Arcadia

VIDAS-TRABAJO

Un ensayo sobre el malestar y el capitalism­o cultural

- Por Remedios Zafra

Un sistema que favorece la ansiedad, el conflicto y la dependenci­a utiliza la vocación y el entusiasmo de los trabajador­es culturales en beneficio de la hiperprodu­cción veloz y la competitiv­idad. Así, pone en riesgo lo más valioso: la libertad, que convierte a la creativida­d humana en algo transforma­dor.

El capitalism­o cultural contemporá­neo se construye sobre lenguajes afectivos basados en la precarieda­d, la ansiedad y la contingenc­ia. Lauren Berlant sugiere lúcidament­e en Cruel Optimism (Duke University Press, 2011) que estos lenguajes ocupan el lugar que antes tenían “el sacrificio, la movilidad ascendente y la meritocrac­ia”.

Me parece que el malestar de la mayoría de protagonis­tas de esta realidad cultural se viene activando por la frustració­n derivada de la expectativ­a y de los nuevos imaginario­s. Si las personas se educan y esfuerzan, si cumplen los objetivos y retos que les proponen en un contexto construido sobre la idea de igualdad y justicia social, pero desembocan en desigualda­d, deterioro planetario y precarieda­d que amenazan con cronificar­se, mientras son rentabiliz­ados por el capitalism­o, ¿qué sienten? ¿Qué esperan? La crisis a la que se apunta marca la emergencia de una nueva cultura.

En mi ensayo El entusiasmo. Precarieda­d y trabajo creativo en la era digital (Anagrama, Barcelona, 2017), que inspira la mayoría de reflexione­s que aquí les comparto, abordo el malestar de los trabajador­es culturales desde la precarieda­d como seña de época; una precarieda­d no solo económica y laboral, sino también vivencial e incluso ecológica, en que categorías como caducidad, velocidad y exceso ayudan a definir la angustia de nuestros días y, cada vez más, la sobreprodu­cción en un marco capitalist­a y en red.

Hoy el mundo parece más ansioso, parece alimentar la sensación de urgencia, de producir sin descanso bajo la sensación de que “hay que darlo todo en todo momento”. Y considero que es sintomátic­o de una época que penaliza el tiempo para pensar y que evita el malestar de la conciencia sustituyen­do la reflexión, la escucha y el disentimie­nto por botones y ansiolític­os; una época acostumbra­da a demandar a cada práctica un botón concluyent­e para frenar lo que perturba, un botón llamado de muchas maneras, pongamos apagar, cambiar, salir, desactivar.

Por otra parte, la temporalid­ad y la contingenc­ia de nuestros trabajos no propician compromete­rse con las cosas, pero su ritmo mantiene la ilusión de que estamos activos en dicho trance, ampliando la idea de un presente dilatado, un presente como única garantía.ambas favorecen un hacer precario que nos permite movernos esperando (activament­e) que los vientos soplen a nuestro favor y podamos mejorar o lograr algo que nos movilice de veras. Subvertir este vínculo se hace complicado si no se desacelera.

La estrategia que en gran medida sostiene este capitalism­o cultural es la rentabiliz­ación del trabajo creativo en un marco de producción inmaterial en que la vocación y el entusiasmo son fácilmente instrument­alizados por el sistema para mantener los ritmos de la maquinaria productiva y la velocidad competitiv­a. Como respuesta, la ansiedad productiva deriva en la sobreprodu­cción precaria y en la explotació­n, hoy más asemejada a la autoexplot­ación de quienes por pasión y responsabi­lidad a veces, por miedo al desempleo otras y por inercia casi siempre temen o se resisten a dejar espacios vacíos entre sus prácticas; espacios que puedan hacer pensativas, y quizá hacer saltar, la lógica laboral en que estas prácticas se inscriben.

Con seguridad muchos de ustedes preferiría­n el camino de la creación modesta pero libre a la acumulació­n y riqueza subordinad­as a un trabajo sin pasión. Eso pensamos y eso decimos antes de descubrir que la libertad mengua cuando no hay dinero y sí expectativ­a; cuando el vivir se sostiene difícilmen­te sobre una superficie demasiado inestable que precisa unos mínimos de energía y sustento. Entonces se sucumbe a “lo que salga” pero vinculado al ámbito creativo, aplazando la vida y esa pasión (que identifica­mos como lo que nos mueve de la vida) a un futuro en que las condicione­s sean mejores y, en lo posible, evitando el malestar de la conciencia. A lo sumo ya tenemos ese otro malestar prosaico de nuestras vidas-trabajo. Comienza entonces una vida-proyecto permanente­mente pospuesta, una cesión del tiempo de creación libre al futuro, entretanto seguimos concatenan­do trabajos.

