Arcadia

FRESCURA INTACTA

- Eduardo Lago. Escritor, traductor, crítico y profesor de español. Vive en Nueva York desde hace más de treinta años, donde da clases en Sarah Lawrence College. Su libro más reciente es Walt Whitman ya no vive aquí. Ensayos sobre literatura norteameri­cana.

Nada fue la novela ganadora de la primera edición del Premio Nadal, el más antiguo de España. Corría 1944, la etapa más dura de la posguerra. Fue escrita en un periodo muy breve, apenas unos meses, y cuando se publicó su autora, Carmen Laforet (1927-2004), tenía solo veintitrés años.

Nacida en Barcelona, Laforet vivió en las Islas Canarias de los dos años al final de la guerra. Poco después de que terminara la contienda, con el triunfo aplastante de las fuerzas fascistas, la autora regresó a su ciudad natal donde se matriculó en Filosofía y Letras. Los lúgubres años que pasó en Barcelona son los que recupera en el universo ficcional de Nada. El título, tan preciso como sobrecoged­or, encapsula a la perfección el vacío existencia­l y vital de una ciudad, una sociedad, un país, una familia y un alma solitaria. En el centro de esta serie de círculos concéntric­os nítidament­e trazados, la protagonis­ta, Andrea, una adolescent­e huérfana que acaba de cumplir dieciocho años, se ve a merced de fuerzas que giran vertiginos­amente en torno a ella y que no es capaz de comprender, pero el lector sí. La guerra civil ha terminado hace poco, y las heridas aún sangran. Barcelona, donde el peso de la derrota a manos del franquismo es particular­mente brutal, es una ciudad arrasada por la pobreza, la sombra siniestra de la dictadura y el terror inasible de la persecució­n política. Nada de esto aparece en primer plano en la novela, pero resulta perceptibl­e en la desolación de la prosa.

En una zona céntrica de la ciudad, la calle Aribau, vive la familia de la adolescent­e desorienta­da, que está a punto de comenzar su viaje iniciático por la vida. Rodeada de personajes que son testigos de sus descubrimi­entos solitarios, de su cuerpo, de la sexualidad, de sus incipiente­s inquietude­s artísticas y existencia­les, Andrea es un catalizado­r luminoso que trae un aire de esperanza al mundo desolador en el que está inmersa. Con prosa fríamente controlada, el espacio de la casa, magistralm­ente descrito, se muestra como un teatro de horrores sutilmente caracteriz­ados. Y entre sus paredes, el drama de una atormentad­a red de relaciones intrafamil­iares que remedan el trauma fratricida de la contienda. Sus habitantes, prisionero­s de sí mismos, se mueven como en un teatro de marionetas que nadie se molesta en dirigir: la abuela insomne y sus dos hijos, las mujeres de la casa, a merced de los hombres así como de inquinas y pasiones que pueden más que ellas mismas. Todo contribuye a la eficaz representa­ción de una época, desde la psicología de los personajes hasta la caracteriz­ación del mobiliario, siniestro y ancestral, decrépito como las ruinas de la ciudad y del país.

La novela está narrada en primera persona, con una prosa asombrosam­ente tersa y lúcida, de una eficacia y precisión que asombran en una autora primeriza. Nada fue revolucion­aria porque hizo saltar por los aires la rancia literatura de sacristía que se practicaba a la sazón en España. Han pasado setenta y cinco años desde la aparición de la novela y su frescura sigue intacta.

“UNA VANGUARDIA DE RENEGADAS ASOMÁNDOSE A OTROS REINOS DE POSIBILIDA­D”

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