UN ENTIERRO
Un entierro en el Cauca. Uno de los muchos entierros recientes de asesinados en el Cauca, por lo general indígenas –en este caso, un miembro del pueblo nasa– que han desafiado el poder de los narcotraficantes. El pie de la foto no lo aclara (revista Semana del 10 al 17 de noviembre, pág. 35), pero ilustra un artículo sobre la
matanza creciente de los indígenas de esa etnia en esa región atormentada. Su autor, el periodista José Navia Lame, cita una frase de una canción de la tribu:
“¡Por cada indio muerto, otros miles nacerán!”.
La foto del entierro innominado, aunque no anónimo: un ataúd de lujo, de maderas pulidas y brillantes y con remates de metal labrado en las esquinas, que contrasta con la modestia de la ropa que visten sus porteadores. Ropas de trabajo, no de ceremonia ni de luto. Ropas, no indígenas, sino occidentales: las de cualquier campesino de la Colombia de hoy. Bluyins, chompas amarillas de cuero o anaranjadas de plástico, camisetas con letreros (no se alcanza a distinguir en la fotografía si comerciales o políticos) o camisas de tergal. Uno de los hombres, adelante, lleva un teléfono portátil en bandolera. Otro, atrás, toma fotos, tal vez selfies. Uno se toca con una cachucha de béisbol de la marca Nike. Otro, en cambio, se amarra a la cabeza un pañuelo verde y rojo, los colores del Cric (Consejo Regional Indígena del Cauca), que agrupa a las varias etnias indígenas del departamento y ha sido perseguido desde su creación hace medio siglo tanto por las autoridades oficiales, que lo consideran una tapadera de las guerrillas del eln y de las Farc, como por las guerrillas mismas, que lo han visto como un obstáculo a la expansión de su dominio.
¿Quién mata hoy a los nasas, o a miembros de los demás grupos indígenas del Cric? No se sabe. Los narcotraficantes, dicen las autoridades oficiales. ¿O las autoridades? ¿O paramilitares reciclados al servicio de empresas mineras multinacionales? O los remanentes del eln,
o las disidencias de las guerrillas de las Farc disueltas. En el Cauca, como en medio país, tanto los guerrilleros supérstites como muchas de las autoridades oficiales, y también, en los últimos tiempos, los propios indígenas, se dedican al narcotráfico. No en balde este sigue siendo la espina vertebral de la economía ilegal y sumergida, que representa probablemente la mitad del producto interno bruto de Colombia. Y es por eso que al Gobierno no le ajustan las cuentas.
Pero su respuesta es la habitual, y siempre inane: la militarización. tras la más reciente ola de asesinatos, el presidente Iván Duque celebró en la región un Consejo de Seguridad en el que se decidió el envío de más tropa: dos mil cuatrocientos soldados, solución a la que se oponen los propios nasas y que critica hasta la Oficina de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos por considerarla no solo insuficiente sino contraproducente. En el Cauca, que es el departamento más militarizado del país, el tránsito de los camiones cargados de marihuana y hoja de coca rumbo a los puertos del Pacífico se realiza abiertamente en las narices de los militares, y los asesinatos siguen completamente impunes: el saliente ministro de Defensa llegó al ridículo de atribuirlos a disputas por ropa tendida a secar.
Porque este Gobierno se desentiende de la primera de sus responsabilidades de gobierno, que es la de garantizar la vida de los ciudadanos. No es el único: así ha venido haciéndose en Colombia desde hace varios siglos, y los pueblos indígenas supervivientes son los más indicados para dar testimonio al respecto. Un testimonio ancestral, del cual este modesto entierro de la fotografía es un ejemplo.