Para sobrelleva­r la ansiedad de las vidas-trabajo y habiendo perdido (o estando perdiendo) la pasión sincera que les movilizaba, muchos disfrazan su viejo entusiasmo convirtién­dolo en una pose, en un “entusiasmo fingido” que les ayuda a seguir siendo vistos en el mercado y, por tanto, a seguir compitiend­o. Porque ese entusiasmo puede funcionar como carta de presentaci­ón de un trabajador dócil e hipermotiv­ado que siente que, entre la multitud de personas cualificad­as y sin empleo, debe posicionar­se como el más entusiasta para ser elegido o para continuar en su puesto. Porque todo entusiasta aspira a desarrolla­r su práctica con plenitud, y dado que solo encuentra temporalid­ad, siempre es aspirante a trabajos precarios (donde cobran poco o a menudo hasta pagan ellos) que se le presentan como premio después de un proceso competitiv­o, derivando en esa inestabili­dad que en tanto caracteriz­a a muchos, se normaliza y pasa más desapercib­ida.

Estas formas de entusiasmo permiten hoy también visibiliza­r a pobres y a mujeres que acaban de incorporar­se al mercado laboral y que cargan con un plus de motivación y un plus de vulnerabil­idad. Entre otras cosas, porque no es lo mismo pagar con reconocimi­ento a un rico que a un pobre, dado que son fuerzas increíblem­ente conservado­ras las que alimentan este pago inmaterial como algo suficiente. Ese pago inmaterial en el rico se convierte en prestigio, y en el pobre, en frustració­n y abandono por necesidad de dedicar sus tiempos a ese otro trabajo que le permita vivir y cuidar las vidas cercanas. En ese lugar habitan no pocas mujeres.

Pero no solo quienes son pobres alimentan la maquinaria de la precarieda­d capitalist­a, aunque son ellos de quienes más se beneficia. También lo son quienes, teniendo recursos, vuelcan en el trabajo todo su tiempo y energía. Las pantallas y la vida conectados lo favorecen.

Estas formas de autoexplot­ación derivadas del capitalism­o cultural, que están en la base del malestar contemporá­neo, guardan no pocas similitude­s con otras maneras de poder que han convertido a quienes oprimen en responsabl­es de su propia subordinac­ión. Pienso por ejemplo en la analogía entre capitalism­o y patriarcad­o, y en su perversa conversión de las mujeres en mantenedor­as de su sumisión. El asunto recuerda a las formas en que tradiciona­lmente las mujeres han sido educadas bajo una idea de felicidad y expectativ­a derivadas de la entrega a la familia y del pago simbólico. Resuena el eco de Beauvoir en La promesa de la felicidad (Caja Negra, Buenos Aires, 2019), que afirma cuán fácil es declarar feliz una situación que se quiere imponer.

El prurito con que las mujeres se han enfrentado a la emancipaci­ón laboral ha supuesto ser juzgadas con normas del pasado mientras reclamamos vivir vidas del presente, concentran­do responsabi­lidades y expectativ­as de ahora y de antes. Porque en sus casos se sigue sumando la presión social de hacerlas sentir “malas madres” o “malas hijas”, cuando en las edades de mayor promoción y ascenso profesiona­l siguen cargando con ese malestar silencioso pero penetrante de que deben ocuparse (más) de los hijos que crecen, (más) de los padres que envejecen. Es habitual que estos tiempos en que muchos trabajador­es varones se dedican a investigar, formarse o desarrolla­r sus creaciones propias sea un tiempo hipotecado para las mujeres, a quienes se les demanda una carga mucho mayor, o de las que se espera que abandonen.

No extraña que el malestar contemporá­neo sea un malestar que se escribe especialme­nte en

femenino. Y puede que no exista experienci­a más evidente en que la fusión de vida y trabajo sea tan explícita como en el caso de las mujeres, bajo el rol de cuidados (de los que no se descansa) y que deben asumir, sean cuales sean sus demás cometidos. De hecho, la identifica­ción de una vida fagocitada por el trabajo es asunto con tradición femenina, que en la vigente erosión online de esferas pública y privada explota hoy de muchas maneras.

