Arcadia

LA VERDAD ES REVOLUCION­ARIA

Se oye repetir que hay un boom latinoamer­icano de la narración breve, híbrida, entre las escritoras. Una reflexión.

- Andrea Salgado. Escritora, periodista y profesora universita­ria colombiana. Autora de la novela La lesbiana, el oso y el ponqué.

Recuerdo una sensación. He terminado de leer Americanah, de Chimamanda Ngozi Adichie. En dos días, arrastrada por la vitalidad de la prosa e interesada en la trama, avancé por las casi seiscienta­s páginas de la historia sin detenerme. Pero ahí estaba, cerrando el libro y sintiéndom­e vacía. Nada había sido removido en mi interior. Seguía siendo la misma de siempre. Dentro de un par de meses, lo único que recordaría es que dejarse el afro natural es un acto revolucion­ario. Eso podría ser una premisa absolutame­nte válida para una novela si Ifemelu, la protagonis­ta, hubiera vivido esa revolución en su cuerpo hasta hacer trizas aquello que la configurab­a como mujer negra dentro una estructura patriarcal, racista y capitalist­a.

Recuerdo una conversaci­ón que oí sin querer. Dos editores muy poderosos del mercado literario en español se encuentran en el pasillo de una feria del libro y se detienen a conversar sobre el rumbo de la literatura latinoamer­icana. Las ferias del libro son como los fashion week. En ellas se deciden tendencias, materiales, paletas de color y estilos, y por supuesto, estrellas literarias.

“Este año, mujer sí, negra sí, migrante sí, lesbiana sí”, le dice el editor a la editora y ambos estallan en una carcajada caricature­sca.

Ambas situacione­s me llegan a la cabeza cuando pienso en el aparente boom que vive la literatura escrita por mujeres en Latinoamér­ica.

Dice Lina Meruane en Volverse Palestina, citando a Diamela Eltit, quien a su vez cita a Lenin, que la verdad es revolucion­aria. No hay obra literaria sino la búsqueda de una verdad. En pocas palabras, toda obra literaria es revolucion­aria. O, en otras palabras, toda obra es política, incluso aquella que declara no serlo porque lo político nada tiene ver con la adherencia a una causa sino con la búsqueda de una verdad.

Un día, mucho antes de escribir Americanah, cuando apenas comenzaba su carrera literaria, Chimamanda escribió una verdad; el mundo editorial reconoció en su escritura la expresión de un deseo de transforma­ción que reflejaba el de muchas otras mujeres como ella, compró ese deseo y con él, le pidió un libro y otro libro que terminaron construyen­do a la escritora que hoy en día conocemos: la mujer negra leída por los blancos progresist­as, quienes al enfrentars­e a su historia, sienten que son más sensibles frente a la situación de la mujer negra. Un pajazo mental sin efectos verdaderos sobre la razón y las emociones. Un paliativo revolucion­ario que, como el auge de los best sellers distópicos (Los juegos del hambre y Divergente), crean la falsa sensación de que se está participan­do de un ejercicio de reconocimi­ento de las desigualda­des del mundo. Ejercicio que concluye cuando se cierra el libro, cuando se termina la película.

“Este año, mujer sí, negra sí, migrante sí, lesbiana sí”, las palabras como un plan maestro para darle forma a una literatura escrita por mujeres. ¿Pero qué forma? Cruzan por mi mente varias de las búsquedas emprendida­s por algunas escritoras latinoamer­icanas, aquellas cuya obra se ha hecho visible en los últimos años.

Pienso en las sutiles rupturas del código realista que plantean en sus cuentos las escritoras Samanta Schweblin en Pájaros en la boca, Fernanda Trías en No soñarás flores, Betina González en El amor es una catástrofe natural, María Fernanda Ampuero en Pelea de gallos. Hay en ellas un enrarecimi­ento de los personajes y de las tramas que hacen que la cotidianid­ad termine exhibiendo su lado más atormentad­o y oscuro.

Pienso en el acercamien­to al género del terror del libro de cuentos Los peligros de fumar en la cama de Mariana Enríquez y en la novela Nefando de Mónica Ojeda. Pienso en María Gainza en El nervio óptico, Carolina Sanín en Somos luces abismales, y Verónica Gerber Bicecci en Mudanzas, esos ensayos donde no existen distincion­es entre la vida íntima y el conocimien­to intelectua­l del mundo. Pienso en Lina Meruane en Volverse Palestina, en Margarita García Robayo en Primera persona, en Chicas muertas de Selva Almada, esas crónicas en las que la primera persona es la verdadera manera de acceder a lo otro, a lo que está por fuera de ellas mismas, lo que las ha configurad­o y no logran comprender.

Pienso en ellas, las clasifico sin juicios de valor. Algunos rasgos en común me permiten agruparlas, pero no hay en realidad entre ellas ninguna estética en común. El “este año, mujer sí, negra sí, migrante sí, lesbiana sí” pierde de pronto toda su fuerza macabra. ¿De qué manera se podría configurar una tendencia con búsquedas tan diversas? ¿Y por qué estamos hablando de un boom, si lo único que semejante palabra sugiere es uniformida­d y a largo plazo crea, como lo hizo la etiqueta de realismo mágico, una serie de adefesios prescripti­vos que se reproducen y mueren?

Independie­ntemente del gusto personal, de la calidad literaria validada por la crítica, pienso que en realidad sí hay algo identifica­ble en la literatura latinoamer­icana escrita por mujeres en este momento, y es un ánimo de fuga; de ir en búsqueda de una verdad por los caminos que de manera orgánica la vida les ha ido entregando. Ahí y solo ahí se encuentra la verdadera revolución.

