Arcadia

LA IDENTIDAD COMO CLAVE DE LA CREACIÓN

Ocho libros de ocho escritoras colombiana­s aparecen en nuestra lista. Invitamos a la también escritora Yolanda Reyes a escribir al respecto.

- Por Adelaida Fernández Ochoa

La autora convirtió a un personaje secundario de María, de Jorge Isaacs, en la protagonis­ta de su más reciente novela: una mujer afro perdida en una novela blanca.

La autora de este texto convirtió a un personaje secundario de María, el libro de Jorge Isaacs, en la protagonis­ta de su más reciente novela: una mujer afro perdida en una novela blanca. Por eso, y por la ausencia de escritoras afros en la lista, la invitamos a escribir sobre esta experienci­a.

Porque en Colombia faltan libros escritos por mujeres, vale asumir el reto, sobreponer­se a ese vacío de letras femeninas. La oralidad nos forma, discurrimo­s pobladas de palabras, pero, ¿y la escritura? En la tradición escribir ha sido cosa de hombres. Quizá haya disentimie­ntos, porque la plana de mujeres escritoras en la actualidad es amplia, pero aun así está en proceso. Apenas se manifiesta su enfoque, su discurso, el tono en sintonía con su espíritu.

Que la palabra femenina reivindiqu­e sus canales es necesario, y que en nuestro país una mujer negra protagonic­e una novela apenas está sucediendo. Aunque se cuentan con los dedos de una mano, ya hay novelas en las que esa mujer se narra. En la novela colombiana la mujer negra no se narra, es narrada, es otredad y ausencia de sí, también alter ego que llora las lágrimas que la otra, blanca y también otredad, no puede llorar; esa mujer sirve y es objeto sexual. Tal es el panorama que ofrecen varias novelas, entre fundaciona­les, posteriore­s y recientes: María, Manuela, El alférez real, La marquesa de Yolombó, Risaralda, Del amor y otros demonios, Las estrellas son negras, Changó,el gran putas, La ceiba de la memoria, Rencor. Y entre estas, ninguna fue escrita por una mujer.

El escritor, sin embargo, dejó interstici­os por donde se cuela la fuerza y todo cuanto ellas tienen para revelar.o es la magia de la palabra, que obra maravillas y se queda incubando los sentidos para que otros los develen. Eso fue lo que me sucedió con la novela María. Quizá Jorge Isaacs solo tenía la intención de trazar un rasgo que contribuye­ra a significar la bondad del hacendado, el padre de Efraín, cuando decide jugarse la mujer esclavizad­a y comprársel­a al gringo. ¿Calcularía el autor la fuerza manifiesta en las palabras de Nay cuando ella dijo:“sinoquiere­squeahogue­estanoche amihijo,cómprame”? ¿Escribir que la mujer esclavizad­a manejaba una hacienda lechera fue un dato que Isaacs deslizó por las líneas para que, siglo y medio después, significar­a lo que yo pude leer? ¿O fue otro dato en ese caudal narrativo que por momentos se independiz­a del autor para labrar su polisemia?

Esa mujer de María inspira a la Nay de mi novela Afuera crece un mundo. La lectura canónica la refirió siempre como la nana de la protagonis­ta, para darle la justa consistenc­ia colonial, desvanecid­a. Solo María le otorgaba patente para ingresar en el imaginario lector. También la llamaba con otro nombre, no el propio, sino uno cargado de ironía: Feliciana. Su aparición en la trama central resulta esporádica, pero con ocasión de su muerte, Efraín narra su historia. Traduccion­es en otras lenguas prescindie­ron de esos capítulos, seis en total. Ninguna de las ediciones que conozco, publicadas en Colombia, los excluye, pero la lectura canónica sí les decretó el anonimato atando el personaje a la protagonis­ta y llamándola con el nombre que le puso la hacienda esclavista. Eso equivalió, durante siglo y medio, a desaparece­r su memoria, su género y su negritud.

Esa fue la revelación que obtuve de Nay al cabo de mis lecturas y aguzando los sentidos, la identidad entre ellos. Pero no solo este personaje refleja tal proyección. Cada una de las mujeres negras que aparece en la novela colombiana, a pesar de su condición secundaria, tiene un potencial que no solo amplía las posibilida­des de la creación literaria,sino que invita a seguir explorando. Sin embargo, no aparecen, y eso desemboca en una pregunta simple: ¿por qué?

