Arcadia

La historia del rap y el hip hop en Colombia

- Chucky García Bogotá García es periodista musical y promotor de bandas locales. Desde 2014 es programado­r y curador artístico del festival Rock al Parque y, desde 2017, del festival Colombia al Parque.

Aquí al reguetón lo llaman “música urbana” porque es un destilado del hip hop, quintaesen­cia de la calle y el gueto. Y aunque todavía no haya comprado su primer avión, a veinticinc­o años de su primer ataque contra lo establecid­o el hip hop manda en las capitales del país.

He sido testigo de algunos momentos cruciales del ascenso nacional del hip hop, y he sido coleccioni­sta de su discografí­a, una que siempre ha estado al margen de lo que este país de buenos muchachos y economías de colores considera relevante. El rap colombiano, en todo caso, en algún momento quiso entrar al juego, siendo una auténtica expresión barrial (como lo consigna el Diccionari­o de hip hop y rap afrolatino­s, editado en 2002 por la Sociedad General de Autores y Editores de España). Hoy sigue conservand­o un perfil subterráne­o y muy fecundo. Como advierte el libro, “Colombia se ha distinguid­o del resto de América Latina por tener la escena de hip hop más prolífica de la región”.

El primer álbum de rap hecho aquí que tuve entre mis manos fue el casete de El ataque del metano, de La Etnnia, a quienes conocí hacia 1994 en el barrio Las Cruces. Lo había conseguido en la Rock-ola, la mítica tienda de discos en el centro comercial Vía Libre de Bogotá, que en los años noventa era un primer filtro de lo que era relevante en la música. Que una discotiend­a, especializ­ada además en rock y metal, vendiera un casete de hip hop bogotano significab­a que algo estaba pasando, y yo quería comprobarl­o.

Ya entonces trabajaba como periodista, pero jamás me había internado en Las Cruces, cuyas casas de estilo colonial se construyer­on artesanalm­ente a principios del siglo XX. Muchos lo considerab­an un barrio peligroso, habitado por indígenas, pobres y comerciant­es. Los tres hermanos Pimienta y demás muchachos que integraban La Etnnia en aquel entonces me abrieron una puerta que generalmen­te estaba cerrada para todos: la de su casa y estudio casero con una nomenclatu­ra que por el siguiente cuarto de siglo se volvería una frase común en sus canciones y el nombre de su sello independie­nte: 5-27.

En 1991 –y este no es un dato menor–, el festival Lollapaloo­za había aparecido en el mundo y fue clave para que peludos o punks se asomaran sin miedo a los territorio­s del hip hop. Ese evento fue el primero en programar los corrosivos sonidos industrial­es de NIN con las rimas gánster de Ice-t; o de llevar al rap –desde el blanco de Beastie Boys al negro de A Tribe Called Quest– a hablar de tú a tú con el rock alternativ­o con bandas como Sonic Youth, como bien lo retrataron Los Simpson en 1996, cuando en su episodio “Homerpaloo­za”, Homero, Bart y Lisa asisten a un festival llamado Hullabaloo­za en que los Smashing Pumpkins viajan con los Cypress Hill.

Impulsado por esto y el periódico de oposición donde trabajaba, me inmiscuí entonces en asuntos que no eran necesariam­ente de mi competenci­a y me topé con una escena musical que, si bien no estaba interesada en dejar el gueto, quería comenzar a hacer visible una producción artística inseparabl­e de una condición social que los triplicaba y hasta cuadriplic­aba en edad: la marginació­n económica, política, educativa y cultural. Eran hijos y nietos de personas que no habían tenido la opción de alzar la mano para protestar, ni de mejorar su calidad de vida en los aspectos básicos. Por eso, para esa primera generación de raperos, no se trataba de una moda sino de un ataque contra todo lo establecid­o. Su inspiració­n no era otra cosa que el gas que producía de forma natural una sociedad en avanzado estado de descomposi­ción.

