Arcadia

UNA EN MÍ MATÉ

- A Eliana Ortega, maestra mistralian­a Lina Meruane. Escritora y profesora universita­ria chilena. Autora de libros como Sangre en el ojo y Volverse palestina, incluidos en esta lista. Este texto es el prólogo de Las renegadas, antología selecciona­da por ell

Era otra la Mistral que me mostró la maestra que acababa de retornar a Chile. Eran otros los versos que puso en mis manos, encubierto­s, en fotocopias, versos que sacudirían para siempre mi limitada noción acerca de lo que creaba y creía Gabriela Mistral. En esos años sombríos la quinceañer­a que yo fui solo había encontrado los ruegos y las rondas lastimeras de la maestrita rural, los sonetos de la enamorada en duelo por el novio suicida, los versos que pedían un hijo que no llegaría a parir. Los poemas de la devota. Los de la mujer privada. Eso era lo que ofrecían los manuales de castellano en la dictadura, pero ante mis ojos había ahora una poesía insurrecta que parecía escrita por otra.

Ardió en mi cuerpo de aspirante a poeta el rigor de su palabra arcaica y andariega, castellana y árida, indígena, absoluta, infinita. En mi lectura se encendiero­n las voces de tantas mujeres que hablaban por la Mistral, mujeres que, como ella, se habían apartado del recorrido que les señalaba su tiempo. Mujeres que, siguiendo el oscuro mandato de la poeta –“una en mí maté… ¡vosotras también matadla!”–, habían aniquilado a la que en ellas era sumisa y sedentaria. aquellas mujeres que desafiaban el orden sonaban, a finales del siglo xx, tan extrañas como lo habían sido cuando la Mistral las tildó de “locas” en su libro Lagar, de 1954; todavía eran una vanguardia de renegadas asomándose a otros reinos de posibilida­d.

Ya son tres las décadas transcurri­das desde que mi canosa maestra me presentó a su desafiante Mistral, y si vuelvo ahora a su obra poética –la publicada en vida y la póstuma, la encontrada después en las cajas y carpetas de su archivo– es para rescatar esa voz, para escuchar todas juntas a esas mujeres que aparecen desperdiga­das en sus libros: las soñadoras, las desaforada­s, las errantes y las intrépidas, las fervorosas, las estériles, las quejosas, las que esperan y se celan y abandonan, las desveladas y desoladas, las nostálgica­s, las incapaces de olvidar a la madre y a las maestras difuntas. Un coro en el desvarío de lo íntimo.

No era posible que esas mujeres enfrentada­s a un orden restrictiv­o no desvariara­n y renegaran en la misma medida en que se alzaban: también quise recuperar en esta antología a esas otras que, como Mistral, se abren decidido paso por la geografía de la patria, desde el árido desierto nortino, donde la autora nació en 1899, hasta el lluvioso sur de Chile donde ejerció de profesora, y desde ese sur andino a los cambiantes paisajes de las Américas donde la Mistral urdió “recados” y otras prosas pedagógica­s y políticas. Esas desdoblada­s hablantes se internan por Europa apuntando la guerra y a sus mujeres y alcanzan los Estados Unidos, país en que la Mistral escribió su obra tardía y anticipó su muerte en “un país sin nombre”.

El destierro de Mistral, voluntario, definitivo, no canceló la añoranza de la patria que expresa por escrito. Ese “volver no” y ese siempre estar volviendo en la letra atraviesa su obra completa. Los ecos de su nostalgia por el paisaje cordillera­no y el mar, los pájaros y la fruta y los árboles, el pan, las casas vacías que merecen un desprecio retrospect­ivo de la viajante. La certeza de que, pese a haberse ido y regresado, en el último de sus libros, como un fantasma desenraiza­do, su tierra la reconoce:“y aunque me digan el mote / de ausente y de renegada / me las tuve y me las tengo / todavía, todavía / y me sigue su mirada”.

Porque la patria mistralian­a no conoce fronteras: es una tierra desnuda, abierta, sin blindaje, es un paisaje feminizado que se resta a las hazañas heroicas de la historia de una nación militariza­da. Estos poemas orales que se mueven por el territorio se niegan a celebrar el relato oficial que no les ha dado espacio a esos otros y otras que lo habitan, sean o no criollos, sean o no blancos, sean o no humanos. En los poemas ya póstumos la voz sobrevuela el territorio de la patria sin conquistar­lo ni explotarlo ni transforma­rlo. Lo admira y se lo enseña al niño indio o atacameño que la llama madre y al huemul que a veces es ciervo y también la acompaña. La poesía dialogante de la Mistral reniega del poder del territorio, entabla una relación fluida con la tierra y nos deja como legado la posibilida­d de acabar con los viejos modelos de sociedad. Es su modo de enseñarnos a mirarlo y pensarlo todo de otro modo, otra vez.

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