Arcadia

UN DIARIO INCONCLUSO DEL PARO NACIONAL

- Por Pedro Adrián Zuluaga

21 de noviembre

4:00 p. m. Camino de regreso al norte de Bogotá por la carrera Séptima, empapado y melancólic­o. En una esquina nos detenemos a leer poemas. Uno de mis amigos escoge “A quien vacila”, de Bertolt Brecht: “Las consignas son confusas,

muchas palabras que eran nuestras han sido deformadas por el enemigo hasta tornarlas irreconoci­bles”. Muy cerca se escuchan detonacion­es y rumor de gases. Y se siente una pesadez que oprime el corazón.

7:45 p. m. Un ruido insólito se traslapa con la voz del presentado­r de noticias en la televisión. La sobrepasa. Es un sonido metálico y tiene un eco a procesión de infancia. Percusión de ollas, cacerolas y tapas. Cucharas como baquetas improvisad­as. Diástole del corazón. Alguien que ha sobrevivid­o conmigo la larga jornada me dice que en las redes sociales hay fotos de gente agrupada en las calles. Salimos a lo espeso de la noche.

22 de noviembre

4:00 p. m. La televisión transmite imágenes que parecen un apocalipsi­s zombi y las redes sociales cunden de racismo y xenofobia. La profecía de la violencia ha sido autocumpli­da.

5:00 p. m. Vuelve el sonido metálico de las cacerolas; se prolonga, intermiten­te, hasta después de las 9:00 p. m.

7:30 p. m. El toque de queda confirmado por el presidente y por el alcalde de Bogotá aviva la memoria de otras épocas. ¿Y pronto el estado de conmoción? Pienso en detenidos y torturados, en cantones y caballeriz­as. Y en gente que pide mano dura y aclama a un dictador.

11:30 p. m. Una amiga me escribe, otra me envía un audio. Me hablan de un triángulo de barrios del surocciden­te bogotano atrapados en el pánico y me explican cómo y quién lo orquesta, y qué personas son usadas como “vándalos”: indigentes y otras gentes. Me alertan de que el ejército invadirá violentame­nte La Macarena donde grupos de vecinos no obedecen el toque de queda. Le escribo a un amigo que vive allí. Me contesta horas después. Me explica que el ejército llegó hasta La Perseveran­cia. Pienso en el Bogotazo y en la foto de Sady González. En los machetes alzados de los obreros de ese barrio. En ese antiguo brillo también metálico.

23 de noviembre

5:30 a. m. Las primeras luces entran por la ventana. Me acuerdo del Fausto de Goethe: “También esta noche, tierra,

permanecis­te firme. Y ahora renaces de nuevo a mi alrededor. Y alientas otra vez en mí la aspiración de luchar sin descanso por una altísima existencia”. Veo que el último trino que escribí anoche, angustiado y furioso, se ha vuelto viral. Invitaba a no olvidar jamás esta noche de terror y de infamia, ni a quienes la incitaron.

11:00 p. m. Regreso a mi casa después de tres horas de gritos, música y el insistente y recién descubiert­o sonido metálico. Me prometo a mí mismo no estar más solo. Huir de los fantasmas del encierro. Preservarm­e del miedo. Inventar otros afectos. Rechazar la narrativa familiar del autocuidad­o. Abrirme a la aventura.

24 de noviembre

6:00 a. m. Me despierto con el sabor a hiel de una pesadilla. En ella, un indigente se convertía en asesino en serie. Iba por las calles de la ciudad disparando a quemarropa. Mi yo del sueño ve desde una ventana su último crimen. El muerto queda extendido en el piso, desangránd­ose. El asesino se aleja tranquilo, lentamente y de espaldas. La multitud lo celebra.

12:00 m. Hay un plantón de apoyo al joven Dilan frente al hospital donde ha sido internado. Pienso en ir. Me pregunto dónde hay que estar y cómo hacer lo correcto.

9:00 p. m. Regreso a mi casa después de horas y horas de un toque de bandas independie­ntes en el norte de Bogotá. Es hermosa la fiesta. La alegría es la otra narrativa. ¿Será suficiente cambiar el relato para cambiar la realidad?

25 de noviembre

7:00 a. m. Me despierto atenazado otra vez por la melancolía. El Gobierno hace anuncios que concretan los modos de la “conversaci­ón nacional”. Otra vez el lenguaje técnico, la gris burocracia tan distinta a la fiesta. Me prometo que hoy será un día normal, de leer y escribir, pero me exalta la promesa de salir de nuevo a la calle y ver el rostro hermoso de los amigos: ser más que yo mismo. Tener conversaci­ones con desconocid­os. Cambiarles la letra a las viejas canciones para ajustarlas a las urgencias del día. Asaltar esa hoja en blanco que llamamos futuro…

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