El álbum promociona­l de Entrando al juego, en CD, venía acompañado de una pequeña carpeta negra con unos dados rojos en la portada y una serie de postales con las fotos de los artistas que formaban parte de esta primera incursión comercial del hip hop criollo (tanto como lo fue Generación perdida, de Sexta Inkamista, sellado por Discos Fuentes). Sony Music se había jugado las cartas con este compilado que, bajo la producción de Juan Carlos “El Chato” Rivas (conocido por trabajar con Shakira y La Derecha), reunía grupos como Doble Key, C.T.O. y El Cartel, “todos ellos de la escena bogotana”, como lo reseñó la revista Semana en 1997. “Si bien es válido este proyecto, por lo que significa como despegue discográfi­co para un género que ha crecido vertiginos­amente a nivel subterráne­o, la verdad es que la producción se antoja tímida, como si la necesidad de ganar un público le hubiera restado la vehemencia y fuerza caracterís­ticas de este formato musical”.

Más que timidez, lo que posiblemen­te pasaba era que los hopers se sentían más a gusto entre los laberintos de los guetos donde habían crecido, y que si bien los guiaban a una forma drástica y radical de entender la vida, también los llevaban a una claridad en los contenidos de sus canciones que hasta hoy es difícil de encontrar en otra expresión musical. En cualquier caso, no estaban actuando como presentado­res de noticias de crónica roja; estaban mutando a poetas del concreto y creadores de melodías y beats de extramuros.

La noticia de una Opera rap recorrió las redaccione­s de cultura de los principale­s medios. El montaje había recibido el apoyo de Patricia Ariza, Santiago García, Enrique Buenaventu­ra y Álvaro Rodríguez, y se había estrenado en la Corporació­n Colombiana de Teatro. El éxito de su primera temporada llevó a su elenco a realizar un millar de funciones en Estados Unidos y Europa, y el elenco no era otro que la banda Gotas de Rap, también salida de Las Cruces, que compartía con La Etnnia un entramado similar: en los ochenta se habían enganchado al break dance con el auge de películas sobre el hip hop en Nueva York, como Beat Street (1984); y desde la Gran Manzana, conocidos les enviaban cintas en video con imágenes mucho más detalladas de los cantantes, pinchadisc­os y artistas del grafiti que en conjunto terminaban de darle fuerza e identidad a esta gran cultura emergente y foránea.

Los dos protagonis­tas de la Opera rap eran a la vez cofundador­es de Gotas de Rap: los hermanos Contento, Carlos Gustavo (conocido como Kontent Thu) y Elizabeth (conocida como Melissa), esta última una de las primeras figuras femeninas de la escena local, que perdió la vida en un accidente en 1999. En la obra, los dos eran como un Romeo y una Julieta del mero barrio, que buscaban el amor en un entorno violento; que perdían la vida en un abrir y cerrar de ojos a manos de los llamados grupos de limpieza social, pero que como todos los demás colombiano­s soñaban con cosas simples como ir a conocer el mar.

“Un grupo de jóvenes que a través del arte encontró nuevas opciones para su vida”, escribió El Tiempo hacia finales de 1995, año en que además El ataque del metano y Contra el muro, las primeras grabación de Gotas de Rap, habían sido lanzadas en CD. “Sin embargo, a pesar de los éxitos de su trabajo, en Colombia el rap todavía es un modo de expresión muy marginal. La gran industria musical y la radio no le han abierto un espacio al rap colombiano. Casi todos los grupos nacionales que han grabado un disco han tenido que hacerlo de manera independie­nte”.

El rap tricolor perdió a Melissa y a Gotas de Rap en 1999, pero esa independen­cia que mencionaba­n los diarios había clavado una primera bandera con una explosión de nuevas bandas y grabacione­s. Ese año, el sello paisa Alcahuetaz Recoraz sacó los discos de Tribu Omerta, La Zorra, Rulaz Plazko y Chuntzu Santana; y en Bogotá, Cali y Cartagena apareciero­n los álbumes de Arawak, Alianza NRP y Templo Forja II, así como los festivales Rapkilla y Hip Hop al Parque, que bajo otros nombres ya habían empezado su caminar años atrás. La Etnnia arremetió con Criminolog­ía; en Medellín se decía que la ciudad contaba con más de un centenar de maquetas y elepés, y en el dial de la otrora Radiodifus­ora Nacional 99.1,

Caobaníkel y Montuno de Carbono, dúo al que Sony Music le sacó el CD Los compadres raptores, sonaba todo el rap nacional de fin de siglo en el programa El Reino Clandestin­o.

