LAS HISTORIAS OFICIALES
La historia la hacemos dos veces: cuando la ejecutamos con nuestros actos presentes y cuando la recordamos para guiar nuestros siguientes actos”, reza uno de los textos de Memorias de Venezuela, la revista publicada
por el Centro Nacional de Historia del vecino país. Todo proyecto político necesita reescribir la historia para imponer significados en las mentes de los ciudadanos y, en ese sentido, las fuerzas sociales con aliento de perpetuación siempre están inmersas en una disputa por la refundación de la nación.
El libro de la profesora Martha Lucía Márquez, de la Pontificia Universidad Javeriana, resultó mucho más interesante que su título, Historia, nación y hegemonía. La revolución bolivariana en Venezuela 1999-2012. El tema de estudio se centra en las narraciones del chavismo y la respuesta discursiva de la oposición. Así, Márquez hizo un análisis estructural de contenidos de las alocuciones de Hugo Chávez y de las historiografías de académicos del Centro de Memoria Histórica, por un lado, y de los escritos de Elías Pino Iturrieta, un historiador de la oposición, por el otro.
Estos tres relatos de nación coexistieron bajo el mandato de Chávez sin lograr ninguno una hegemonía entendida como “la unidad del sujeto social en el discurso”. Hugo Chávez utilizó un discurso de estructura mítica, enfocado en un Bolívar militar endiosado, asimilado más al Cristo del látigo que al del amor, que le permitió destacar el papel de las Fuerzas Armadas. Reveló su talante más autoritario cuando asumió de manera plena el papel del héroe revolucionario destinado a tutelar a un “pueblo incapaz” y “carente de saber”.
Los historiadores prochavistas del Centro de Memoria Histórica, por el contrario, pusieron al pueblo venezolano en el corazón de la narración. Son las mujeres, los indígenas, los trabajadores quienes forjan el camino del progreso. Se alejaron de la figura del militar presidente para destacar la del pueblo dignificado. En palabras de Márquez, no fueron simples “caudillos intelectuales del régimen”.
Mientras que las palabras de Chávez pretendían justificar lo autoritario y, por ende, el cierre de los espacios democráticos, las del Centro de Memoria Histórica se centraron en reivindicar la participación como una nueva forma de democracia más directa y más profunda. La tensión entre lo autoritario y lo participativo marcó un choque entre estas historias oficiales y, aunque uno podría sospechar que un discurso sobre la participación le podía resultar instrumental al nacionalismo militar de Chávez, Márquez no explica por qué a los académicos se les permitió tanta amplitud.
No encontrará el lector aquí debates sobre el populismo, ni tampoco consideraciones sobre la izquierda latinoamericana, ni mucho menos un corte de cuentas al chavismo. Se trata de un texto denso, con referencias semióticas y epistemológicas, a veces difíciles de digerir. Pero, si se hace el esfuerzo, el libro de Márquez abre la puerta al escepticismo sobre los pasados que se nos quieren presentar y, en particular, permite alimentar la reflexión sobre los enfrentamientos en que también nos vemos envueltos en Colombia. Al final, la historia no es lo que sucedió, sino cómo se recuerda. Agradezcamos, entonces, por los Elías Pino del planeta dedicados a develar las mentiras de los mitos oficiales.
Thomas Legler, profesor de la Universidad Iberoamericana, escribió en el prólogo del libro que la transición democrática de Venezuela necesitará “una sanación discursiva” vía un relato compartido de nación. Pero quizás Venezuela necesite menos historias oficiales y más narrativas que convivan y se hablen entre sí.