DESEO Y POLÍTICA
Mucho antes de que las mujeres, los homosexuales y las trans nos hartáramos en masa del miserable lugar que teníamos en la historia, Pedro ya nos había hecho heroínas, ya había reivindicado el derecho a inventarnos a nosotras mismas”. Con estas palabras, pronunciadas
en español y en medio de sollozos, Lucrecia Martel celebró en el pasado Festival de Cine de Venecia el legado de Pedro Almodóvar. El discursi (como lo llamó el escritor Juan Cárdenas) de Martel, en la entrega del León de Oro honorífico al cineasta español, sacudió mis cimientos; yo también lloré. La elocuente cursilería de la cineasta argentina fue la condición para reconocer mi historia como espectador de un cine que habló con atrevimiento en mi lengua, y que osó nombrar sin vergüenza un deseo, el mío, que creía reservado para la oscuridad de las catacumbas.
En la década de los ochenta y los primeros años noventa, cuando empezamos a ver el cine de Almodóvar, los gais colombianos reptábamos en un lenguaje encriptado, mezcla de disimulos y sobreentendidos. De esos corsés sus películas nos liberaron. Gracias a su genio, quienes no pertenecíamos a las élites emancipadas encontramos un repertorio cultural distinto a la lectura en clave maricona de los melodramas televisivos, el star-system cinematográfico o las canciones de Juan Gabriel y Miguel Bosé. Ya no precisábamos de un escenario para que lo gay se expresara. Podíamos existir más allá de la rebeldía provisional –y delegada en otros– del espectáculo, y ocupar la realidad. Contrario a las lecturas solitarias de Proust o Genet, tan lejanos culturalmente, las primeras y sucias peliculitas de Almodóvar eran una alegría que se podía compartir socialmente; nos susurraban una dulce promesa: la muerte y la soledad no eran nuestro fatal destino.
Cuando en 1985 apareció la adaptación de El beso de la mujer araña, de Manuel Puig, ya teníamos herramientas para considerarla una mojigata. La luminosa libertad del homosexual Miranda, Sherezade moderna imaginada por Puig, que se recrea contándole películas al militante de izquierda que es su compañero de celda, palidece en el filme del brasileño Héctor Babenco. Fue el precio que la película tuvo que pagar para conquistar Cannes y los Oscar, que premiaron a William Hurt como mejor intérprete masculino. En 1993, Fresa y chocolate repitió el motivo narrativo de la amistad entre un homosexual y
un militante político (que luego va a modelar también la novela Tengo miedo torero, de Pedro Lemebel). La película, adaptada de una novela corta de Senel Paz, se estrenó en medio de la crisis económica e ideológica de Cuba –el Periodo Especial–, en plena debacle del bloque soviético, y fue recibida como la valiente autocrítica a la revolución por parte de uno de sus mayores artistas: Tomás Gutiérrez Alea.
Si en los años noventa Fresa y chocolate resultó tímida como representación de la homosexualidad cubana, a los ojos de hoy es aún más insatisfactoria. “Yo pienso en machos cuando hay que pensar en machos”, le dice Diego a David, el joven militante comunista que cuestiona la obsesión de los gais con el sexo. Pero no es el sexo de Diego el que le importa a Gutiérrez Alea. La desinhibición moral e ideológica del homosexual es solo el medio por el cual David supera su rigidez y conservadurismo. El homosexual nunca folla, pero, en cambio, la película abre y cierra con los actos sexuales de David. Diego, entre tanto, abandona la isla. Ni su arte ni su deseo se ganan un lugar. La película menciona la crueldad del régimen con los homosexuales, aunque la presenta como errores aislados que se deben corregir, algún día, y no como lo que fue: una homofobia estructural que deslegitimó a la revolución.
Una mujer fantástica (2017), del chileno Sebastián Lelio, también cosechó premios y consenso, entregando el protagonismo a una trans bella, culta, controlada y autónoma, que ha incorporado los valores de la feminidad ideal. El realizador Andrés Ardila manifestó en una proyección reciente de Fresa y chocolate en la Cinemateca de Bogotá: “Parece que la única forma de que los homosexuales existamos [y seamos aceptados] es siendo excepcionales. Buenos hijos, buenos hombres [o mujeres fantásticas], excelentes artistas”. Es, claro, una sutil y nueva forma de opresión. Por eso renuevo mi gratitud con Almodóvar; de sus películas aprendimos que la mayor libertad moral es la de elegir según el deseo. En su discurso en Venecia dijo que su cine era un producto de la democracia española. Así fue, elevó el deseo a categoría política.
