Tumbatecho
Mario Jurisch
Un mes antes de ir a la pasada Feria del Libro de Panamá, me puse a rastrear en la prensa cuántas noticias salían en una semana cualquiera sobre nuestros vecinos del istmo. Para mi consternación, descubrí que pocas o ninguna.aunque mi búsqueda carecía de cualquier propósito
científico, estoy seguro de que un muestreo más concienzudo, en un lapso de –qué sé yo– seis meses o un año, arrojaría un resultado parecido. Panamá nos interesa en circunstancias excepcionales; el resto del tiempo es como si no hubiéramos tenido un pasado en común y no compartiéramos con ellos una frontera de doscientos sesenta y seis kilómetros.
Es bastante plausible que las curiosas fantasías que nos hacemos sobre el istmo provengan de ese desconocimiento. En el siglo xix, como lo muestra con tanta enjundia la novela Rosina o la prisión del castillo de Chagres, de Juan José Nieto, Panamá era básicamente una colonia penitenciaria; en los años setenta del siglo pasado pasó a ser la capital secreta del divorcio y en la actualidad es el supuesto paraíso de las compras donde el devaluado peso rinde como en ningún otro lado.
Esa ignorancia voluntaria también es la causa de que cada vez que estalla un problema conocido nuestros políticos pongan cara de sorpresa o incredulidad. Fue necesaria la crisis de los Panama Papers para que el Gobierno colombiano tuviera, por fin, una conversación franca sobre lavado de dinero con las autoridades panameñas. Me pregunto cuántos años más pasarán antes de que nos sentemos a enfrentar sin melindres el denunciado pero poco atendido tráfico de personas en las selvas del Darién.
Todo lo anterior, o un pedazo, se podría achacar a la escasa importancia que desde siempre los medios y los gobernantes nacionales le han concedido a lo que pasa más allá de nuestras fronteras. Aunque ese diagnóstico es acertado, también es insuficiente.tengo la impresión de que nunca se reconoce a fondo la herida psíquica que dejó la separación de Panamá en la memoria histórica colombiana. Como muchos eventos traumáticos, esa pérdida ha producido en nosotros una especie de incapacidad para admitir los errores cometidos.ya que nos cuesta asumir nuestras torpezas en aquellos años, optamos por el fácil recurso de señalar con el dedo en una dirección diferente a nosotros mismos. En 1909 el periódico Zig Zag publicó una caricatura que resume a la perfección ese estado de las cosas: Colombia se presenta allí como una “pobre pero honrada mujer con familia”, el Tío Sam como “el Juan Tenorio de las Américas” y Panamá como esa “hija morenita y ardiente” que se dejó seducir por un collar de vidrio barato.
Contemplar con serenidad ese episodio no solo nos ayudaría a superar el narcisismo machista de estas descripciones –es ridículo que un país se piense a sí mismo
como una señora respetable burlada por una mulatica casquivana–; también nos daría un buen impulso para encarar con mayor solvencia los problemas comunes y para construir una visión más rica del pasado compartido.
Existen muchos y magníficos libros sobre la separación de Panamá en 1903 (yo recomendaría, sin dudarlo, el capítulo encargado a Fernando Aparicio en Panamá. Historia contemporánea, de las editoriales Mapfre y Taurus); por contraste, apenas los hay sobre los ciento sesenta y cuatro años en que fuimos parte de un mismo ordenamiento jurídico. (Si no me falla la memoria, solo los profesores Heraclio Bonilla y Gustavo Montañez se han planteado esa labor en su incompleto pero imprescindible Colombia y Panamá. La metamorfosis de la nación en el siglo xx.)
Esta constante desatención a lo que pasa en el istmo nos ha hecho darle la espalda a una abundante bibliografía –los escritos de Salvador Camacho Roldán, las memorias del general Rafael Reyes–, suponer alegremente que en esa parte del antiguo país solo había monte, malaria y mosquitos y que por lo tanto la separación fue, a la larga, un buen negocio, y tomar decisiones catastróficas en el nombramiento de cónsules y embajadores.
El novelista Roberto Burgos Cantor me contó una vez que Rafael Escalona iba armado a su despacho diplomático en Ciudad de Panamá y que, so pretexto de liberar espacio, ordenaba constantemente quemar archivos. La anécdota parecería inverosímil si no fuera porque episodios similares se siguen presentando con una regularidad pasmosa. Cuatro años atrás, la cancillería recibió una queja formal contra la embajadora Ángela Benedetti porque, se supone que angustiada por su raquítico sueldo, decidió alternar su trabajo como funcionaria del Gobierno colombiano con el de azafata en un almacén de ropa veraniega. No contenta con esa duplicidad de funciones, un día le espetó a Judyvillamonte, una de sus clientas panameñas:“dudo que te queden mis vestidos de baño, por negra”.
Estas cosas, claro, son parte de una picaresca diplomática que tiene numerosos contraejemplos positivos. En la feria pude constatar con gusto que el Ministerio de Cultura colombiano está compartiendo su experiencia con los funcionarios del antiguo Instituto Nacional de Cultura panameño, ahora elevado a la categoría ministerial. Es el camino correcto; no solo cuando le escuece el miembro fantasma debe uno acordarse del pie o brazo perdido.