NO SABEMOS NADA (DE VENEZUELA)
Me irrita que la pareja de venezolanos que cohabita la acera de mi supermercado no se acuerde de que hace tres días le di cinco mil pesos. Me explico: los cinco mil me importan poco, lo que me molesta es que me miren pero no me reconozcan. Yo los reconozco.
No tengo ni idea quiénes son, por supuesto, pero sé quiénes son y con esto me refiero a que ahora me son familiares porque los he guardado en mi cajón mental que está rotulado como “Venezuela”, y allí comparten espacio con fragmentos de telenovelas, el estribillo de “¡Caracas, Caracas, cómo me gusta esa ciudad!”, Alicia Machado…
La verdad les confieso que me avergüenza mi cajón de “Venezuela” porque, al igual que la pareja frente al supermercado, sé más bien muy poco de este país aunque algunos “recortes” cogidos aquí y allá me hagan pensar que no es para mí un lugar desconocido. Pero quiero esculcar en mi cabeza un poco más y encuentro otros recortes que, imagino, pego en una pared y con ellos dibujo un patrón o un mapa que, a fuerza de nunca haber pisado “la pequeña Venecia”, se ha convertido en mi cabeza en un territorio.
Cuando era muy joven, en mi casa estaba el libro Casas muertas, de Miguel Otero Silva, y recuerdo haber estado mucho tiempo conmovido por la suerte del pequeño pueblo llanero que se quedaba vacío, a lo que ahora pienso que había algo de profético en todo ello. Esa primera imagen literaria del llano gigante, caliente, la pude haber complementado con Doña Bárbara, la gran novela modernista que ponen a leer en todos los colegios… excepto en el mío, que estaba muy poco interesado por Venezuela y su canon literario. ¿Quién leía en esa época a Miguel Otero Silva o a José Antonio Ramos? Nadie. Algo, pero muy poco, a Uslar Pietri. A lo que voy es que luego esa imagen del llano quedó relegada en mi cabeza gracias a un compañero venezolano que tuve en París. Nos unía un vago sentimiento latinoamericano y la precariedad estudiantil. Este
compañero tenía por héroe nacional y tema de conversación recurrente a Carlos Raúl Villanueva, arquitecto venezolano también formado en Francia, y ¡voila!, Venezuela dejó de ser para mí el llano melancólico para ser los estilizados edificios, la deslumbrante Ciudad Universitaria de Caracas que es patrimonio de la humanidad, las avenidas, el concreto, el futuro, la modernidad que deslumbró también (y esto lo vine a saber mucho después) al fotógrafo colombiano Leo Matiz.
Otra imagen que conservo es la de mi padre eufórico después de ver una película venezolana, El pez que fuma, de Román Chalbaud. La busqué en mi adolescencia cinematográfica pero era inconseguible. Por cierto, ¿cómo es el cine venezolano de hoy? ¿A qué sabe su literatura de exilio? ¿Quién quiere ir a un Salón de artistas en Caracas para contarnos qué se ve? ¿Hay Salón de artistas? ¿Dónde están las obras? Hay un cuadro pequeño en la colección del Banco de la República compuesta de líneas onduladas azules que caen verticalmente, y su autor es el venezolano Carlos Cruz-diez, que murió hace unos días. Miro ahora mismo una imagen digital de la obra y siento algo de tristeza, pues quiero identificar en esas líneas un paisaje “venezonalizante” pero me pierdo en su abstracción. A lo mejor tal abstracción, tal confusión, pueda sumarlas como recorte a mi muro para escribir alrededor de este, que al igual que la imagen, a Venezuela también hay que estudiarla como una figura provocadora y desconocida para evitar tanto lugar común. Ese lugar común que trivializa al inmigrante, a mi inmigrante que hoy tarda en reconocerme. Al inmigrante que somos todos, en este mundo descuadernado y ciertamente cruel.