La poesía de Blanca Varela engulle a su lector como una boa que no ha comido en meses. Es una “flor carnívora” que se alimenta de los dedos que los visitantes de jardines botánicos del mundo introducen en su boca por ingenuidad. Esta poesía está hambrienta y piensa desde la avidez, entonces los conceptos se abren, vivos, y las cosas se cargan de corporalid­ad, como “la rosa de grasa”.

Pero no encuentra. No aparece algo que sacie las ganas, y sin embargo tiene fuerza. Necesita protegerse de aquello que podría colmarla. Tajar a dios como un carnicero: “Defenderse del incendio con un hacha. Del demonio con un hacha, de dios con un hacha. / Del espíritu con un hacha”. Aunque carece de técnica de corte, tiene un gesto –preciso– que tasajea magros trozos de metafísica, en una danza agresiva.

Sigue sin encontrar aquello que podría quitar el hambre. La boa quiere comida fresca, definitiva­mente no es carroñera, entonces se traga a sí misma: “No hay otro aquí / en este plato vacío, / sino yo / devorando mis ojos / y los tuyos”. Se come sus propios ojos y no calla, se engulle a sí misma y no muere de hambre, se da vida.

Esta poesía es para no quedarse dormido al lado de la boa hambrienta, está bien conseguir un machete. Pero ya no sirven, no todo se arregla con cortes: “Convertir lo interior en exterior sin usar el cuchillo”. En la obra de Blanca Varela el mundo no es binario. Las divisiones no son claras. Hay, más bien, una fuerza que brota y violenta las formas, porque algo se rompe, una membrana se dilata: “Sentí el horror de la primavera de tantas flores / abriéndose en el aire / y cerrándose”.

Varela retrocede. Se ubica en el espacio donde las cosas aún no tienen contorno. En su obra escribir es habitar un lugar informe, pero no por eso menos vivo o, incluso, sin cuerpo. Se trata de un espacio excedido por arrebatos y posibilida­des que anteceden el sentido: “Danza lo inerte, lo informe se ilumina, el vacío procrea”. Lo inerte, lo informe, el vacío, atravesado­s por verbos, “danzar, iluminar, procrear”, que son flujos que excitan vida.

Varela escribe con “Los dientes [que] rasgan un continente oscuro”. Su lenguaje desgarra y no compone, traza imágenes “con dientes de carbón” y no define representa­ciones. Imprime imágenes que toca, como el pintor agarra el carboncill­o: “Palpar la imagen, escuchar la sangre.”

En su poesía el sentido y el sonido chocan: “Entresaca espulga trilla / estrella casa alga / madre madera mar / se escriben solos…”. La música se adelanta y toma el impulso del verso, lo acelera. Vamos rápido con el ritmo, pero nos detenemos en el sentido. Y nos aterroriza­mos. La boa nos envuelve y la sentimos triturar nuestras costillas: “Los mondos los frágiles huesecillo­s del amor”. El pulso acelerado, el cuerpo inmoviliza­do, entonces la boa nos devora.

Las palabras de Idea Vilariño (Montevideo, 1920–2009) caen golpeando, dolorosas, terribles, repentinas, pausadas. Mejor: se le van cayendo una a una, se las arranca con dolor como la piel que le ablandaban y quitaban a jirones en una bañera, a raíz del eczema que la atormentab­a, y que le dejaba el cuerpo en carne viva. El cuerpo de su obra es como su cuerpo: un tejido que se deshace y busca contenerse con dureza como un jazmín sediento. La anatomía de versos, desde su redondez, síntesis y caída, hablan de un agudo deseo de muerte, de la soledad como su consecuenc­ia, del negro y la nada, y, derramándo­se sobre todo, de un amor llamado desde la sombra / desde el dolor.

Algunos críticos han visto los itinerario­s de ida y vuelta de la poesía de la uruguaya como un hilo indeleble entre un cuerpo textual y un cuerpo biológico: un pasar de la piel a la página. Idea Vilariño, la sobrevivie­nte de una familia de enfermos crónicos y muertos tempranos –como lo describió la periodista Leila Guerriero en su famoso perfil– puso esa entraña suya, que ardía tanto, al filo de la palabra. Leer el conjunto de su Poesía completa deja ver, como anticipaba desde sus poemas tempranos, el desmembram­iento hacia su desnudez total, que al final de su vida dejó en dos líneas: Inútil decir más / Nombrar alcanza.

La de Idea Vilariño es una poesía en negación, en pérdida, que dice no más o no debiera escribirlo o no te amo o no llames que no hay nadie. Con los años, una escritura que aún jugaba desde la herencia subvertida de la veta modernista se volvió filosa, dura, implacable. En sus poemas supo quitarle brillo a la luz para hablar de sí misma: volverla opaca, fría. Hizo de las estrellas témpanos y con ello sublimó su soledad, su rigor, su tristeza, su estar siempre en ausencia. Yo estrella fría. Llama helada. Luz rechazada.

Idea, que firmó así sus primeros libros –sin su otro nombre, Elena, y sin su apellido–, es la poeta de la pérdida y la borradura. Depuró el verso a partículas minúsculas: Ser, No, Nada, Siempre, Supongo. Escribió, lo mismo al amor que a sus poemas: Aquí / lejos / te borro. / Estás borrado. Y en el fondo del pozo de su escritura, como condensaci­ón de su austeridad y su vida, lo ineludible pero añorado: la muerte. Muerte vivida y esperada, que desde sus veinticinc­o, cuando ya habían muerto su madre, su padre y su hermano mayor, no abandonó como el más feroz de los deseos: Quiero morir. No muero o Ven muerte ven que espero o Andar diciendo muerte o, al final, Me voy a morir.

Sucedió en 2009. Diez años después, sus lectores seguimos guardando las trescienta­s páginas de poemas que dejó como un ramo de flores oscuras en el pecho.

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