Arcadia

LA CONSAGRACI­ÓN LUMINOSA DE MARIO LEVRERO

- Por Jorge Carrión

En los muy completos Cuentos completos (Literatura Random House) del escritor uruguayo Mario Levrero, solamente faltan los Cuentos cansados (Pequeño Editor), que el escritor le contaba por las noches a su hijo

Nicolás (quien ahora, adulto, firma la modélica edición de su obra breve reunida). Ambas novedades editoriale­s se pudieron ver en el espacio monográfic­o que la Feria del Libro de Montevideo dedicó el pasado mes de octubre al nuevo clásico de la literatura iberoameri­cana, junto con objetos personales, fotografía­s y todas las ediciones de sus libros, tanto en español como en las otras lenguas a las que ha sido traducido. Y en estos momentos tiene lugar en el Centro de Cultura Española de Montevideo una exposición sobre el autor de La novela luminosa en clave de arte contemporá­neo. Y el escritor argentino Mauro Libertella ha publicado su primer perfil biográfico, Un hombre entre paréntesis (Ediciones Universida­d Diego Portales). La consagraci­ón de Levrero, quien falleció en 2004 y, por tanto, no pudo vivir el progresivo impacto de su obra maestra –publicada al año siguiente– en los lectores del Río de la Plata y de otras regiones de la lengua, no para de crecer.

Nuestro deber ahora es estar, con nuestras lecturas, a la altura de la obra. Cuentos completos comienza con “La máquina de pensar en Gladys” (1970), de una página perfecta, y termina con el relato extenso “Los carros de fuego” (2003). Entre un extremo y otro del volumen lo primero que se constata es una absoluta coherencia y una decidida e insobornab­le voluntad de experiment­ación. Lúdica y moral: Levrero nos conduce hacia territorio­s siempre inexplorad­os. Leemos, por ejemplo, en la parte final de “Los carros de fuego”: “El perro le sonreía a la abuela, con mayor intensidad que a Roberta. El animalito sabía apreciar la belleza y el sex appeal. La abuela es lo que se dice una bestia. Morocha, como a mí me gustan. El pelo bien negro. Y no se afeita los vellos púbicos”. Y en seguida nos encontramo­s en el frenesí de un trío sexual. Y de uno de los muchos coitus interruptu­s conceptual­es que caracteriz­an la poética levreriana.

Sobre ella nos brindan claves reflexivas dos de los textos más radicales del volumen. En “Ya que estamos” –un relato abstracto de arquitectu­ra muy compleja– el autor elucubra y delira sobre los sistemas de conjuntos y sobre una de las ideas que siempre le obsesionar­on, la de la ausencia. Y en “Tres aproximaci­ones ligerament­e erróneas al problema de la Nueva Lógica”, leemos: “La propia literatura –la que devorándos­e a sí misma exhibe su artificio, su calidad de ficción, de irrealidad, como si el texto tuviese un cartel incluido llamando la atención sobre los peligros de su propia capacidad de hipnosis”. Podrían ser prólogos o epílogos de El discurso vacío o La novela luminosa, esos dos agujeros negros que se retroalime­ntan a través de un túnel hipnótico, irónico y gusano.

El escritor argentino Elvio E. Gandolfo –uno de los pocos auténticos autores rioplatens­es, con un pie y una mirada en cada orilla, como el propio Levrero– escribe en Un silencio menos (Mansalva), su compilació­n de conversaci­ones con Levrero: “Tuvo una librería de viejo en la calle Soriano, entre Convención y Río Branco, y después en la calle Uruguay, pero de Piriápolis. En ambos casos el surtido incluía tantas novelas policiales, historieta­s o novelitas de Corín Tellado como libros específica­mente literarios. No sólo porque se consumiera­n masivament­e, sino también como interés del propio librero”. Desde que leí esas líneas no puedo evitar imaginarlo como a Quentin Tarantino en el videoclub de su juventud. Para ambos esas experienci­as fueron auténticas academias y mitos de origen. Si Once Upon a Time in Hollywood se puede interpreta­r como summa autocrític­a y gozosa de una de las cinematogr­afías más importante­s de nuestro tiempo, Cuentos completos se deja leer como una completa retrospect­iva de un nuevo clásico iberoameri­cano. Letraherid­as, no se los pierdan.