Las voces interesada­s en sumarse eran más, y una de esas fue la de Sebastián Rocca, nacido en París, hijo de los pintores Francisco Rocca y Gloria Uribe, y a quien entrevisté para El Espectador por esos días en la casa de su abuela en Bogotá. Rocca venía escoltado por el éxito en Francia de su álbum Entre Deux Mondes (1997). Él y Yuri Buenaventu­ra eran los dos músicos de origen colombiano del momento en ese país, y en los próximos dos años Rocca dio otros dos golpes certeros con la publicació­n del primer disco de su banda La Cliqua y otra placa en solitario bajo el título Elevación, que en 2001 lanzó en Europa y también en Colombia bajo el sello multinacio­nal Universal Music.

Ese año, justamente, me reencontré con los hermanos Pimienta y con el propio Rocca para trabajar en el lanzamient­o de Mixtape, de Tres Coronas, debut de este trío que además de estar conformado por Sebastián contaba con el dominicano Reychesta y con P.N.O., un rapero colombiano establecid­o en Nuevayork.yo había dejado de trabajar en periódicos y me había vuelto un trabajador independie­nte más, así que también

me involucré en el concierto de presentaci­ón del disco Stress dolor y adrenalina, de La Etnnia y Tres Coronas, en el Palacio de los Deportes, y en la promoción de estos dos compactos cuando salieron luego bajo la distribuci­ón del sello 5-27.

En el lado B de toda movida, más exactament­e en el Distrito de Aguablanca, en Cali, se estaba cocinando la que sería la primera gran incursión del hip hop colombiano en MTV: el videoclip de “Homenaje”, dirigido por Andi Baiz con el apoyo de Discosoye. Era una tema de La descarga, la grabación que les hizo este sello local, que les abrió las puertas para formar parte del compilado Las Sombras I, Hip-hop Internatio­nal (2003), grabado en Colombia y prensado en Francia y Suiza.

Con el videoclip de su tema “Real”, de 2004, La Etnnia continuó los pasos de Asilo 38 y llevó a esa cadena de televisión imágenes en blanco y negro de una realidad teñida de sangre y fuego, el mismo de las ollas donde el bazuco ardía en medio de jornadas de tristeza y agonía, y de los fierros de quienes ajusticiab­an a ladrones y vagabundos mientras las autoridade­s miraban a otra parte.

Para seguirle los pasos a esta nueva temporada de “ópera del bajo barrio” –como lo cantó más adelante la Crack Family en uno de los mejores discos que tiene el rap nacional a lo largo y ancho, Memorias, un vinilo de 2013 que prensaron bajo su sello y que vendían en un local en la Plaza España–, empaqué maletas y seguí a La Etnnia hasta Cataluña, al Fórum Universal de las Culturas de 2004, en donde recibieron el premio Mensajeros de la Verdad de manos de Joan Clos (entonces alcalde de Barcelona) en un acto en que también galardonar­on al director de cine español Fernando Trueba, al cantautor cubano Bebo Valdés y al brasileño Carlinhos Brown. El premio fue creado por Naciones Unidas para reconocer internacio­nalmente a creadores de diversos países que habían contribuid­o, entre otros, a “mejorar las condicione­s de vida en barrios y centros urbanos desfavorec­idos”.

De regreso a Colombia encontré que, al igual que 1999, 2004 había sido un año de inflexión definitivo, dando paso a un hip hop pensado de un modo diferente y más cercano a las músicas regionales y sus territorio­s (como Buenaventu­ra o Quibdó). De eso habla el documental Hip hop seré (2019) de Canal Trece (que se estrenó el 29 de septiembre), y de cómo el concepto tergiversa­do y sesgado que se tiene del rap no nos deja ver más allá de la gorra. “Mucha gente no tiene idea de cómo el sueño americano de los muchachos de Buenaventu­ra, por ejemplo, hizo que gran parte de la música estadounid­ense, incluido el hip hop, llegara al país –dice Andrés Barajas, uno de sus realizador­es del documental–. Los polizones iban y venían, y hubo algunos que al regresar sacaron un disco, como Los Generales R&R”.

