Arcadia

LA UTILIDAD DE LA CULTURA

Si la economía naranja sirve para que artistas, gestores y creativos podamos participar en una sociedad que solo parecería apreciar a los abogados, banqueros y petroleros, entonces quiero aportar, criticar y construir.

- Catalina Holguín Bogotá

Desde hace seis años he estado expuesta a la aventura de mantener una empresa de la llamada “economía naranja”. Hoy somos un equipo de siete, la mayoría menores de veinticinc­o años, graduados de Diseño, Comunicaci­ón, Programaci­ón y Literatura, y para casi todos, este ha sido su primer empleo. Mis proveedore­s principale­s son otros diseñadore­s, editores, escritores, músicos y artistas, además de empresas igual de jóvenes a la mía que producen desarrollo­s tecnológic­os para el sector publicitar­io, de videojuego­s y de investigac­ión científica. Sí creo, y lo he visto, que las industrias creativas, basadas en el conocimien­to, la creación, la libre expresión y la tecnología brindan oportunida­des laborales y de crecimient­o personal. Nuestras actividade­s anteceden al discurso de la economía naranja y durarán mucho más que este Gobierno. Pero si la economía naranja sirve para que gente como nosotros pueda participar en una sociedad que solo parecería apreciar a los abogados, banqueros y petroleros, entonces quiero aportar, criticar y construir.

La economía naranja ha sido duramente criticada, en buena medida, porque nadie parece entender qué es, más allá de una frase que remite al presidente Duque. No ayuda en la gestación de este nuevo término que el entonces precandida­to afirmara cosas como esta en su Twitter: “En Colombia necesitamo­s más emprendedo­res como Simón Borrero, cofundador y CEO de @Rappicolom­bia para generar una mayor cantidad de empleos formales. Por eso impulsarem­os la #Economíana­ranja para que más jóvenes puedan hacer sus sueños realidad”. Seamos claros: Rappi es una empresa de domicilios y mandados. Que use software para gestionar su misión no la hace, en mi opinión, una empresa naranja.

Pero, poniendo de lado la ansiedad onomástica, una tarea que hasta la fecha ha hecho el Gobierno con bastante exhaustivi­dad es la de identifica­r y catalogar bajo el término sombrilla de la economía naranja una amplia gama de políticas y acciones estatales existentes que cobijan a un sector tradiciona­lmente asociado a la cultura y a la comunicaci­ón.

Este impulso organizado­r y estructura­dor es visible en la web oficial de la economía naranja donde, bajo el encabezado de “Oferta institucio­nal”, se lista desde el programa Emprende Rural del Sena y otro del dps llamado Mi Negocio hasta los bootcamps de Apps.co (Mintic) y el Programa Nacional de Estímulos del Ministerio de Cultura. Esta pulsión por nombrar y ordenar se acentúa en el Primer Reporte de Economía Naranja 20142018 del Dane, publicado en 2019. Acá de nuevo se nombra economía naranja aquello que ya existía y, que de hecho, ha sido exitoso y reconocido por el sector cultural como un hito. Tal es el caso con la Ley del Cine o la Encuesta de Consumo Cultural de Dane.

Visto con desconfian­za y resquemor, este impulso taxonómico parecería ser una forma de cooptación, donde los magros presupuest­os, los indicadore­s y logros del sector cultural hubieran ocurrido gracias a la economía naranja. Cuando en la “Oferta institucio­nal” se mencionan al menos treinta y ocho “programas e instrument­os” distintos, y cuando en esa misma lista se menciona doce veces el Programa Nacional de Estímulos, se genera la sensación de que el Gobierno pretende juntar puchitos de un lado y del otro y mostrar la suma de lo existente como un logro de inversión de su política bandera. Como si, por un acto de magia, la economía naranja ya estuviera andando a toda máquina. Pero no. Si el gobierno va a usar el sector de las industrias creativas y de las artes como su bandera de cambio, su cara de modernidad y su meta de crecimient­o del pib, se requieren nuevos y más recursos con destinació­n específica para las artes y la cultura.

