando se ganó en 1956 el Concurso Tchaikovsky de Moscú. Fue una proeza del pianista estadounidense haberse alzado con la medalla de oro en plena Guerra Fría, compitiendo con la flor y nata de los pianistas herederos de la gran tradición del “piano romántico”. Pero lo consiguió, y así entendieron perfectamente lo que eso significaba para la cultura musical norteamericana: conseguir instalarse hombro a hombro de la tradición europea. Desde la Casa Blanca hasta el último auditorio de los Estados Unidos, nadie quiso privarse del honor que significó, en ese momento, contar con su presencia.
El concurso también salió ganando, porque no quedó la menor sombra de duda sobre su respetabilidad. La verdad es que desde entonces, hasta hoy, el prestigio deltchaikovsky es legendario.allá solo llega la élite de los mejores pianistas, violinistas, cantantes y violonchelistas del mundo. No basta con estar bien preparado musicalmente y dominar por completo el instrumento: también hay que estar listo psicológicamente porque la presión es terrible, y con más frecuencia de lo que se pueda imaginar, el jurado declara desierta la medalla de oro, la de plata o la de bronce. Con eso no se juega. Una medalla del Tchaikovsky instala a quien la recibe en la crema de los mejores del mundo.
El violonchelista bogotano Santiago Cañón, en julio pasado, se alzó allá con la medalla de plata. Es decir, por derecho propio forma parte de la élite de los mejores del mundo. Pero el asunto no pasó de ser una más de las noticias del día a día en diarios, revistas y noticieros. Tamaña proeza en la cultura no generó aquí demasiada impresión, o por lo menos no desató la emoción en los tendidos deltour de Francia de Egan Bernal, que hasta opacó al bicentenario.
No es que uno espere que la alcaldía le mande el carro de bomberos a Cañón por haber deslumbrado a los jurados de Moscú con su interpretación de las Variaciones rococó, de Tchaikovsky, y el Concierto, de Shostakovich.tampoco que el Ministerio de Cultura le hiciera un reconocimiento oficial a semejante proeza
o que la Presidencia de la República le otorgara una de esas condecoraciones que regala a diestra y siniestra. No. Eso sería quitarle a la cultura ese estatus tan poético de ser la Cenicienta.
Pero no habría estado de más alguna manifestación. Por lo menos algo más que ese mensajito que le envió el ministerio a través de la cuenta de Instagram. No hubo más que ese mensajito. Increíble, ¿o no?
Así son aquí las cosas con la cultura, pues si Santiago Cañón ha llegado hasta donde ha llegado, y ha puesto el nombre de este país en alto, ha sido porque se ha preparado musicalmente desde que tiene memoria; porque contó con el apoyo decidido de sus padres, por suerte músicos profesionales los dos, y con el de la Fundación de Edmundo y Mayra Esquenazi. Eso es todo. Si en las entidades culturales de la alcaldía, el ministerio, las orquestas locales o en la Presidencia de la República llegan a enterarse de que lo del Tchaikovsky es algo de nivel internacional y pretenden subirse al carro vencedor, van a tenerla muy difícil. O por lo menos no tan fácil como se le treparon al sillín de la bicicleta de Egan Bernal.
Ahora, todo parece indicar que al artista esta situación lo tiene sin cuidado porque nunca ha esperado nada. Es obvio que con el tiempo las orquestas locales tendrán que incluirlo en su programación, pero no como en el pasado, como el violonchelista que fue niño prodigio e hizo su primera presentación a los seis años con la Filarmónica de Bogotá. Ahora será a otro precio, al precio de una estrella internacional, y eso vale.
La cultura puede ser la Cenicienta, pero como en los cuentos de hadas, a veces, a pesar de las brujas, aparecen los príncipes.