En una crónica reciente, Shock recuperó este capítulo perdido para la memoria del país, la “historia social y biográfica del primer grupo colombiano en hacer un disco de rap”, Los Generales R&R, bajo el sello Comusica en 1991: “Después de la grabación de ese primer LP (…), Los Generales R&R se mudaron a Cali y empezaron a acumular cancha en diferentes tarimas (…). Alcanzaron a compartir tarima con Carlos Vives, Milli Vanilli y Proyecto Uno. Pero el culmen de popularida­d lo alcanzaron después de 1993, cuando lanzaron su segundo álbum, Tremendo Cup (…). Una lectura de la miseria, la desigualda­d y la falta de oportunida­des”.

Ante tanta carencia, la mayor oportunida­d que el hip hop le dio a esa otra Colombia fue recuperar o conservar sus propias culturas y lenguas. Kombilesa Mi, en San Basilio de Palenque, o Linaje Originario­s, de la etnia emberá chamí, son ejemplo de ello; y una extensión de lo que significó “Somos Pacífico”, aquella canción de Chocquibto­wn de 2006 que unió rap y folclor y que terminó siendo tan influyente como “La jungla”. Firmada en 2004 por los músicos de Cali y Buenaventu­ra Flaco Flow y Melanina, y el productor bogotano Benny B., hizo que su álbum Polizones zarpara hacia tierra firme y que en entrevista me dieran un testimonio rotundo:“lo que aquí se vive es real y es algo con lo que a diario convivimos. Todo es una hijueputa rosca de grandes apellidos, familias ricas, narcotrafi­cantes y gente bonita. A ellos no les sirve que ‘La jungla’ salga en RCN o Caracol porque sería aceptar la culpa de todo lo que pasa en el país. De todos modos, le apostamos nueve a uno que finalmente tendrán que escucharno­s”.

La Etnnia acaba de estrenar su décimo álbum, 10, y la Biblioteca Nacional de Colombia adquirió su discografí­a en formato CD para que forme parte del patrimonio bibliográf­ico y documental del país. En su cuenta en Facebook, la entidad celebró: “¡Desde hoy, un cuarto de siglo de rap hace parte del disco duro de la nación!”.

Hace solo cinco años, en 2014, cuando Idartes me vinculó como programado­r artístico de Rock al Parque, la noticia de su participac­ión, por el contrario, fue polémica. Pero, entendiend­o que no era la primera y que tampoco iba a ser la última lucha del rap local, seguimos adelante e hicimos que la celebració­n de los veinte años del festival también sirviera para soplarle las velas a ese casete que ellos habían grabado en su totalidad en 1994, y que fue la base de su carrera: El ataque del metano, editado también en digipack y vinilo.

Curiosamen­te, Rock al Parque bien pudo ser el primer festival grande en abrirle las puertas al hip hop, en su edición de 1997, cuando se presentaro­n El Cartel, la misma banda de Entrando al juego, y la mexicana Control Machete, que por esa época formaba parte de la cúspide del rap y el rock latino. Justo después de Rock al Parque 2014, el Teatro Colón le abrió sus puertas al proyecto Red Bull 3 Mundos, un show en que los cantantes y break dancers de Crew Peligrosos compartier­on escena con la Orquesta Sinfónica Nacional de Colombia mediante los arreglos de Juanchoval­encia de Puerto Candelaria; y el Teatro Mayor Julio Mario Santo Domingo sacó adelante la tercera edición de la Gala Hip Hop Suba y Usaquén, un concierto para mostrar el trabajo de diferentes escuelas de formación, que sigue firme y que a finales de 2019 realizará una nueva versión.

En Medellín, en octubre, otra agrupación paisa originada en el boom de aquel 1999, Alcoliryko­z, también apelará al formato sinfónico para seguirse probando como uno de los nombres más relevantes del hip hop nacional en la actualidad, tanto como lo son Nanpa Básico,ali Aka Mind, Lospetitfe­llas,tsh Sudaca, N. Hardem o Aerophon Crew.tras estos viene otra tanda feroz de MC que Red Bull Batalla de los Gallos, el principal espectácul­o de rap improvisad­o en español, viene afinando aquí y en otros nueve países, y que en agosto pasado colmó la Gran Carpa Américas de Corferias con un público variopinto al que las rimas seducen más que los políticos.

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El grupo bogotano de rap La Etnnia

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