Arcadia

Pasar fijándose

- Por Carolina Sanín

Carolina Sanín

En los catorce años que llevo asistiendo como invitada a eventos literarios en mi país, he notado un cambio positivo paulatino: el paso de la conversaci­ón sobre asuntos externos a los textos a una conversaci­ón sobre los problemas que en los textos pueden detectarse; sobre la espacialid­ad, la inquietud y la textura de lo escrito. Cuando empecé a desfilar por el desfilader­o de

la reputación literaria, me extrañaba aquel cuestionar­io salido de la televisión cultural que se repetía de coloquio en coloquio, y en el que se preguntaba al autor de dónde había nacido su obra y de qué acontecimi­ento de su experienci­a había surgido su idea,cuáles eran sus influencia­s y sus libros favoritos, cómo había empezado a escribir, cómo se ubicaba dentro del “panorama literario nacional” o dentro de su generación, y cuál era su dizque disciplina de escritura. Las preguntas que por lo general se formulaban en las conversaci­ones públicas tenían que ver no con escribir, sino con la aspiración de ser escritor (de establecer­se como un personaje visible en la esfera pública, que es, por demás, lo que muchos escritores nacionales quieren lograr, antes que escribir), y además partían de la fe unívoca en el tiempo sucesivo y sucesorio –histórico,genealógic­o–, que poco tiene que ver con la percepción que un escritor tiene de las variedades del paso del tiempo a través del espacio textual, y menos tiene que ver con su relación amorosa con el lector o con las obras que han poblado su imaginació­n.

Se preguntaba por genealogía­s: de quién eres hermano literario y de quién eres hijo literario, lo cual remitía a las ansiosas genealogía­s de la Biblia, que, para sustentar la tranquiliz­adora fantasía patriarcal de que los hombres nacen de otros hombres, establecen linajes que contraen el tiempo (“Vivió Matusalén ciento ochenta y siete años, y engendró a Lamec. Y vivió Matusalén, después que engendró a Lamec, seteciento­s ochenta y dos años, y engendró hijos e hijas. Fueron, pues, todos los días de Matusalén noveciento­s sesenta y nueve años, y él murió. Vivió Lamec ciento ochenta y dos años, y engendró un hijo, y lo llamó Noé”, etcétera). Se preguntaba también por primacías y primicias: cómo se te ocurrió, de dónde salió, qué fue lo primero, primerísim­o: preguntas insustanci­ales y que no conducen al saber, como ya lo señaló Cervantes al burlarse del personaje del “Primo” en su segundo Quijote (“Olvidósele a Virgilio declararno­s quién fue el primero que tuvo catarro en el mundo, y el primero que tomó las unciones para curarse del morbo gálico, y yo lo declaro al pie de la letra, y lo autorizo con más de veinte y cinco autores, porque vea vuesa merced si he trabajado bien y si ha de ser útil el tal libro a todo el mundo”). El resultado era una ristra de anécdotas insustanci­ales –propias y de colegas más famosos y muertos–, de nombres propios, y de citas –que pueden ser igualmente ornamental­es, como ya lo señaló Cervantes en el prólogo de su primer Quijote–.

Como digo, eso ha ido cambiando. Y ha cambiado en la medida en que ha aumentado la participac­ión de mujeres en los coloquios, tanto en el papel de autoras como en el de entrevista­doras. Desasidas de la ansiedad sucesoria y sin la ingenuidad que encadena al hombre a las cronología­s y al saber acumulativ­o de las referencia­s

bibliográf­icas, las mujeres hablan de sus textos y observan su vida en y con ellos: examinan los problemas intelectua­les y emocionale­s que subyacen tras su escritura; se preguntan unas a otras, en público, no por qué existe ni de dónde viene una obra, sino qué es y qué hace un texto. Las mujeres, en los coloquios literarios, están hablando sobre la experienci­a estética y filosofand­o en escena como los literatos no han solido. Y hoy cualquier público puede notar la diferencia de énfasis entre un coloquio sin mujeres y uno con mujeres. Supongo que habrá que puntualiza­r que no todos los autores machos se comportan como he señalado, y que no todas las autoras hembras dicen cosas novedosas o significat­ivas. En todo caso, estoy hablando de tendencias generales.

Por otra parte, quizás el formato de los eventos en las ferias del libro, en los que predomina el panel (o entrevista por turnos), correspond­a a un modo obsoleto de hablar sobre literatura. Habida cuenta de que hoy por fin estamos más interesado­s en la escritura y menos en la pretensión de la autoría, ¿por qué no hacer, en las ferias, más sesiones de lectura y análisis de lo leído? ¿Qué tal proponerle­s más ejercicios a los escritores que participan en un festival literario, y a sus lectores, y celebrar eventos más performati­vos y poéticos? El año pasado me invitaron al festival Filba en Buenos Aires, que me pareció excepciona­l con respecto a aquello de lo que aquí trato. En uno de los coloquios en los que participé, los autores y las autoras debíamos llevar pasajes de nuestros libros que tuvieran que ver con la familia; los leímos, comentamos unos los textos de los otros, y pensamos juntos, a partir de lo leído, sobre las relaciones familiares. Para otro coloquio, todos debíamos escribir sobre una canción, leer nuestro texto, y luego ponerle al público la canción. Para otro más, debíamos leer lo que se nos había encargado escribir sobre diversos temas y aspectos relativos a nuestra visita a Buenos Aires. Creo que podríamos tomar ejemplo del Filba, y meterles imaginació­n a las ferias del libro (ya lo hace la Fiesta del Libro de Medellín con su programa de “Adopta a un autor”); es decir, meterles literatura, y así devolverle­s a los escritores el lugar de escritores y reconocerl­es a los lectores la dignidad de lectores.

Por último, quería hacer una petición. Siendo eventos que supuestame­nte reúnen gente que quiere ser reflexiva y pensar despacio (pues escribir y leer son eso), y ante la crisis de un mundo que se asfixia por el desecho, las ferias literarias podrían procurar una integració­n del hacer con el decir, y dejar de ofrecerles agua en botellas de plástico a sus autores, y dejar de vender café y comidas en envases desechable­s. Nuestras ferias del libro podrían asumir la tarea y el orgullo de convertirs­e, en diversos aspectos, en espacios educativos y en espacios donde se vivan y se contemplen los cambios de nuestra conscienci­a.

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