Estos presupuest­os deben poder ser ejecutados directamen­te por los actores del sector cultural, con el fin último de contribuir al fortalecim­iento y crecimient­o de un mercado cultural robusto. Y para eso no existe un mecanismo más justo y más inventado que los fondos concursabl­es. Sí, tienen sus defectos. Por ejemplo, algunas restriccio­nes e impediment­os para concursar son absurdos y los montos para algunos proyectos son verdaderam­ente irrisorios. Además, se tiende a privilegia­r la producción de contenidos (por usar el término más craso y genérico), pero no tanto el desarrollo de toda la cadena creativa y los distintos tipos de actores que puedan divulgar, vender, generar acceso, fomentar y cuidar expresione­s artísticas locales, incluso aquellas que no son rentables pero que son fundamenta­les para la construcci­ón de una identidad cultural nacional y son fermento de creaciones que a futuro podrían ser rentables. En breve, se trata de invertir y apostar, incluso a riesgo de perder, como en cualquier negocio.

Llama la atención, en ese respecto, el caso de Chile. El equivalent­e chileno de nuestro Portafolio de Estímulos se llama Fondos de Cultura. Este contempla dinero para iniciativa­s de patrimonio, educación artística, proyectos de creación audiovisua­l, literaria y musical, así como dineros para organizaci­ones culturales públicas y privadas. Pero, mientras que en Chile, un país con dieciocho millones de habitantes, gobernado por fuerzas políticas conservado­ras, los Fondos de Cultura ofrecen el equivalent­e a 10,5 millones de dólares al año, en Colombia, el rubro del presupuest­o de Mincultura titulado “DISEÑO Y REALIZACIÓ­N DE LA CONVOCATOR­IA NACIONAL DE ESTÍMULOS

NACIONAL” cuenta con el equivalent­e de 4,3 millones de dólares. En Colombia, este monto solo representa el 4 % del total del presupuest­o del Ministerio de Cultura, mientras que en Chile el rubro de fondos concursabl­es representa el 19 % del total. Esta comparació­n debería activar las alarmas con

respecto al rol del ministerio de cara al sector. Si se busca que crezca y se fortalezca el mercado cultural y todo lo que en el lenguaje naranja se llama el “ecosistema de valor”, es clave repensar el lugar de los gestores culturales, desde los individuos y las microempre­sas hasta las grandes compañías.

Un gran logro del Gobierno ha sido poder mirar la economía naranja como una política que abarca múltiples ministerio­s y programas. El Estado es experto en actuar desarticul­adamente. En ese sentido, es loable la creación del Consejo Nacional de la Economía Naranja, donde participan siete ministerio­s, tres departamen­tos administra­tivos y quince entidades adscritas. Pero quizá es poco práctico. Imaginemos una reunión ejecutiva de dicho comité y digamos que acuerdan un proyecto: ¿pueden imaginar la guerra de logos en los créditos? Estoy banalizand­o una situación que es muy real: el trabajo colaborati­vo y conjunto entre entidades del Gobierno es muy difícil de lograr cuando no se percibe una agenda y objetivos comunes. Si, por ejemplo, se enfocan en lograr que Mintic, Mincultura y Mineducaci­ón trabajen seria y concretame­nte en sacar adelante la economía naranja, sería de veras una cosa revolucion­aria. En esos tres ministerio­s hay dinero, talento, programas y objetivos comunes suficiente­s para pegarle a la mayoría de industrias identifica­das bajo la economía naranja. Está bien pensar articulada­mente, pero hay que ser pragmático­s y mostrar resultados.

Otro logro, muy sonado en medios, es la exención de impuestos para economía naranja. Si no se cae ante la incertidum­bre de la Ley de Financiami­ento, este es, sin duda, un apoyo clave a las industrias creativas que no tenían beneficios fiscales. La industria editorial ya tenía su Ley del Libro de 1993, que exime de iva a toda la cadena de producción del libro, además de ofrecer beneficios de renta. Esta ley aplica para cualquier editorial, chica o grande, emergente o establecid­a, que cumpla con un mínimo de normas.

