La comunicación en crisis
En medio de las pocas buenas noticias que vive el periodismo en la crisis actual, hay una que deja ver al menos una voluntad de cambio. La Universidad Javeriana, que ha sido un semillero reconocido de comunicadores y periodistas, está a punto de hacer una reforma profunda para que los egresados tengan herramientas útiles y más afines a la realidad de los medios de comunicación y del oficio.
Ese cambio se enfoca, en esencia, en cuatro pilares: más vida tecnológica, lo cual prevé el aprendizaje no solo del manejo de herramientas, sino también de su trasfondo conceptual; más mundo y más país, es decir, un replanteamiento del contenido y de la conexión entre lo que se estudia y lo que pasa en Colombia; más conversación con otras áreas y disciplinas como la economía, la política, la cultura y las ciencias; y más investigación, con un enfoque en lo etnográfico y lo computacional (desarrollo de software, análisis y minería de datos, etc.). Para una facultad que cumple setenta años, y que es una de las más antiguas de América Latina, la necesidad de una actualización era imperativa.
Y lo era porque, si nos detenemos a mirar el pénsum actual del énfasis de periodismo en la Javeriana (una de las seis opciones que ofrece la carrera), notamos que, a pesar de que enseña fundamentos teóricos básicos para un periodista, se queda muy corto ante los desafíos que hoy impone el oficio. Clases de noticia, crónica o reportaje, y también de periodismo de opinión, periodismo político o internacional, no bastan cuando un periodista tiene que saber hacer contenidos para múltiples plataformas y en múltiples formatos, y entender audiencias y dinámicas de comunicación distintas a las tradicionales, como las muy criticadas redes sociales.
Si todo esto sucedía en una de las mejores facultades del país, la situación es grave. Aunque la conexión entre la comunicación y el periodismo ya no es tan inmediata, pues este último es uno de varios componentes de la carrera, y aunque hay un porcentaje de facultades muy serias como las de la Universidad del Valle, la Universidad de Antioquia, la Universidad del Norte y la Universidad Icesi, por solo mencionar algunas, hay otro grupo de instituciones que ven en esa carrera sobre todo una posibilidad de lucro, sacrificando la calidad. Además, los laboratorios y soportes, las relaciones con el entorno comunicativo y la influencia internacional siguen siendo bastante débiles.
A esto se suma que en Colombia hay tal vez demasiadas facultades de Comunicación que cada año gradúan a miles de estudiantes y no parecen estar haciendo mucho por combatir el bajo nivel académico con que sus egresados salen a buscar trabajo, ni la falta de oferta laboral (por lo menos en lo que atañe al periodismo). Aquí es importante preguntar si existe una preocupación en otras facultades y escuelas de periodismo por renovarse, como pretende hacerlo la Javeriana.
La desconexión y la desactualización de los periodistas recién graduados –que incluye incluso el eterno drama de que muy pocos saben usar bien la lengua, tal vez su primera herramienta– las viven a diario medios de comunicación en toda Colombia, y también ARCADIA. Todas las semanas recibimos hojas de vida de periodistas recién graduados que necesitan un trabajo (lo cual significa que las grandes casas de medios siguen siendo lo primero a lo que acuden, a pesar de la crisis), y los pocos que logran entrar a la redacción demuestran, en buena parte, no tener las capacidades suficientes para enfrentarse a su rol.
Esta crítica no es un capricho, sino que se debe a una preocupación por cómo están informando los periodistas en el mundo de hoy, y sobre todo los periodistas jóvenes, que en teoría son los más conectados y más capaces y que, de hecho, serán quienes se enfrentarán a tácticas cada vez más masivas y sofisticadas de desinformación y manipulación.
Vale la pena, entonces, preguntarnos por la relación entre la ineficacia del periodismo y la formación que reciben aquellos que nos informan todos los días. Y no estamos seguros de que la solución se encuentre en los caminos que, por ahora, algunos proponen. A pesar de lo atractivo que es oír hablar del emprendimiento de proyectos periodísticos independientes basados en un modelo de pauta digital, crowdfunding o patrocinios, las garantías de su supervivencia son todavía muy inciertas. Y quienes votan por un periodismo más especializado –científico, de salud, de medioambiente– no deben olvidar que en el fondo permanece la pregunta sobre la conexión con el mundo y la capacidad de entender las nuevas reglas de juego de la comunicación. Es probable que sin una solución a esa pregunta la mayoría de los graduados siga optando, por ejemplo, como lo hace hoy, por la comunicación organizacional.