Hasta la policía, siempre tan escéptica, calculó en medio millón de personas las que desfilaron por las avenidas de Barcelona en protesta contra la condena a altas penas de cárcel de los líderes catalanes acusados de sedición: de pretender independizar a Cataluña de España organizando hace dos años un referendo tramposo e
ilegal. Esa manifestación es la que muestra esta foto. Un río de gente, aterrador para unos, exaltante para otros, como la marcha imparable de una marejada de hormigas marabuntas, dependiendo del lado en que se esté con respecto a la independencia catalana. Una arrolladora y multicolor mancha puntillista en la que a simple vista parece que cupieran más personas que los habitantes que tiene la gran ciudad.
Y también parece haber más personas que protestan que habitantes en las manifestaciones que en las últimas semanas han estremecido a Hong Kong contra el Gobierno local por sus inclinaciones prochinas dentro del complejo acto de equilibrismo de “un país, dos sistemas” que vive la ciudad desde su devolución a la China por el Reino Unido.y en las cada vez más populosas y violentas protestas callejeras de Santiago desatadas por el aumento en el precio de los tiquetes de metro, que han llevado al presidente chileno a decir:“estamos en guerra”. O en las de Quito por el alza de la gasolina. O en las de Londres para exigir un segundo referendo sobre el brexit, la salida del Reino Unido de la Unión Europea. O en las de Caracas, aplastadas a tiros, contra el Gobierno de Nicolás Maduro. O en las de los “chalecos amarillos” en las ciudades de Francia. O en las de los estudiantes de Bogotá que denuncian la corrupción en las universidades públicas.
Los motivos locales de las protestas pueden ser muy distintos de Hong Kong a Quito o de la Barcelona independentista al París de los “chalecos amarillos”; y unas ocurren bajo gobiernos de derecha y otras bajo gobiernos de izquierda. Pero todas coinciden en sus formas –la toma de las calles por los manifestantes con mayor o menor violencia, y la respuesta aún más violenta de las respectivas policías antidisturbios locales, con detenidos, heridos y a veces muertos– y también en su causa profunda, que es el creciente descontento de la gente, en todas partes, con la también creciente inequidad económica:
la creciente brecha entre los poquísimos ricos y los muchísimos pobres.
En ese sentido, son la continuación de los movimientos espontáneos de protesta que estallaron con la crisis económica de 2008. En los Estados Unidos el de Occupy Wall Street, o sea, el corazón financiero de Nueva York, con el lema de “Somos el 99 %” (de los pobres frente a los ricos); en España, el de los “indignados” de la Puerta del Sol, de donde acabó surgiendo el partido de izquierda populista Podemos; en la pequeña Islandia, el movimiento popular que logró –caso único en el mundo– que el Gobierno metiera a los banqueros en la cárcel y dejara quebrar a los bancos, en vez de rescatarlos de la crisis con fondos públicos. Son movimientos contra los políticos y contra los banqueros, contra el Fondo Monetario Internacional, contra los planes de ajuste y las políticas de austeridad social.
Las autoridades, unánimes, de Túnez a Hong Kong y a Santiago de Chile, atribuyen ese igualmente unánime sacudimiento social a la acción de “delincuentes y comunistas”. La vicepresidenta de Colombia llega al extremo de la caricatura al declarar que “buena parte de esos encapuchados que salieron a las calles los han mandado desdevenezuela”.y en eso le hace eco al embajador de Colombia ante la oea, Alejandro Ordóñez, quien aseguró que los venezolanos que emigran hacia Colombia o más al sur son agentes del chavismo enviados “para irradiar en la región el socialismo del siglo xxi”.
No es así. Es mucho más serio. Es la rebelión de la calle. Porque la que sale a la calle, justamente, no es la gente uniformada y armada del fascismo o del comunismo de la primera mitad del siglo xx. Es la gente de la protesta desorganizada y espontánea. A las autoridades habría que recordarles la respuesta que le dio el duque de La Rochefoucauld al rey Luis de Francia el 14 de julio de 1789, cuando la muchedumbre de París se tomó La Bastilla. Preguntó el rey: “¿Es una revuelta?”. Y contestó el duque: “No, Señor: es una Revolución”.