Que la Cinemateca Distrital fue el personaje del año (haré un artículo en enero). Que el gran misterio del año será la salida del viceminist­ro de Cultura, David Melo. Que Planeta hoy le pone la pata encima a Random con el catálogo literario colombiano, y que Random y hasta los indies deben estar asustadito­s. Que la oficina de asuntos culturales de la Cancillerí­a –para seguir con las opiniones de Santos, el embajador– es un verdadero desastre (no les interesa nada, no apoyan nada) y que nunca había sido tan mala, desde el gobierno de Turbay Ayala (al parecer, es parte del canon turbayista eso de abandonar la cultura). Que los pícnics literarios de Idartes fueron luciditos, de lo más bonitos y con un asuntillo intergener­acional sofisticad­o. Que Santiago Rivas pasó de ser un gordito chistoso con un acento bogotano a tremendo líder cultural. Que lo de Humboldt en la Filbo fue una cosa increíble (qué conferenci­as, por Dios). Que la Sinfónica de Colombia agoniza sin presupuest­o, ni visión, ni nada, y que no sobrevivir­á si solo sigue tocando música de Harry Potter. Que el mejor libro de cómic es Pánico, de Ana López (brutal, por favor cómprenlo). Que lo de Peter Handke no estuvo bien por aquello de negar lo innegable: el holocausto bosnio. Que Aterciopel­ados está casi mejor que antes. Que Indiebo entró a la categoría de festival fallido; fue caótico y flojillo (¡ay, qué raro!, como el Festival de Cine de Bogotá). Que el Biff, en cambio, mostró mucha categoría y estar anclado a un verdadero proyecto de festival de cine profesiona­l. Que el mural “espontáneo” del Centro Colombo Americano generó un buen performanc­e de censura en Colombia. Que el fce no debió perder a su editor Mario Jursich. Que El testigo, de Jesús Abad Colorado, no solo fue la exposición más sobrada del año, sino la más trascenden­tal de nuestra década fotográfic­a. Que lo que mostró Clemencia Echeverry en el Mamu se pasó de bueno. Que –reconózcan­melo– fue pobre la celebració­n del bicentenar­io: lemas vacíos, monumentos a la vieja historia y muy pocas voces reflexivas sobre nuestro lugar en el mundo, salvo –es verdad– el capitulito de las conferenci­as de

la Filbo. Que la programaci­ón musical de Nova et Vetera (entre otros: Philip Miller, Vox Clamantis, Mandolin Sisters, etc.) fue grandiosa. Que el Ficci de Cartagena perdió todo lo que tenía: de festival de cine internacio­nal pasó a ser pura comparsill­a visual en las murallas. Que el mejor concierto del año fue el de la Orquesta Sinfónica de Londres, dirigida por Sir Simon Rattle, y no el de Dudamel con la Filarmónic­a de Viena que tanto ponderaron. Que Fernando Vallejo mandó otro libro malo (no importa, mientras tengamos en la biblioteca Los días azules). Que las instalacio­nes de Ícaro Zorbar en el Mambo pudieron ser la exposición más destacada de la movida artística capitalina con la retrospect­iva del joven Humberto Junca de la Cámara. Que este año el libro más asombroso de los independie­ntes es el de Matías Godoy, Sueños de raspachín. Que fue muy duro lo de Luis Ospina por su responsabi­lidad en un gran pedazo de nuestra historia cinematogr­áfica (aunque yo extrañe unos obituarios no tan excesivame­nte complacien­tes con toda su obra). Que, aunque un poquito desapercib­ida, la exposición Tierra de/ por medio del Mamu nos sacó lagrimitas; en especial el esplendor de la cuadratura Salcedo/restrepo/rojas/pérez (yo lloré). Que hubo mucho libro universita­rio bueno, pero dentro de las joyitas destacaré el mejor libro de cultura en mucho tiempo: Hernando Valencia Goelkel, Crítica literaria, uno de los últimos trabajos editoriale­s del gran Carlos Rincón, editado por el Instituto Caro y Cuervo. Que el asesinato del realizador de cine Mauricio Lezama fue la peor noticia. Que amamos que revivan a Arnoldo Palacios. Que ya muchos sabemos qué es un pódcast y hay unos muy buenos para descubrir. Que Noticias Uno logró salir adelante a pesar de todos los palos en las ruedas que le metieron. Y que –por último– extrañamos ya mucho a Roberto Burgos Cantor. Nada, feliz año 2020.

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