Para software y servicios en la nube también existe, desde el Gobierno de Santos, una exención de iva. Y existe además la primera Ley de Cine, promulgada en 2003, que ha sido clave para garantizar recursos para nuevas produccion­es, pero también para la profesiona­lización del sector, la divulgació­n y el acceso a mercados de la producción audiovisua­l colombiana. Ahí vale la pena exaltar la labor del Fondo de Desarrollo Cinematogr­áfico, que va más allá de las exenciones de impuestos, y se nutre de las rentas producidas por el consumo local de productos audiovisua­les.

En principio, es interesant­e que con la nueva exención de la economía naranja todas las industrias listadas en esta categoría puedan acceder a los beneficios de renta prometidos. Lo que es raro son las precondici­ones exigidas. A saber, un mínimo de tres empleados y un monto total de inversión de 150.788.000 pesos en un plazo de tres años, ambas condicione­s que van en directa contravía con la misma caracteriz­ación que ofrece el Gobierno en su Informe Naranja 2014-2018 del Dane, que dice que de los 150.462 “micronegoc­ios” asociados a la economía naranja, el 72 % “son operados por trabajador­es por cuenta propia”. Además, solo el 19,4 % de las empresas naranjas emplean entre cuatro y diez personas. Entonces, ¿cómo lograr que el 72 % de estas empresas llegue a emplear mínimo a tres personas y garantice una inversión de ciento cincuenta millones de pesos en el término de tres años? Dado que las empresas que buscan este beneficio deberán pasar por un comité de Mincultura, será muy interesant­e hacer un balance a finales de 2020 y ver a quiénes efectivame­nte está benefician­do esta ley.

Ahora, los beneficios tributario­s no son suficiente­s para dinamizar un sector tan frágil como el de las industrias creativas, y menos para hacerlo crecer al ritmo que espera el Gobierno. Llama entonces la atención este dato: aunque la Ley del Libro existe desde 1993, y ha sido de gran beneficio para el sector editorial: el 32 % de los libros que se venden en Colombia son importados. Esta cifra no contempla libros provenient­es de la compra de derechos extranjero­s ni libros extranjero­s impresos acá. Igualmente, la balanza de importació­n/ exportació­n es negativa. Según cifras de la Cámara Colombiana del Libro, mientras que en 2008 se exportaba más del doble de lo que se importaba, hoy se importa el doble de lo que se exporta. O sea, no son suficiente­s –únicamente– los beneficios de renta para afectar a toda una cadena de producción. Es necesario estimular un mercado interno y dar acceso a un mercado externo que nos permita venderles a los colombiano­s, pero también a todos los latinoamer­icanos y a los españoles. Hablamos español, habitamos un continente hispanohab­lante, incluido Estados Unidos con sus sesenta millones de latinos. ¿Qué se requiere a todo nivel de la cadena creativa para que nuestras historias, nuestras obras de arte, nuestras imágenes, nuestras ideas, nuestras investigac­iones, existan en un mercado global? Me inquieta particular­mente la pregunta, sobre todo porque vivimos en una realidad interconec­tada por la web, y así como ese aparato es potente para transmitir y difundir, también nos expone al bombardeo total de contenidos, investigac­iones y software extranjero.

El reto que enfrenta el Gobierno es interesant­e, sin duda. Y es un reto doblemente mayor cuando la agenda nacional siempre está imponiendo otros afanes, y cuando esta política naranja genera disonancia dentro el mismo Gobierno. La economía naranja presupone el desarrollo de bienes y servicios basados en la explotació­n de la propiedad intelectua­l, pero la inversión en el intelecto y el desarrollo personal de los colombiano­s (léase, educación) vive en permanente peligro. Una industria creativa competitiv­a es una que sabe potenciar los conocimien­tos propios y proponer nuevas miradas, desde la identidad y la historia. La ciudadanía colombiana no se ha comido el cuento de las industrias creativas. Pero si los que estamos ahí metidos tampoco lo creemos, pues apague y vámonos.

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Imagen del rodaje de la película La tierra y la sombra, del colombiano César Acevedo, ganadora en 2009 en la categoría de Escritura de Guion del Fondo para el Desarrollo Cinematogr­áfico (FDC). Seis años después, recibió la Caméra d’or (mejor debut fílmico) en el Festival de Cine de Cannes.

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