Para terminar, en momentos como unas elecciones regionales, las preguntas sobre el periodismo y su rol de control, pero sobre todo sobre su capacidad de análisis y de ver entre líneas lo que quiere comunicar un político, vuelven a surgir. Coyunturas como las campañas que acaban de terminar ponen en evidencia los vacíos que tenemos y la urgente necesidad de comunicadores que sepan y quieran leer la realidad.
Practico la natación en dos piscinas bogotanas: en una caja de compensación y, ocasionalmente, cuando estoy boyante (percibo la ironía del término), en una para nadadores más ricos que yo. El vestier para mujeres de cada piscina (no he visto el de hombres) consta de un espacio común, con una banca, más una serie de cubículos diminutos
con puerta de lata y con falleba.yo me cambio en el espacio común.allí me desnudo y saco el traje de baño y me lo pongo, y después de nadar me seco y me visto. Entran y salen otras mujeres. Nunca me meto en un cubículo; a los animales en general no nos gusta el encierro, y es incómodo que el codo, la rodilla y la nalga golpeen contra el frío metal. Además, a veces todos los cubículos están ocupados y no me parece necesario esperar a que alguno se libere. Las otras mujeres tiritan con el traje de baño mojado a la espera de un cubículo donde poder vestirse sin imaginarse miradas. Entre dientes, maldicen un poco a las que se demoran. De soslayo me juzgan por exhibicionista, y hoy, al ver que a pesar de que había cubículos vacíos yo me vestía afuera de ellos, una señora me indicó que debía meterme en uno para vestirme:“para eso son”.
Si acaso hay otra que, como yo, se viste a la vista de las demás, casi siempre (en realidad siempre) es extranjera. Las pocas veces que he visto que una criolla se vista a la vista de quien vea, la he visto hacer peripecias para que no le vean lo que a tantas mujeres les enseñaron a llamar “vergüenzas”: maneja la toalla como cortinita de teatrino de títeres para bajarse disimulada la parte de arriba del traje de baño, una tiranta y luego otra, con la camiseta ya medio encajada, y luego se pone el calzón enredándose con la toalla mojada, para que nadie le mire la vergüenza mayor.
Mentiría si dijera que por ingenuidad me niego a entrar en el cubículo; lo hago con deliberada desvergüenza, como una afirmación contra la pudibundez de las mujeres de mi ciudad; contra su negación de sí mismas; contra esa “pena” (término que
también significa trabajo, castigo, dolor y tristeza, y del que nosotros elocuentemente privilegiamos la acepción de timidez y de vergüenza) que las mujeres bogotanas sienten de su cuerpo, que entraña una permanente desconfianza y conlleva una suspicacia insultante hacia la que se muestra más suelta con su piel.
Me desvisto y me visto sin taparme, como un minúsculo escándalo; no porque “me guste mi cuerpo”: considero irrelevante y consumista eso del gusto de sí mismo, he vivido mucho como para saber que uno muestra lo que le gusta y lo que no, y he pensado mucho como para saber que el “gustarse” ni importa ni existe. Me desnudo frente a las extrañas, en el espacio común, porque precisamente creo que debe haber espacios comunes. Me niego al cubículo porque presumo que, al otro lado de la pared, en su vestier, los hombres no se esfuerzan tanto por taparse. Rehúso el cubículo reminiscente de la tumba, el confesionario y el frigorífico, porque creo que en el acto de encerrarse en él –y de quererlo y esperarlo, y todas las patéticas fases ansiosas del asunto– hay un miedo a la libertad y un rechazo radical a la noción de igualdad. Reacciono ante el pudor autocompasivo de las mujeres de mi desmesurada villa colonial porque constituye una hipocresía en un lugar éticamente desvergonzado y estéticamente olvidado. Y porque cuando he podido estar desnuda en compañía de desconocidas viejas y jóvenes –en piscinas lejanas, en un hamán aledaño a una mezquita, en una laguna– he percibido la sombra de la sombra de la sombra –o, mejor, el destello de la chispa del estallido– de un feliz aquelarre.