LAS DROGAS Y LAS ARTES VISUALES
Plata y Plomo. Una historia del arte de las sustancias (i)lícitas en Colombia, de Santiago Rueda, llena un vacío. Ningún texto hasta ahora había documentado de manera tan completa la historia de las drogas por medio de las artes visuales colombianas. Un exhaustivo inventario, de agradable lectura y erudición, deja al lector con una pregunta: ¿por qué solo la representación de la droga en las artes narrativas como la literatura y el cine ha dejado huella en la memoria colectiva?
El narcotráfico ha estado presente en novelas como Angosta, de Héctor Abad Faciolince; Delirio, de Laura Restrepo, y La virgen de los sicarios, de Fernandovallejo. También ha sido tema de preocupación para el cine que lo ha plasmado en películas tan bien logradas como Rodrigo D.no futuro y La vendedora de rosas,devíctor Gaviria.
Una cuestión que ha permeado nuestro día a día también ha dado vida a una prolífica serie de telenovelas, unas peores que otras y todas con títulos, protagonistas o tramas que,de alguna manera, forman parte de nuestras reminiscencias. pero lo que describe Rueda ha entrado del todo en el imaginario nacional.
El recuento de Santiago Rueda contiene instalaciones, videos, fotografías, transformaciones digitales, cómics, xilografías y dibujos presentados en festivales, galerías de arte, salones de artistas, ferias y exposiciones estudiantiles. Rueda deja claro que el cuestionamiento más provocador a la política pública de drogas se origina en este arte de nicho que no ha logrado trascender para alcanzar a la ciudadanía.
Quizás Nadín Ospina,que transformó la portada de la revista National Geographic “Colombia, país de la cocaína” en un cuadro del hombrecito de Lego con rifle en medio de un campo de coca, es uno de los artistas más conocidos entre los referidos.tal como lo planteó Rueda, Beatriz González abordó el mundo de la droga de manera tangencial. No está claro por qué Rueda dejó por fuera a Fernando Botero, con sus dos cuadros de la muerte de Escobar y la serie Carrobomba. De ahí en adelante, nos acerca a espacios alejados del mainstream.
Carlos Uribe intervino Horizontes, de Francisco Antonio Cano, para reemplazar el futuro prometido con una avioneta de fumigación y, en 1996, Emel Meneses ridiculizó a las figuras del Proceso 8000 en fotomontajes de cuadros de los siglos XVII y XVIII.
Los experimentos fotográficos han sido muchos, como el de Camilo Restrepo, que se dedicó a plasmar las pipas para fumar base de coca y las bolsas de plástico usadas para absorber el pegante industrial –“manchas negras en un vacío blanco”–;o el de Álvaro Herrera, que utilizó permanganato de potasio, un producto necesario en la producción de cocaína, para revelar las imágenes de las casas de narcos.
Los mensajes más agitadores emanan de artistas que se mueven entre videos, instalaciones y performances –Wilson Díaz, Leonardo Herrera, Fernando Arias, Édison Quiñones–. Allí un componente prohibido de la historia reciente –la cocaína misma– es incorporado a la obra como materia prima. Leonardo Herrera montó la instalación El mejor equipo del mundo. ¡Hijueputa! para celebrar al América de Cali, con un futbolín de líneas marcadas en cocaína; Miguel Ángel Rojas presentó una figura precolombina, con sangre en la nariz, sobre un espejo con cocaína; Fernando Arias reprodujo un texto en letras de cocaína escritas sobre su propia sangre seca; y Alberto Roa montó La esnifadora, una máquina que dispensaba la cocaína y la aspiraba.
Estas manifestaciones antiestablecimiento que pocos ven y menos aprecian llevan dos décadas lanzando un desafío al vacío sin lograr permear expresiones artísticas como la pintura y la escultura, e interpelar a mayores audiencias. ¿Por qué no entran a nuestra consciencia? ¿Falta arte o falta interés? Santiago Rueda no lo contesta aquí, y ojalá pronto lo haga. Su libro se lee como un gran abrebocas.