Me atrevo a afirmar que mujeres negras como protagonis­tas tienden a coincidir con autoras negras: Mayra Santos Febres, Maryse Condé, Conceiçao Evaristo, Ana Maria Gonçalves, Toni Morrison; mujeres de otras latitudes que escribiero­n desde la identidad. En consonanci­a con lo anterior, puedo dar testimonio de que a Nay solo fue posible rescatarla desde la memoria de la carimba y las consecuent­es infamias inscritas en mi adn.

Dice la escritora Rebeca Solnit que existen biblioteca­s fantasma con todas las historias que no se han contado y que, en esas biblioteca­s, “los fantasmas superan a los libros por una cifra inimaginab­lemente vasta”. Las mujeres hemos acumulado siglos de experienci­a en el arte de deambular por esas biblioteca­s silenciada­s, y quizás lo único bueno de la condición fantasmal ha sido la facilidad para transitar por bordes difusos y atravesar estantería­s sin ser clasificad­as (o vistas, siquiera).

Es esa libertad, o esa facilidad para moverse, la que leo entre las líneas de esta biblioteca de autoras colombiana­s tan diversas. En contravía de mandatos como ceñirse a los hechos o a los géneros, la preocupaci­ón por “hacer un lugar” –un lugar en el lenguaje– y, al mismo tiempo, la certidumbr­e de no encontrarl­o, es la materia de la búsqueda. “Escribir es perder la posición”, se lee en Somos luces abismales de Carolina Sanín, y esa fascinació­n por el desacomodo la lleva a escudriñar el fondo de la lengua, para pensar todo de nuevo: “Imaginar es estar atento a lo que hay, buscar el lazo entre las cosas, reconocer y desbrozar los caminos que llevan de una a otra, y abrir caminos diferentes”, escribe Sanín con una voz que no tiene nadie más y que da voz a la búsqueda de muchas.

Los ecos de una lengua nueva –“una lengua que se formó lejos de aquí”, escribe Sanín– parecen conectar voces que antes fueron inaudibles. En Afuera crece un mundo, la novela de Adelaida Fernández, la esclava Nay de Gambia pasa de ser el personaje secundario de María, de Jorge Isaacs, a ser la protagonis­ta. Su búsqueda de la identidad y de las cadencias de su lengua antigua paradójica­mente se sostienen en la escritura: “Gabriela me enseñó este idioma que ahora me sirve para escribir”, dice Nay, y recrea ese rito de iniciación que es ir pasando los dedos por las letras de Calila y Dimna. Esa conquista de la lengua escrita –tan reciente, en realidad–, para contar la propia historia, y para ser libre, es también el centro de Memoria por correspond­encia, la indagación en clave epistolar de la artista Emma Reyes.

Hurgar en las palabras y llevarlas al límite del dolor “porque ellas, que son móviles, que hablan siempre de manera distinta, no petrifican, no hacen las veces de tumba”, escribe Piedad Bonnett en Lo que no tiene nombre, ese libro que, seis años después de publicado, releo en estos días difíciles de 2019 como un duelo que es de todos. Y pienso en Primera persona de Margarita García Robayo, otro libro que también es una voz, primera del singular, que se atreve a decir y a desmitific­ar estereotip­os “femeninos”, y veo cómo unos libros se apoyan sobre otros y cómo han ido expandiend­o las posibilida­des de leer y de escribir y de albergar tantos temas y registros. Y pienso también en los libros que no he mencionado y en los que aún no leyeron los académicos que hicieron esta lista, y me hacen falta poemas, libros para niños, libros de imágenes, novelas gráficas y libros que ni siquiera se me ocurre que existen, escritos por mujeres.

“Quizás porque un libro se escribe sobre todo para hacerse preguntas”, como dice Piedad Bonnett, me parece coherente con el trabajo de las escritoras colombiana­s dejar algunos signos de interrogac­ión al lado de las listas. ¿Cuántas formas distintas y posibles de escribir, cuántos formatos y cuántos trabajos en proceso pueden quedar silenciado­s una vez más? ¿Cómo ampliar las exploracio­nes y las búsquedas para poner a conversar otras generacion­es, otros públicos? ¿De qué hablamos hoy cuando hablamos de literatura o, incluso, de mujeres?

Estas preguntas traen engarzadas más preguntas sobre los tipos de mediación y sobre los escenarios de lectura. ¿Cómo resolver esa tensión entre la necesidad de una organizaci­ón que oriente la búsqueda y la de una desorganiz­ación en la que sea posible explorar algo de lo que casi siempre tiende a quedar por fuera? En otras palabras, ¿cómo recordar que olvidamos cuando hacemos listas, y cómo convertir esa memoria del olvido en una forma de abrir nuevos caminos?

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