Contra la intuición
Sandra Borda
La razón por la cual vimos al presidente Duque con guitarra en mano y cantando lo mejor que podía durante su campaña (y después), la razón por la que Miguel Uribe sale en un video bailando lo mejor que puede (que es poco), la razón por la cual vemos a nuestros políticos intentando desplegar
destrezas artísticas con las que raras veces cuentan es porque a alguien se le ocurrió, hace ya rato, que la mejor forma de venderle un político al electorado es convirtiéndolo en celebridad.
Algunos de nosotros vemos esos gestos como algo artificial y poco efectivo. Pero me temo que la cosa funciona como estrategia electoral. Para muchos esto hace a los políticos seres de carne y hueso, humanos, gente cercana y “como uno”. Las celebridades en general viven de un público que las idolatra, pero que también las quiere cerca. Se deben a él, y por eso se entregan sin restricciones: comparten hasta el más mínimo detalle de sus vidas en sus redes sociales; nos cuentan de su infancia, de sus traumas, de sus relaciones de pareja, y todo eso es tiempo que ellos le arrebatan a una discusión de fondo sobre qué planean hacer cuando lleguen al poder y cómo.
El fenómeno está lejos de ser local. Elizabeth Warren, una de las candidatas a la presidencia del Partido Demócrata en Estados Unidos, reunió a casi veinte mil personas en Washington Square (Nueva York) y se gastó, óiganlo bien, cuatro horas tomándose fotos con personas que la apoyan y que estuvieron dispuestas a esperar en la ya célebre selfie line (la fila de las selfies). En Seattle hizo lo mismo, igual en Minneapolis y Los Ángeles. La estrategia no es mala: la gente pone sus selfies en redes sociales y ese es un mecanismo magnificador de la campaña, gratuito y efectivo. Además produce la impresión de que la candidata realmente disfruta y aprecia el tiempo que pasa –por breve que sea– con el ciudadano de a pie.
El problema es que esta forma de promoción de los políticos tiende a profundizar la ya presente y dañina personalización del ejercicio político. Entonces las habilidades performativas y la originalidad tienden a opacar
las propuestas de política pública y la competencia del político.
El caso de nuestro actual presidente es paradigmático: creo que nunca habíamos tenido un mandatario con mejor manejo de cámaras, con mejor entonación, tan proclive a presentarse como artista para de esa manera borrar de su prontuario la desprestigiada imagen de político de derecha, tan obsesionado con la generación de carisma. Duque es, en síntesis, la encarnación evidente del político/celebridad de nuestros días.
La otra complicación de un político/celebridad reside en que alguien con esos atributos termina por convertir a sus votantes menos en ciudadanos críticos, pensantes y reflexivos y más en audiencia cautiva, en fans, groupies. Gente que se hace matar por defenderlos en las redes sociales, que daría su reino por una foto. El podcast The Daily, de The New York Times, entrevistó a varios de los asistentes a la manifestación que convocó Warren; se referían a ella como lo hace un adolescente cuando habla de su celebridad favorita: “La amo”, “es lo mejor que nos ha podido pasar”, “esa foto fue el momento más importante de mi vida”.
Mancini y Swanson han estudiado el tema y también señalan que el poco énfasis en las propuestas de campaña y los bajos niveles de institucionalidad en las candidaturas (que en estos casos suelen construirse sin el acompañamiento de los partidos políticos) ponen a las audiencias a observar las contiendas electorales en clave de melodrama y a evaluar el desempeño político de los candidatos en su condición de villanos o héroes. De esta forma, la competencia electoral se tergiversa y es muy posible que terminemos eligiendo a los mejores actores, pero no necesariamente a los mejores políticos.
Ahora bien, en el caso de Warren, ella se ha preocupado por acompañar esta estrategia de campaña de mucho contenido. Su énfasis en su plan de gobierno es tal que ya hizo carrera en Estados Unidos la expresión con la que empieza casi todas las respuestas a las preguntas que le hacen: I have a plan (tengo un plan). Tal vez sea esa la fórmula que nos salve de terminar con una versión hiperdramatizada pero superficial de la política: que los políticos nos hagan la cortesía de tener planes.