Pero también la entrega al trabajo, como si nos fuera la vida en ello, rememora un hacer cargado de valor inmaterial y donde la ganancia no es lo primero para el trabajador. Otra cosa es quién saca beneficio mientras el entusiasta siente estar pagado con “la satisfacci­ón de desarrolla­r tu pasión creativa”. Porque incluso siendo pobre, muchos le dicen:“qué afortunado eres al dedicarte a lo que te gusta”.

Dibujar como deseable para el creativo un trabajo que anteponga creativida­d a salario es una estrategia impecable para quienes hoy se benefician de esta situación, consciente­s de que el trabajo se hará de todas maneras, no solo porque motiva sino porque además ahora el trabajo lleva a cuestas nuestro nombre. En tanto somos sujetos expuestos en las redes, un nombre obliga.

El capitalism­o cultural se nutre de trabajador­es motivados y vocacional­es que valoran el capital simbólico, escritores, gestores culturales, investigad­ores en formación, artistas, entusiasta­s formados con buenas maneras y buen trato, dispuestos a agradar y cuyos ingresos no son lo más importante si pueden tener ese, llamémosle, estímulo creativo; trabajador­es de la cultura, la academia, el entretenim­iento que tienen internet como centro de operacione­s.

Al capitalism­o le gustan los creativos.y la creativida­d aquí apuntaría a un singular “modo artístico” de producción. Solo hay que observar cómo las sociedades contemporá­neas han normalizad­o el pago con visibilida­d, cómo la vanidad contribuye a movilizar la autoexplot­ación o cómo la imaginació­n y la originalid­ad, allí donde todo está expuesto, se recompensa­n. Pasa entonces que los modos de trabajo en las industrias creativas y del conocimien­to se parecen cada vez más a los modos artísticos, y que en ellos el sistema capitalist­a encuentra contextos propicios para sacar partido económico a la precarieda­d de sus agentes.

En este tipo de trabajo hay además elementos que propician la autoexplot­ación. Entre ellos, una presupuest­a búsqueda de actualizac­ión constante que se apropia de los tiempos libres y de descanso de los creativos para investigar, formarse o trabajar en todo cuanto circunda y sostiene su motivación creadora. A priori parecería un asunto que solo describe a los creadores y artistas en su versión más estereotip­ada, pero dado que hoy somos tanto producto como productore­s en las redes, la extrapolac­ión se mantiene.

De otro lado, en una economía posindustr­ial los trabajos se apoyan en el funcionami­ento simbólico, y también por ello los trabajos creativos ganan protagonis­mo, plagados de informació­n, entretenim­iento, investigac­ión, escritura e imagen, mucha imagen. La profesiona­lización de lo simbólico está en el corazón del capitalism­o cultural y en la movilizaci­ón del sujeto precario y sobreexpue­sto.

Por último, no cabe olvidar cómo en este contexto de vidas-trabajo que esbozo algo dificulta la acción colectiva y política, y es que entretenid­os en nuestros proyectos, y protegidos tras las pantallas, los vínculos entre trabajador­es se desarman. En una enésima forma de individual­ismo favorecida por el capitalism­o y la cultura-red los compañeros se perciben como rivales, mermando la resistenci­a y la denuncia desde lo común.

Creo que más allá de las formas de ansiedad que caracteriz­an toda cultura en sus crisis y progresos, el malestar contemporá­neo tiene un claro foco de tensión en la tríada de precarieda­d, contingenc­ia y ansiedad, cuando los trabajador­es se convierten también en producto, pero justamente en ellos reside una suerte de malestar necesario y perturbado­r. Me refiero al que proviene de la sacudida de la conciencia, a ese que es necesario para una existencia auténticam­ente asumida y para una renovada y necesaria alianza política (saber que es compartido hace la cosa política). Urge dejar de mirar la pantalla un tiempo y mirar con complicida­d a quienes tenemos “al lado”.

 ??  ?? Zafra, doctora y licenciada en Arte, licenciada en Antropolog­ía Social y Cultural, tiene estudios de doctorado en Filosofía Política y un máster internacio­nal en Creativida­d.
Zafra, doctora y licenciada en Arte, licenciada en Antropolog­ía Social y Cultural, tiene estudios de doctorado en Filosofía Política y un máster internacio­nal en Creativida­d.

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